Abelardo, guía espiritual
Cuando Abelardo recibió la gracia de Duruelo, aquella mañana de febrero de 1981, estaba en su madurez humana y espiritual. Llevaba más de 15 años dando Ejercicios espirituales a jóvenes (dio a lo largo de su vida más de 200 tandas a grupos de entre 30 y 40 jóvenes). Dedicaba las tardes de los domingos durante el curso escolar a coloquios de perseverancia con grupos de jóvenes pertenecientes a la Milicia de Santa María de Madrid. Todas las primeras quincenas de julio las dedicaba a los campamentos de verano en Gredos, en los que si bien su actividad era fundamentalmente educativa, no dejó nunca de ser mentor espiritual. Dedicó durante muchos años consecutivos la primera quincena de agosto a “descansar” unos días en la casa de los padres jesuitas de Villagarcía de Campos (Valladolid) mientras dirigía las convivencias de formación de militantes de Santa María (casi un centenar de muchachos). A todo esto añadía el acompañamiento espiritual cotidiano de innumerables jóvenes.
Abelardo, contemplativo de la misericordia de Dios
Existen dos coordenadas que se entrecruzan en la vida de Abelardo: una, teológica, en la que mira a Dios y lo descubre vivencialmente como misericordia. La otra es la antropológica; desde ella mira al hombre (al joven) y lo percibe como ser perfectible que debe ser sometido a la fragua del cultivo de las virtudes humanas. Ambas coordenadas se dan inseparablemente unidas. En esta ocasión prestaremos atención a la primera de ellas.
Abelardo fue un contemplativo de la misericordia de Dios. Llegó a gozar de un profundo conocimiento vivencial —más que teórico— de Dios como Misericordia, que se le comunicó en la oración. Se revuelve ante la posibilidad de que dudemos del amor de Dios a cada uno de nosotros, tal como somos y estamos. Escribe:
¡Cuántas veces me piden oraciones personas que me dicen: A mí Dios no me escucha!… Yo querría gritaros que os quiere y su bondad no se la puede quitar toda vuestra maldad, ni aunque fuera mucho mayor de lo que es. Por eso decid al diablo y a cuantos pensamientos, personas y apariencias pretendan separaros de vuestra confianza en Dios, que vosotros habéis creído en el amor que Dios os tiene, y que vivís en la fe y en el amor de Jesús y de la Virgen María…
Ver nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra maldad y nuestra miseria es cosa buena. Pero si nos quedamos ahí, nos engañamos; porque la mirada no podemos tenerla fija en nosotros. Es preciso mirarle a Él y confiar en que nos ama (Nota 1).
¿Qué nos ofrece desde su vivencia espiritual? Como dos horizontes:
En el horizonte de Dios, la misericordia tiene un nombre: Jesucristo
Esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo (Nota 2).
Es el amor de Jesucristo hacia el hombre el que emerge permanentemente en sus escritos con una fuerza enorme. Glosando a san Juan de Ávila, comenta en una de sus charlas a los jóvenes:
A Jesús le entusiasma vernos buscando silencio, soledad para encontrarnos con Él. Pero más le entusiasma vernos buscándole confiados en su amor porque sabemos que nos ama, y el amor jamás olvida y menos desampara…
No hay olvido en Jesús y menos desamparo. Todo lo tuyo hace suyo, hasta tus pecados. Todo lo tuyo lo presenta al Padre como suyo. Ha obtenido para ti el perdón y la misericordia.
Y aunque es bueno sentir nuestra miseria y nuestra pobreza, éstas no deben llevarnos a desconfiar de su misericordia.
Entra, pues, en tu corazón y abrázate a Jesús que allí espera. Si perdiste la gracia, recupérala por la confesión. Pero no estés sin tan buen amigo. Si ya vives en Él y con Él, vuelve al fervor de tu primera caridad. Jamás te ha abandonado porque no es propio del que ama abandonar al amado; ni siquiera cuando el amado abandona y olvida al que tanto le ama (Nota 3).
¿Por qué esta dependencia de Jesucristo? Porque así lo determinó el Padre de los cielos. Y así lo canta la Iglesia en el bellísimo himno de la noche de la Pascua con afirmaciones que pueden resultar exageradas y desde luego sorprendentes para nuestro sentido de justicia:
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo! Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal redentor! (Pregón Pascual)
Es la generosidad del Padre de los cielos, no nuestra justicia, la que importa en este asunto. Y esa generosidad no tiene fin ni se gasta. Nos lo recuerda Abelardo, citando a san Juan de Ávila, de tal forma que resulta imposible separar las afirmaciones del santo de las suyas:
¿Tan presto habéis olvidado que la sangre de Jesucristo da voces (Hebr 12, 24) pidiendo para nosotros misericordia, y que su clamor es tan alto, que hace que el clamor de nuestros pecados quede muy bajo y no sea oído? Que es como decir, ¿no sabéis que la sangre de Dios hecho hombre clama al Padre con tantas voces por nosotros, que el clamor de nuestros pecados no es oído, como se pierde el murmullo de unas aguas que entran en el mar?
Según ordenanza de Dios, somos tan uno Él y nosotros, que o hemos de ser Él y nosotros amados, o Él y nosotros aborrecidos; y pues Él no es ni puede ser aborrecido, tampoco nosotros, si estamos incorporados en Él con la fe y amor. Antes, por ser Él amado, lo somos nosotros, y con justa causa: pues que más pesa Él para que nosotros seamos amados, que nosotros pesamos para que Él sea aborrecido; y más ama el Padre a su Hijo, que aborrece a los pecadores que se convierten a Él… (Nota 4)
El que la desconfianza nuestra nos tenga atados en el camino hacia la santidad… ¡qué tristeza debe de ocasionar al Corazón de Jesús! (Nota 5).
En el horizonte del hombre, el amor a Dios no puede ser otra cosa que confianza en su misericordia
Advierte a los jóvenes:
Si no tienes una confianza inmensa, inquebrantable en el Corazón de Jesús, tú no puedes perseverar. El peso de tus miserias te agobia, te aplasta; pero, si tienes los ojos clavados en Él (que te dice Juan de Ávila que está de rodillas por ti… orando por ti), esa seguridad te la da a ti este Jesús que es tu abogado, que es tu defensor…, y que es el propio Padre quien te lo envía (Nota 6).
Profundiza con Juan de Ávila en la causa de nuestra desconfianza:
Se conoce uno a sí mismo más que a Dios y por eso, lógicamente, tenemos más temor que esperanza. No da Dios su perdón ni misericordia sino a quien reconoce su miseria. Crea que como nosotros somos más malos de lo que alcanzamos, así Dios es más bueno de lo que entendemos… Los hombres saben muy mal perdonar porque saben muy mal amar. Por eso creemos nosotros que Dios es con nosotros como somos nosotros con los demás…
… Nosotros no sabemos amar. Y el Corazón de Jesús no ama, afortunadamente, como nosotros. Y por eso (necesitamos) más conocimiento interno de nuestro Creador y Señor (Nota 7).
Comenta dos ejemplos evangélicos. El primero es de san Pedro, que desconfiando del poder de Cristo y mirándose demasiado a sí mismo, se hundía en el agua embravecida del lago, pero tuvo reflejos suficientes para pedir socorro a Cristo:
San Pedro, mirándose a sí, vio que se hundía. Pero tan pronto como recurrió a Jesús, encontró sus manos a las que agarrarse. Escuchó la reprensión: Hombre de poca fe ¿por qué has dudado? (Mt 14, 31). Reprensión de la que también somos nosotros merecedores, pero que jamás ha de hacernos dudar de Aquél que con los mismos ojos que fijó en Pedro y en nosotros, miró desde la Cruz al Padre para implorar misericordia.
Tengamos, pues, fe y confianza. Esa misericordia está pronta sobre nosotros en Jesús-confesión, en Jesús-Eucaristía, en Jesús-oración (Nota 8).
Más impresionan las referencias que hace al ladrón arrepentido (que de bueno no tuvo nada, pues fue un asesino y un bandido), que fue capaz en pocos segundos de arrebatar el corazón de Cristo:
Dimas, mi Buen Ladrón… ¿Qué has hecho para alcanzar de Jesús la promesa inmediata de vivir y reinar con El eternamente?… Al olvido de ti siguió el reconocimiento de tu miseria: nosotros estamos aquí justamente condenados (Lc 23, 42). Reconocer que la cruz es justo castigo, supone aceptar toda la inmensa miseria de tu vida.
… Tu confianza llegaba a los límites de la audacia, y pediste un recuerdo de aquel rey coronado de espinas que tapaba su desnudez con manto de sangre… A tu confianza audaz respondió la misericordia infinita de quien te había escuchado, agradecido, compadecerte de él: pero éste, ¿qué mal ha hecho?
… Se volcó en ti. Miserable criminal le pediste un recuerdo y te prometió el Paraíso (Nota 9).
Único camino de santidad
Esta actitud de aniquilación total del ladrón arrepentido debe ser la nuestra. No existe otro camino en el orden espiritual. Por ello Dios interviene en nuestras vidas, reduciéndonos a la “nada”, pero no como castigo, sino como regalo. Aquí aparece de nuevo en Abelardo la mística carmelitana de despojo absoluto, el “anihilarse” de san Juan de la Cruz:
Necesitamos que Jesús nos vacíe de nosotros mismos. Un alma no se agarra a la confianza total y absoluta en Dios —a esa confianza audaz, sin límites— hasta que no queda desposeída totalmente de sí misma… Es la infancia espiritual… hacer por virtud lo que el niño hace por instinto. El niño por instinto se abandona plenamente en sus padres. Cuando ya uno ni siquiera se siente capaz de ejercitar ninguna virtud, entonces, ¿qué hará? Pues hacer por miseria lo que el niño hace por instinto… Necesita todo… Cuando no eres capaz ni siquiera de tener esa virtud, ¡vuelve a ser más niño todavía! Refúgiate en tu incapacidad de niño, en tu miseria de niño…
El santo es el que se ha familiarizado con la miseria, con el vaciamiento total de sí mismo, y se ha abierto totalmente a Dios. Eso es la humildad… ¿Cómo puede Dios hacer que nos olvidemos totalmente de nosotros mismos, que nos vaciemos de nosotros mismos para abrirnos a Él? En los santos ha sido a través de las miserias (Nota 10).
Apóstoles de la misericordia
Discípulo de san Ignacio, Abelardo no será nunca un pietista porque cuenta con toda la potencia de la misericordia de Cristo en nosotros, para lanzarnos a la acción apostólica: mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo (Nota 11). Así, exhorta a los jóvenes:
Corazón de Jesús, en Ti confío… Fijaos, porque esto es una oración de la confianza hasta la audacia, sin límites: Puedo perderlo todo, aun la gracia; pero ¡jamás hasta la muerte, perderé esta confianza! Porque es en Ti y no en mis fuerzas, en lo que tengo fe… Corazón de Jesús en Ti confío, porque creo en tu amor para conmigo. Repítetelo esto muchas veces…
Pero, como las ideas no se entienden mientras no se viven, esta jaculatoria acompáñala con audacias… en el apostolado, en la caridad, en todo lo que vayas a hacer: apoyándome en Ti… En mi miseria… En mi debilidad… Cuando tengas que dar la cara. Cuando tengas falta de fuerzas para ponerte a estudiar: Corazón de Jesús en Ti confío, porque creo en tu amor para conmigo. Dulce Corazón de María, sed mi Salvación. Llévame Tú al Corazón de Jesús, y veréis entonces, la fuerza del Corazón de Jesús…
Tenemos que llevarle al mundo ese mensaje… Más lejos, no puede llegar el Corazón de Jesús para decir a los hombres que les ama, y necesita de nosotros para decírselo, pero tú, lo dirás a los demás, en la medida que veas las misericordias que tiene para contigo. Pídele todos los días: ¡Señor, hazme Apóstol de tu misericordia, precisamente por mis miserias! Porque viendo yo lo que haces con mi miseria… (comprendo que) también lo haces por los demás. Confianza sin límites en el Corazón de Jesús” (Nota 12).
* * *
Al terminar de leer estas líneas, quizá algún lector pueda pensar que esta doctrina expuesta, que animó espiritualmente a Abelardo, peque por una parte de “espiritualista” —al invitar al hombre a dejarlo todo en manos de Dios— y por otra, de pesimista —al no conceder recurso alguno a la acción humana, en forma de esfuerzo y lucha por la virtud—. Nada más lejano de la realidad. Abelardo fue un gran educador, formado en la fragua ignaciana del P. Morales, con una inmensa dosis de confianza en los jóvenes. Esta será la materia del próximo artículo.
Notas
Nota 1.
ABELARDO DE ARMAS, Santidad educadora, p. 96-97.
Nota 2.
JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, 9.
Nota 2.
ABELARDO DE ARMAS, Santidad educadora, p. 123-124.
Nota 4.
S. JUAN DE ÁVILA, Cruz y resurrección, p. 67.
Nota 5.
5 ABELARDO DE ARMAS, Convivencias Villagarcía. Meditación 5 agosto 1979 (alocución inédita).
Nota 6.
Id. Meditación 14 agosto 1979 (alocución inédita).
Nota 7.
Id. Meditación 17 setiembre 1979 (alocución inédita).
Nota 8.
ABELARDO DE ARMAS, Santidad educadora, p. 96-97.
Nota 9.
ABELARDO DE ARMAS, Agua viva, p. 210.
Nota 10.
ABELARDO DE ARMAS, Retiro espiritual, mayo 1985 (inédito).
Nota 11.
S. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, nº. 53.
Nota 12.
ABELARDO DE ARMAS, Convivencias Villagarcía. Meditación 14 agosto 1979 (alocución inédita).