Abelardo, un bilingüismo no reconocido académicamente

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Abelardo de Armas
Abelardo de Armas

El 22 de noviembre hemos conmemorado el tercer aniversario del fallecimiento de Abelardo de Armas, un hombre que no tuvo la oportunidad de estudiar de forma reglada. Su situación económica en la posguerra civil española le llevó a comenzar a trabajar con trece años. Mucho más tarde, con los treinta ya cumplidos, sacó el bachillerato elemental de aquella manera, matriculado como libre, forma que permitía a los alumnos no ir nunca a clase y examinarse en junio de forma oral con cada profesor. Se presentó a francés con cuatro nociones básicas que le había dado un amigo, y milagrosamente aprobó; pero no sabía francés, y él lo sabía.

Ni falta que le hacía, porque Dios le había dotado con otros dones que despertaron en él otra capacidad natural para los idiomas. Habló dos como nadie, el lenguaje de Dios (con quien dialogaba cada día en la oración de tú a tú) y el lenguaje de los jóvenes, difícil cuando ya no se es joven (por más que los que envejecen se empeñen en decir que una persona es joven siempre, joven de espíritu y todo eso). Para llegar al fondo de los jóvenes (y él estuvo a su servicio hasta que una enfermedad degenerativa le apartó del contacto con ellos a los 66 años) hay que conocer su lenguaje.

Ponerse siempre en lugar inferior; mirarlos de abajo arriba, no con superioridad; saber escuchar; estar siempre disponible para entrar con la suya y dialogar desde sus presupuestos… Cuando en noviembre de 1968 fue a dar una misión a Teruel y ya había visitado todos los centros y parroquias, el último día le dijeron que le quedaba por hablar en un lugar donde había jóvenes muy difíciles. «¡Pero si ya he hablado en todos los sitios!», comentó él. «No, te queda la cárcel de menores». Cuando llegó allí, comenzó de una forma infalible: «Muchos de vosotros os preguntaréis qué os va a decir este señor, pensaréis que vengo a daros lecciones de vida, pero yo no soy mejor que vosotros. Si en lugar de en este penal estuviera en El Dueso, ahí enfrente estaría mi hermano, encerrado por estafa». Ya estaban ganados; y ellos, dispuestos a escuchar.

En cierta ocasión estaba en el circo de Gredos con un campamento de 130 jóvenes. Durante la misa un grupo de 25 chavales de una parroquia de Madrid comenzó a decir barbaridades en voz muy alta. Y sí reacciona: «En el silencio se oyen alusiones contra nosotros. Unas carentes de gusto, irrespetuosas para el ambiente religioso del momento las más. Siento que me hierve la sangre. Se me ocurre que cuando concluya el silencio voy a aclarar las cosas… De pronto, algo me cambia por dentro, y digo: “¡Oh, Jesús! ¿Cómo se me pueden ocurrir estos pensamientos contigo dentro? Ese soy yo. Pues bien, ahora vas a ser Tú el que actúe”».

Acabada la acción de gracias, me acerco sonriendo hacia el grupo de muchachos y muchachas, y ellos vienen a su vez hacia mí. «Vengo dispuesto a que me hagáis una rueda de prensa —les digo—, porque estoy seguro de que estáis todos intrigadísimos con estos muchachos, ¿a que sí?». Se inicia un montón de preguntas: ¿De dónde somos? ¿Por qué tenemos el campamento así organizado? ¿Por qué ese rato de silencio tras la misa?

Voy contestando a todo y me doy cuenta de que son muy jóvenes, sus caras son sanas, sus miradas limpias y francas. «Queremos —añado— que estos muchachos se encuentren a sí mismos, y a Dios, pero sin lo que se dice hoy “comer el coco”. Siento mucho cariño, porque me dan la sensación de andar como ovejas sin pastor y necesitados de guías de juventud». Después de una larga conversación, él mismo concluye: «Nos cuesta despegarnos. Recuerdo mi primera reacción violenta hacia ellos, y el triunfo de Él en mí. “Es Jesús”, sigo pensando. Es Jesús que se prolonga en mi vida de laico consagrado para llegar mejor a los hombres alejados de la Iglesia. Es Jesús que vive en mí su “nueva civilización del amor”, como dice Juan Pablo II. Y en mi corazón anida el gozo intraducible que acarrea esta forma de vivir».

Abelardo es un ejemplo en los dos casos que hemos puesto. Si hubiera tenido que presentar un certificado de estos idiomas, lo más seguro es que habría sacado un C-2 en los dos sin ningún problema. Y aquí surge lo que nos enseña. Cuando dialogamos con Dios, ¿qué idioma hablamos? ¿El único que sabemos, que suele estar lleno de miserias, rencores, celotipias, ajustes de cuentas, etc., o el del amor, que es el que le gusta hablar a Dios? Y cuando hablamos con los jóvenes, ¿cómo les hablamos? Desde nuestra perspectiva de mayores, sabios, cultos, experimentados en la vida, con un grado de superioridad total (¡cómo están hoy los jóvenes!), o desde el suyo? En los exámenes para poder certificar un nivel en un idioma (desde el A-1 hasta el C-2) se miden tres competencias: escuchar, escribir y hablar. Pero es posible que al escuchar, tanto a Dios como a los jóvenes, no entendamos nada, y nos encontremos entonces como cuando vas a un país en el que no conocen tu idioma ni tú el suyo. Tú preguntas y nadie te responde. Y si al escuchar no entiendes bien, ya me dirás qué va a ocurrir cuando hables.

Y porque sabía estos dos idiomas, pudo cumplir con otra función, la de intérprete, una profesión hoy al alza y muy bien remunerada. Solo quien tiene una gran competencia en dos lenguas es capaz de hacer de intérprete en un congreso, en una convención, en una reunión de políticos, etc. Al dar ejercicios, ponía en contacto dos mundos con dos lenguajes muy distintos. Les interpretaba a un Dios que les espera cada día, y hacía ver a los jóvenes que sus miserias pueden ser consumidas en el amor de Dios. Abelardo enseñó a hablar con Dios en la oración y le habló a Dios de esos jóvenes que le buscan, aunque a veces no sea de la mejor forma.

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