Por José Javier Lasunción
Dos personalidades de generaciones distintas, Abelardo y P. Llorente, que se armonizan en una amistad intensa y cordial a partir de una pasión compartida: Jesucristo, conocido, vivido y comunicado.
El jesuita Segundo Llorente, nacido en la provincia de León en 1906, se trasladó a la periferia geográfica del mundo del primer tercio del siglo XX, en la vanguardia de la misión católica, Alaska. La fama de sus escritos, directos y llenos de la frescura de lo autobiográfico, le convirtieron en el «misionero de Alaska», cuya fama, sin duda, suscitó tantas vocaciones misioneras en los adolescentes españoles de los años 50 y 60. El cariño que le profesaban los esquimales le valió el nombramiento de diputado por el Congreso del nuevo estado de Alaska, declarado como el Estado 49 de la Unión en 1959.
¿Cómo pudo nacer la amistad entre dos personas tan alejadas geográficamente y vitalmente, el uno célebre misionero, y el otro, Abelardo, un desconocido empleado de banca de Madrid?
Fue en el año 1963, a raíz de la invitación que el P. Morales hizo al misionero jesuita de dirigir los ejercicios espirituales a los cruzados. Brotó entre ellos la amistad «a primera vista». Abelardo da cuenta de esta sintonía vital al rememorar el impacto que tuvo en su vida el testimonio del P. Llorente. Habían pasado unos días de ejercicios y Abelardo se decidió a hablar con el director:
Padre, estoy «trastornado» desde el día en que nos reveló su disposición a obedecer la voluntad de Dios en todo momento, incluso en los momentos heroicos, como Ud. nos ha contado cuando su lancha a motor se paró antes de llegar al Yukón, dejándolo solo en la inmensidad desnuda del Ártico, y su reacción fue un grito al Padre de aceptación filial y adoración: «¡No importa, no importa nada… Lo único que importa es que tú sigas siendo tú!».
Abelardo había captado que su vida estaba llamada a esa cumbre de abandono y docilidad al Padre…; había sido una gracia tumbativa. Pero, para su sorpresa, aún quedaba lo mejor, pues el P. Llorente le abrió su intimidad más honda al decirle:
«Para mí lo más importante en ese momento era ponerle buena cara a Dios, para que él no se entristeciera por mi pesar».
Abelardo dejó el despacho y ahora sí que estaba «hecho polvo»: Más allá de la obediencia está la confianza; más que el servicio, Dios quiere la delicadeza de un corazón amante.
Dejarse hacer por Dios, confiar y amar con ternura a Jesús y a la Virgen serán pulsaciones constantes del alma de Abelardo y características de su magisterio. Sin duda, la raíz de la profunda relación de estos dos hombres estaba en la identidad de sus deseos; su relación personal se fraguó a partir de la comunicación de vivencias espirituales en que Jesús era todo y la salvación de los hombres, el norte de la vida.
Una relación mantenida por correspondencia epistolar a través de las felicitaciones navideñas entre 1966 y 1987, en que ambos se mostraban mutua admiración y añoranza. Abelardo quiso que el P. Llorente fuera cruzado honorario y él consideró este título a mucha honra.
El P. Llorente falleció en 1989. Su espíritu se había fundido mucho antes con el de Abelardo, constituyendo una faceta del magisterio y la vivencia que Abelardo trasmitía a los jóvenes.