Contado por Ángel Gómez
Juan, un niño de diez años, oye a su abuelo mientras le cuenta la historia que le ocurrió cuando era joven.
—En el bosque y encontré en el suelo un aguilucho herido —comenzó contando el abuelo—. No lo podía llevar a casa y se lo dejé a un granjero para que lo curara, lo cuidara y después lo soltara. El granjero lo curó y lo introdujo en un corral, donde pronto aprendió a comer y a vivir como lo hacían las gallinas y los pollos…
Juan miraba a su abuelo boquiabierto, imaginando el aguilucho herido: ¿le habría disparado un cazador? ¿Dónde estaría su mamá águila?
—Pasado un tiempo volví para ver cómo iba el aguilucho. Comprobé que seguía en el corral y, disgustado, pregunté al granjero: “Pero ¿por qué ese águila, la reina de las aves, sigue encerrada en este corral?”. El granjero me contestó: “Es que ya no es un águila: come la misma comida que los pollos, se ha acostumbrado a vivir entre los pollos, y se comporta como un pollo. Ya lo ves: ni quiere volar. Puede que antes fuera un águila, pero ahora ya no”.
—Pero eso no puede ser, abuelo, ¿no? —dijo Juan—. ¡Si es un águila, es un águila y no un pollo!
—Eso le contesté yo —respondió el abuelo—: “A pesar de todo tiene corazón de águila, y puede aprender a volar. ¡Démosle esa oportunidad!” El granjero objetó: “No entiendo lo que plantea: si hubiera querido volar, lo habría hecho y se habría marchado; nadie se lo ha impedido”.
—Yo le insistí: “¿Y si probamos? Ese ave pertenece al cielo, no a la tierra. Si abre sus alas, ¡puede volar! ¡No me iré hasta que aprenda a hacerlo!” Al final el granjero accedió, me dio el aguilucho y me dispuse a empezar.
El primer día llevé a la rapaz a una loma cercana. Le enseñé, gesticulando con mis brazos, cómo tenía que abrir las alas. El aguilucho estaba receloso y confuso, y al poco tiempo se fue dando saltitos de gallina hasta el corral.
Al día siguiente le llevé a una colina más alta. La granja se veía desde allí como un puntito. El aguilucho tenía miedo. Nunca había contemplado nada desde semejante altura. Yo le incité: “¡Abre las alas y vuela! ¡Vale la pena! Podrás recorrer enormes distancias, jugar con el viento y conocer otras águilas…” Pero el aguilucho, temblando, se fue otra vez a reunirse con los pollos.
El abuelo captó la mirada de su nieto, y descubrió que también él tenía corazón de águila.
—Al tercer día, temprano, llevé al aguilucho a una loma mucho más alta. Desde allí ni se veía la granja. Sobre nuestras cabezas volaban majestuosamente otras águilas; amanecía. Entonces dirigí su cabeza hasta que su mirada se encontró con las águilas, y en esa visión, unida a un chillido de invitación que provenía de la altura… ¡se lanzó a volar!
—¡Qué guay, abuelo! —concluyó Juan— ¡Tenemos que ir a la montaña para buscar un aguilucho y enseñarle a volar!
—Y para que te enseñe a ti también, Juan. Porque tú… ¡también puedes volar!