Por Juan Sanz
Conozco muchas personas, empezando por mí, que se hicieron maestros-profesores por vocación, porque les gustaba educar, porque querían aportar porvenir a su patria haciendo ciudadanos libres y responsables que supiesen orientar sus actos, habitual y naturalmente, a las acciones más nobles.
En aquel tiempo nuestro objetivo era crear hombres movidos por el resorte de nobles ideales, hombres que, desde su inquietud interior, modelaran el mundo exterior y no como está ocurriendo hoy, que el mundo exterior superficial y volátil, se va enseñoreando de nuestro hombre interior.
Todo iba bien hasta que, a partir de 1975, se empezó a politizar la enseñanza. Ya no importaba educar, sino transformar la educación en una cantera de votos. Y vimos —y sufrimos— cómo se hacían planes de estudio que competían por rebajar la calidad de enseñanza. Planes de enseñanzas hubo que no se terminaron de implantar cuando ya se imponía otro.
El fruto de la educación es fomentar la capacidad de amar, la generosidad, pero se empezaron a hacer planes de estudio en los que al alumno se le motivaba, principalmente, por el fomento de su ego. Y comprobamos que un niño, centrado totalmente en sí mismo y prisionero de sus apetitos, solo sabe pedir, exigir, reclamar; todo lo contrario de lo que pretende la educación.
Y así hemos ido «construyendo» generaciones de jóvenes muy pasivas y muy agitadas. Jóvenes nerviosos, superficiales, inestables, distraídos, inconstantes, aturdidos, pasivos, con la única energía que los lleva a pasar de un entretenimiento fácil (la palabra trabajo como que les asusta) a una distracción pasiva.
Nuestros políticos (salvo honrosas excepciones, claro) no buscan la excelencia, sino los niveles mínimos de referencia. No se preocupan de los mejores; se ocupan —casi en exclusiva— de los que no pueden o no quieren. Y, obviamente, cuando a lo máximo que se aspira es a lo mínimo, a los alumnos les infecta el virus de la mediocridad: Yo, con un cinco tengo bastante; no aspiro a más.
Pretender ahora conseguir objetivos académicos que fueron alcanzados con anterioridad, es ciencia ficción. Y, claro, así cunde el desencanto en los educadores que no pueden conseguir cosas realizables que ellos, en su momento, consiguieron.
Así surge la gangrena profesional, y aquellos hombres vocacionales empiezan a sentir un impulso de supervivencia y… en cuanto pueda me jubilo.
¿Por qué? Porque el leitmotiv de su vida se fue degradando, y pasaron de ser educadores —formar hombres eficaces para mejorar la sociedad— a ser enseñantes —la escuela debe instruir, no educar— y, por último, «niñeras» —no importa que el alumno aprenda o no aprenda, lo que importa es que se lo pase bien—.
Hay que sumar a todo esto lo enfermo que está el tiempo en que vivimos: sin fe, sin ideales, con leyes politizadas, con paradigmas tan brillantes como volátiles, sin escrúpulos (el fin justifica los medios), etc.
Preocupante, muy preocupante el porvenir de un país que pone su futuro (niñez-juventud) no en manos de educadores —exigencia-formación—, sino en manos de «niñeros» —consentimientos-mimos—. Pero no todo es negro, gracias a Dios. En medio de este desorden educativo, van surgiendo personas, grupos, instituciones que practican los valores educativos perennes actualizándolos a las condiciones de nuestro tiempo. Existen y, aunque minorías, son la esperanza de un futuro mejor, un futuro forjado con profesores-maestros.