Dos modos de acercamiento a la vida: razón y fe

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Por M. Pilar Avellaneda Ruiz

M. Pilar Avellaneda Ruiz, monja cisterciense del Monasterio de Santa Mª la Real de las Huelgas (Burgos). Natural de Melilla. Psicóloga y biblista. Asesora monástica del programa Sapientia Amoris y escritora, nos expone su experiencia de razón y fe.


Un corazón orante no vive de teorías y retórica, sino que pisa la realidad que vivimos, y sabe libar la miel en lo cotidiano de la vida, para darla a gustar a los demás.

Por eso os invito —desde mi experiencia— a compartir esta reflexión sobre razón y fe, que son para mí dos modos complementarios de acercarse a la vida y a las criaturas, para tener un conocimiento integral del gran misterio que somos y que es la vida.

1.- Experiencia personal de la complementariedad de razón y fe

Durante seis años ejercí mi profesión como psicóloga en un hospital de Cruz Roja, concretamente en el CAD (Centro de Atención a Drogodependientes). Y descubrí que con la ciencia llegaba a estos enfermos, y a sus familias, para iniciar un camino de sanación y reinserción a la vida. Pero siempre me asombraba que la psicoterapia era un instrumento limitado, aunque eficaz. Y el límite era no poder llegar a la herida más profunda del ser: el sentido de la vida, que descubrí está en todos los corazones.

Con la razón y la ciencia llegaba a sanar las muchas heridas que estos enfermos tienen, y aliviar las heridas de la familia y sus sufrimientos. Pero llenar de significado su existir, darles el sentido del camino de la vida, llenar los anhelos de sus corazones, saciar la sed de felicidad y dar firmeza a sus pasos en lo cotidiano de sus vidas, eso solo lo puede dar Dios, al que llegamos a través de la fe, es decir, por medio de una vida de relación con Dios, en diálogo con él, preguntándole el porqué de la existencia, y abriéndonos a su respuesta. El encuentro personal de cada uno con Dios, para encontrar la fuerza que hace vivir, yo no lo podía dar con la ciencia, por muy buena que fuera.

Yo curaba las heridas más superficiales de los drogodependientes, hacíamos tratamientos de desintoxicación y deshabituación a la droga, terapias largas, bien estructuradas y programadas, que eran un primer paso para salir de la destrucción vital en la que se encuentran estas personas, pero solo el bálsamo de Jesús y su palabra podía sanar las heridas de sus corazones.

Después, con el desarrollo de mi vida monástica, aprendí a acercarme a ellos, no ya con la razón, sino con la oración y la intercesión, en la presencia de Dios, para hablarle de ellos y ponerlos en sus manos sanadoras. También indicándoles que el encuentro con Dios en sus parroquias, en los grupos o movimientos, restauraría en mayor profundidad sus vidas. Así aprendí que razón y fe son dos modos de acercamiento a la vida, a las vicisitudes humanas de nuestro existir, y a la verdad de la existencia de todas las personas.

2.- Experiencia de la pandemia: cerca de Dios y del dolor humano

Este aprendizaje se me ha grabado aún más en este tiempo de pandemia que todos estamos sufriendo. Desde el monasterio no podíamos acercarnos a los enfermos físicamente, pero nunca me he sentido más cerca de toda la humanidad. No solo por haber pasado también el contagio del Covid-19, sino porque se multiplicaron las llamadas desde muchos hospitales pidiendo oraciones, necesitados de ser consolados, escuchados, fortalecidos con una palabra de aliento y de sentido, en el gran sinsentido de todo lo que se nos venía encima.

No hemos dejado de escuchar el grito de toda la humanidad: ¿Dónde está Dios? El clamor de una humanidad atemorizada, desconcertada, despojada de su disfraz de prepotencia y sin poder controlar la situación mundial.

Nuestro mundo, que parecía de hierro, que con la ciencia y la técnica todo lo podía, se ha desmoronado, y ha quedado al descubierto su enorme fragilidad, y la gran necesidad que tenemos unos de otros. Es en estos momentos cuando nuestra fe, la vivencia del recogimiento orante y el silencio monástico —lejos de ser huida de la lucha de la vida por miedo—, se reveló en su verdad: un espacio de profunda escucha, y rumia de la palabra de Dios y del clamor de los hombres.

Hemos podido desplegar una mirada de fe sobre los acontecimientos, y hemos captado la «presencia de Dios» junto a nosotras y junto a cada hombre que sufre. Dios está donde se le deja entrar y no abandona al hombre a su suerte. Una verdad ha quedado patente: «Nadie se basta a sí mismo». Incluso la oración de los monasterios ha sido solicitada con más urgencia que nunca por personas no creyentes.

Quien tiene ojos para ver, ha descubierto con más claridad en esta pandemia, que nuestro mundo tiene un alma con una gran sed de verdad y de justicia, que la razón y la ciencia no sacia. Que cuando todos los apoyos humanos caen, el hombre comienza a apoyar la vida en Dios, a preguntarse por el sentido de la vida y de la muerte, a buscar una respuesta a todos los interrogantes que en la salud y el bienestar no se planteaba.

Hemos compartido la cruz de la humanidad, y el desconcierto nos ha conmovido, hasta el punto de llevar hasta Dios, por el canal de la oración, estos sufrimientos que compartíamos —no solo por los medios de comunicación y en cadenas de oración—, sino en nuestra propia carne por el contagio de la comunidad. Sobre todo pedíamos paciencia y serenidad para todos. Nuestro corazón orante no ha dejado de latir y de animar a trabajar con empeño por buscar soluciones sin derrotismos.

La oración en este tiempo ha sido más intensa que nunca, y el amor a la humanidad doliente más vivo, porque nuestros ojos veían en la comunidad lo que el virus estaba haciendo en toda la tierra. Como si alguien hubiera querido acercar a nuestros ojos lo que estaba ocurriendo en todos los rincones de la tierra. Y lo hemos vivido no como espectadores lejanos, sino como protagonistas de la historia. Nuestra cercanía al dolor humano se ha hecho más visible.

Nada de lo humano nos es ajeno. Hemos podido dar luz a la oscuridad de la historia en la que todos estamos metidos y consolar con el consuelo que de Dios hemos recibido. Sí, la razón y la ciencia están al servicio del hombre, pero la luz de la fe tiene la fuerza de ir más allá de nuestras miopías, y esquemas humanos, para abrirnos a la fuerza y el poder de Dios, que da firmeza al camino de la vida.

M. Pilar
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