Por Aquilino Vicente Vicente
Parece que fue ayer y ha pasado ya medio siglo, cuando en la sala de charlas de la casa de ejercicios del santuario de Ntra. Sra. de la Montaña de Cáceres, resonaban las palabras de un hombre joven, que nos decía: «Lo primero que hay que hacer es dejarlo todo, para encontrarse con el todo». «Los ejercicios son una escuela para la vida». «En los ejercicios no se encuentra a Dios, si no hay silencio, oración, penitencia». «Tú no vienes a escuchar, tú vienes a hacer». «Los ejercicios de san Ignacio son para hombres muy hombres, valientes y muy valientes». «[…] es que me ha dicho mi madre que aquí reparten a Dios y yo lo vengo a tomar».
Estas frases, al atardecer, caían sobre el silencio de más de treinta jóvenes como un mensaje novedoso, directo, exigente e inquietante. Palabras pronunciadas por un seglar, nunca habíamos oído a nadie, que no fuera cura, hablarnos así. Y aquel hombre joven tenía algo especial, algo que nos encandilaba, que iba consiguiendo en nosotros que «conectáramos» con Dios. Aquellos ejercicios iban marcándonos unas metas: enseñarnos a vencernos a nosotros mismos y ordenar nuestra vida de aquí en adelante, según el espíritu de san Ignacio. Todo un programa de vida y en cuatro días de silencio, pero de profunda interiorización y comunicación con el Señor, guiados por la Madre, que nos iba a hacer ver, entender, conocer y vivir el «Principio y fundamento» de los ejercicios: «El hombre es creado para alabar y bendecir a Dios».
Han pasado cincuenta años y muchos de aquellos jóvenes, pese a nuestras miserias, seguimos alabando y bendiciendo a Dios.
La personalidad de Abelardo de Armas hizo que, en cuatro días, me encontrara con Cristo y me dispusiera a seguirlo hasta las últimas consecuencias; a partir de aquellos ejercicios, ya nada fue igual. Me planteé seriamente mi vocación y con claridad vi que el Señor me llevaba por el camino del matrimonio. Como Abelardo pedía una entrega total, en un principio sentía cierto temor a comunicárselo a él, y más en el ambiente de entregas entusiasmadas que había en la residencia de estudiantes de Cáceres. Cuando lo hice, todos mis temores se esfumaron y tanto él como los cruzados que me guiaban, me indicaron que tenía que esperar el momento en el que el Señor pusiera en mi camino a la mujer con la que compartiría mi vida. Y ese momento llegó.
En una carta, con fecha de 17 de octubre de 1994 me decía: Dales también nuestra gratitud a los tuyos, que tan unidos viven a tus sentimientos. Toda tu familia prolonga lo recibido de ti. Y es una gran satisfacción para nosotros, el ver en vuestros hijos la prolongación del espíritu que en la Milicia recibisteis los padres.
Abelardo en muchos momentos compartió con nosotros acontecimientos y celebraciones. Antes de sumirse en el profundo silencio de su entrega total, vino a despedirse de mi familia a nuestra casa y a recordar vivencias compartidas. Uno de mis hijos, José Miguel, también hizo con él ejercicios.
Por todo esto y por mucho más, gracias, Señor por haber puesto en mi camino a Abelardo de Armas, al que siempre he tenido muy presente en mi vida y en mis oraciones.