Por José Javier Lasunción
Ha sido mérito del papa Francisco poner de moda en la Iglesia y en la opinión pública la relevancia y actualidad del diálogo entre generaciones. Desde el primer momento de su pontificado ha resaltado que es inhumano el descarte de los ancianos y ha animado a los jóvenes a ser protagonistas activos de su propia vida y la sociedad actual. Ha denunciado los ancianos abandonados y los jóvenes sin futuro. Ha lanzado expresiones tan significativas como «los sueños» de los ancianos o «la profecía» de los jóvenes, para resaltar que ambos se necesitan mutuamente.
Sobre este tema su magisterio es enorme. Vamos a destacar algunos puntos recientes[1].
Primero, su llamamiento a respetar a los ancianos integralmente. Se trata por supuesto de cuidarlos con amor y hasta el fin natural de sus vidas; pero se trata, más aún, de valorarlos y escucharlos, de tenerlos en cuenta como miembros activos de las familias en el presente. El papa considera que una sociedad que no cuida a sus ancianos ni los «pone en valor» es una sociedad inhumana.
El papa quiere que aprendamos a valorar la ancianidad como vocación, como un nuevo momento vital para responder a la llamada de Dios. Y como toda vocación se define por las relaciones que establece con Dios y con los demás. Porque los abuelos, y los mayores en general, están llamados a vivir su relación con el Señor a través de sus relaciones con sus hijos, sus nietos, los niños y los jóvenes en una doble dirección: por una parte, les ofrecen su experiencia de vida, su paciencia y su sabiduría y, por otra, reciben de ellos (cuidados, afecto…) en su condición de fragilidad y necesidad.
El papa avisa a los jóvenes y adultos que no son «islas» autosuficientes, sino el fruto de «una historia que hay que custodiar» ya que «gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, una fe doméstica».
Y el papa saca de aquí importantes conclusiones: En primer lugar, hay que dejarse inspirar y aconsejar por los abuelos y asumir los retos del tiempo presente preguntándonos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido, cómo responderían nuestros abuelos. Y por ello, el papa lanza a los jóvenes una pregunta múltiple: «Ante la historia de la salvación a la que yo pertenezco y frente a quienes me han precedido y amado, ¿qué hago? Si tengo un papel único e insustituible en la historia, ¿qué huella estoy dejando en mi camino; qué estoy haciendo, qué estoy dejando a los que me siguen; qué estoy dando de mí?, ¿qué estoy haciendo por mi Iglesia, por mi ciudad, por mi sociedad?». La deducción es clara: no es suficiente con ser críticos del sistema (sociedad, Iglesia), hay que ser el relevo de los que lucharon por darnos un futuro mejor, para convertirnos en «artesanos de una historia nueva».
En segundo lugar, el papa sale al paso de un doble peligro que acecha en esta tarea que deben afrontar las nuevas generaciones: un globalismo ideológico sin raíces, o un falso tradicionalismo involutivo.
El primero uniformiza y aliena, incomunica a las generaciones y aísla a los individuos, los masifica y modela según planteamientos e ideologías de poder político, económico y cultural. No cree de verdad en la dignidad de la persona, sino en su utilidad al servicio de intereses materiales.
El tradicionalismo, por su parte, es una caricatura de la verdadera tradición, que siempre implica evolución y progreso. Se trata de crecer, en respuesta a las nuevas posibilidades y exigencias, pero desde las raíces. El papa lo explica maravillosamente: «La verdadera tradición se expresa en esta dimensión vertical: de abajo para arriba. Tengamos cuidado de no caer en la caricatura de la tradición, que no se mueve en una línea vertical —de las raíces al fruto— sino en una línea horizontal —adelante-atrás— que nos lleva a la cultura del “retroceso” como refugio egoísta; y que no hace más que encasillar el presente y preservarlo en la lógica del “siempre se hizo así”».
Por último, el papa considera que la ancianidad es un tiempo de gracia y de misión. Con gran fuerza expresiva, presenta al anciano como poeta de la oración, es decir como el cristiano que dedica tiempo para orar y especialmente para dar gracias, y en su oración asimila con palabras propias las que enseña la Palabra y, de este modo, enriquece y transfigura su experiencia vital con la luz de Dios. Así la oración de los ancianos es un gran don para la Iglesia y su sabiduría, renovada por la oración, es una riqueza para la sociedad.
[1] Todas las citas proceden de la homilía del papa Francisco en Edmonton —Canadá— en la fiesta de los santos Joaquín y Ana, abuelos de Jesús, 26 de julio de 2022.