Por Conrado Giménez Agrela
Tuve la suerte de pasar con Abelardo los últimos días de su estancia entre nosotros. De naturaleza fuerte, forjada en la roca de Gredos, aguantó sin ayuda de respiradores hasta 20 días o más. Yo lo acompañé varias veces, y el último día como si intuyera algo, lo abracé, le besé en la frente, le dije que le quería y que me cuidara desde el cielo. Recé muchos rosarios con él, sabiendo que desde los oídos del alma me escucharía. Y así fue, por la noche, cuando llegué a casa, sentí como un abrazo cálido de Abelardo y un beso que me decía: gracias Conrado; minutos después, recibí un mensaje que me indicaba que Abelardo acababa de abrazar a Dios Padre.
Gracias, Abelardo, porque fuiste para mí un guía, un padre espiritual, un consejero y un ejemplo de vida. Me sacaste con 14 años de mi vulgaridad, mi pecado, mi mediocridad y, con la ayuda de la mística campamental, aprendí a forjar un carácter como le gustaba decir al padre Morales. Era un niño apartado de Dios, vulgar y rendido al «me apetece». En los ejercicios espirituales aprendí a valorar el silencio y la oración de rodillas durante horas. A creer y a hablar con Dios. En los campamentos a vencerme a mí mismo, a vencer mis pasiones y mis debilidades de un niño de 14 años, y a ser valiente. De hecho, llamaron de mi colegio a la Milicia para decirles que o dejaba de invitar y de rezar a mis compañeros o me expulsaban. Incluso me invitaron a pertenecer a la Joven Guardia Roja. Todo ello dibujó un carácter de liderazgo como le gustaba decir al padre Morales, inculcar valores indestructibles y luego inculcar la fe.
Luego me olvidé de todo en la Universidad, especialmente con mis primeros amores. Después de los fracasos, volví a meterme en los campamentos de la Milicia con niños 10 años más pequeños que yo; empezar de CERO, pero necesitaba sentir de nuevo la fuente de agua viva, volver a la mística campamental, el tesoro que Dios Padre reveló al mejor forjador de hombres después de san Ignacio, el padre Morales, y que su más fiel discípulo, Abelardo, continuó fielmente.
Siempre recuerdo a Abelardo con su gorra en Gredos, explicándonos cómo subir la cima, el valor del esfuerzo, y cómo bañarse en el agua fría de los neveros implorando a María, sin miedo; yo le seguía. Cada sábado nos veíamos después de la misa de San José a las 8 am, y hablábamos de todo. También me puso en el corazón la semilla del sacerdocio y de la vida consagrada. Creo que por eso nunca me casé a pesar de que tuve proposiciones de varias novias.
«Subir la cima bajando» en eso era un maestro Abelardo; por eso le digo: toma mi mano y llévame a la cima más alta, que quiero subir bajando como tú lo hiciste.
Gracias, Abe, mi guía, por ayudarme a nacer de nuevo. Pido a Dios y a ti que sea un fiel y digno instrumento de amor en sus manos, como la roca de Gredos y la nieve de sus neveros. «Subir bajando».