Por E. Manchado Vicente
La dignidad de un enfermo, totalmente dependiente, cuando es atendido en casa, dignifica aún más (si es posible expresarlo así), a los familiares que le atienden.
Este es el caso que ha ocurrido en mi familia con la atención a nuestra madre. Ella ha padecido alzhéimer durante más de diez años. Y falleció el pasado 27 de noviembre. Cuando escribo estas líneas, 28 de diciembre, cumpliría 88 años. ¡Muchas felicidades, mamá! Va por ti, mi madre preciosa, y para el Señor.
Esta enfermedad, en las primeras manifestaciones, desconcierta a quien no la conoce, pues no te esperas en un ser querido reacciones tan contrarias a la lógica habitual. Así, la familia va adentrándose en un camino, normalmente largo, de acompañar un proceso de deterioro progresivo de las facultades.
Puedo decir que, junto a esa situación del paciente, la familia inicia un camino interior de transformación, pues son muchas las preguntas, las dudas e incertidumbres que antes no se habían planteado. ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Para qué puede servir dedicar tanto esfuerzo, tiempo e ilusión, cuando no sabemos con certeza que la persona enferma quisiera estar así? ¿Es posible que el sufrimiento de los inocentes repercuta de manera positiva para ellos mismos y para los que les rodean?
Las respuestas que se den a estas y otras preguntas ayudarán a recorrer con más o menos sentido, fuerza, incluso ilusión, las diferentes etapas que se viven en un enfermo de alzhéimer. Podemos decir que entonces se da la primera paradoja. Y es que, cuidando y acompañando al ser querido, entramos en un proceso de interiorización. En mi caso, esa ha sido la experiencia. Es decir, algo externo, la enfermedad de mi madre, ha sido el medio para que yo iniciara una búsqueda de su sentido y, como creyente, una luz y fuerza para aceptarla y quererla.
Parece como si esa situación produjese un efecto espejo. Pues, en el largo camino de esta enfermedad, hay momentos de desánimo, incertidumbres, pérdida de fuerzas y grandes dosis de soledad, además de experimentar el progresivo deterioro físico del enfermo. Decía que, cada una de esas experiencias, a manera de encrucijadas, nos invitan a tomar una dirección interior. Cada etapa del paciente es otra ocasión que vuelve a cuestionar y a reflejar en qué punto se encuentra el cuidador principal o los cuidadores puntuales que apoyan.
Es obvio decir que, ante esos hechos, el proceso interior de cada uno de los miembros de la familia es algo único, que no se fuerza y que va adquiriendo acentos propios según las experiencias vividas a lo largo de la vida y del momento actual en que te encuentres. En el caso de mi familia hemos experimentado el fortalecimiento de los lazos familiares y el apoyo de unos hacia otros animándonos, consolándonos y aportando cada uno lo que mejor sabía hacer.
La segunda paradoja sería lo ya apuntado. Y es experimentar que, junto al deterioro externo y progresivo, de alguien a quien amas, vaya surgiendo en el propio corazón la fortaleza, la paciencia y la capacidad de sacrificio; también la ternura, la comprensión y la solidaridad entre hermanos. ¡Cómo no recordar ahora tantas iniciativas para que estuviese cómoda, para entretenerla y para aliviarle sufrimientos! Y el buscar trucos para que pudiese deglutir la cantidad que necesitaba en cada etapa y al ritmo adecuado.
Tantas experiencias individuales —y como familia— junto al enfermo querido, facilitan algo que se va intuyendo en todo el proceso: la búsqueda de apoyo espiritual. Esta sería la tercera paradoja que puede ocurrir en el contacto con el dolor. En nuestro caso ha sido el testimonio de fe de nuestra madre lo que nos ha llevado a querer, en unos primeros momentos, animarla y arroparla desde lo que ella vivía.
Pero luego nos hemos dado cuenta de que esos gestos de fe (un avemaría, una canción, el rosario, la misa por radio o televisión), han sido, también para los que la acompañábamos, algo a redescubrir. Y, poco a poco, hemos experimentado cómo la fe ha ido cobrando más luz, más fuerza y siendo de verdad fuente de vida. Esta paradoja de que, mientras en el ser querido se produce una pérdida progresiva de salud, en los que la acompañamos aumenta la vida de la fe. Y esta va iluminando zonas muy escondidas del corazón.
No tener miedo a la vida que se nos va escapando paulatinamente. Ésta, para mí, es una de las últimas lecciones aprendidas junto a mi madre. Mirar al momento final cara a cara. Y no con desprecio o arrogancia —sería temeridad inaudita—. Me refiero a esa serenidad que nace de aceptar un proceso normal de vida biológica (mi madre había aceptado el hecho de su enfermedad antes de perder la razón, de ahí la paz, serenidad y amor que transmitía siempre). Y, a la convicción que surge desde la fe: el momento de morir es como una puerta que es necesario franquear para entrar en la vida que no acaba.
No estoy, no estamos solos cuando se trata de despedir el cuerpo del ser querido. Digo cuerpo porque, como creyente, sé que su espíritu vive. Esta es la cuarta paradoja que he podido experimentar al despedir a nuestra madre: cuando pierdes, ganas. Y, este ganar, ha sido el grandísimo apoyo de tantos amigos, familiares, conocidos, compañeros de trabajo, etc. Aquella cruz de la pérdida, que pareciera insuperable, ha sido para mí ligera, suave, incluso amable. He sido consolado, ¡por tantos que no dejaban que me cayese por su peso!
Si la enfermedad, el sufrimiento y la muerte son realidades que nos acompañan, vivirlo en primera persona, ha supuesto algo que muchas veces no sabes expresar. ¿Qué queda en el corazón? Un ¡gracias!, inmenso e inabarcable, al Dios de la vida.