El Atrio de los Gentiles, lugar de la adoración del Dios único

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Benedicto XVI
Benedicto XVI

Por Mons. Melchor Sánchez de Toca

Subsecretario del Consejo Pontificio de Cultura

El atrio de los Gentiles: el nombre suena como un exclusivo club inglés, un lugar donde se reúnen personas cultas y educadas para discutir deportivamente acerca de las más variadas cuestiones. La realidad es mucho más prosaica, pero también mucho más interesante, y tiene su origen en una propuesta lanzada por el papa en su discurso a la Curia Romana, con motivo de las navidades, el 22 de diciembre de 2009. En aquella ocasión, el papa invitó a la Iglesia a abrir un «atrio de los gentiles» donde poder acoger a los no creyentes y ateos que, de alguna manera, buscan a Dios. La imagen sugestiva empleada por el Pontífice y la rapidez con que comenzó a traducirse en una iniciativa concreta, encomendada al Consejo Pontificio de la Cultura, han contribuido a difundir este término en toda la Iglesia, aplicado a las realidades más dispares. Presentamos, pues, este atrio de los gentiles, partiendo de la imagen, el templo de Jerusalén, para entender qué pretendía el Papa cuando la propuso a toda la Iglesia.

El Atrio de los Gentiles se refiere a la vasta explanada que rodeaba el Santuario de Jerusalén, lugar de la morada de Dios. A este gran espacio, delimitado por una balaustrada, podían acceder también los no judíos, que en hebreo son llamados “los pueblos” o “las naciones”, goyim, los cuales se distinguen del pueblo por antonomasia, ha‘am. Los traductores alejandrinos de la Biblia vertieron los pueblos como ta ethne, en latín gentes, de donde gentilis o perteneciente a los pueblos. Esta designación puramente etnogeográfica acabó adquiriendo una connotación religioso-teológica: los otros pueblos, que no conocen al verdadero Dios y se postran ante los ídolos, son quienes no conocen al verdadero Dios, que corresponde vagamente a lo que hoy denominamos “paganos”.

Una gran explanada a la que todos tenían libre acceso, en la que se hallaban también los cambistas, los vendedores de animales para el sacrificio, los escribas, amén de charlatanes y curiosos. Es también el espacio en el que Jesús solía enseñar y, sobre todo, donde realizó el gesto profético de la llamada purificación del Templo, más propiamente purificación del Atrio.

Expulsando a los vendedores, Jesús citaba al profeta Jeremías (7,11), el cual acusaba a sus connacionales de haber convertido el Templo en una cueva de ladrones, porque se había convertido en el símbolo de un culto exterior, vacío. Pero un templo convertido en una cueva de ladrones ya no goza de la protección de Dios y se encamina hacia su ruina, no porque Dios lo destruya, sino porque se ha privado voluntariamente de su fundamento. Al mismo tiempo, Jesús citaba también un texto de Isaías que anunciaba el destino universal del templo. Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, comenta así el significado profundo de la “purificación” del templo:

La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la espera, que en la fe de Israel se mantenía viva… Según su palabra, en la purificación del Templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar lo que es contrario al conocimiento y adoración comunes de Dios, abrir por tanto el espacio a la común adoración (J. RATZINGER, Jesús de Nazaret II, 28).

Jesús, por tanto, anunciando el fin inminente del sistema de sacrificios ligado al templo, que quedará sustituido por el verdadero templo, es decir, su propio cuerpo, anuncia ya la apertura a la universalidad del atrio de los gentiles, el espacio de la común adoración.

Añadiendo a las citas de los profetas empleadas por Jesús la referencia al pasaje de Hch 17 sobre el «Dios desconocido» —que precisamente en Jerusalén se da a conocer, manifestando su nombre— el símbolo del Atrio designa, por tanto, un espacio al cual todos acceden en busca de Dios, y remite por ello a la necesidad de no perpetuar las barreras que dividen los pueblos, a un espacio que es, a la vez, sagrado y abierto a todos.

Si de la imagen pasamos a la realidad, a la luz de estas consideraciones parece claro que, al proponer un diálogo con los no creyentes, el papa no invita tanto a crear un espacio neutro para dialogar con quienes no creen, o aceptar una invitación a entrar en diálogo con ellos en su propio campo, cosas ambas perfectamente legítimas y provechosas, cuanto abrir un espacio sagrado, —la Iglesia, que es el nuevo Templo (Jn 3,21)—, para acoger en ella a quienes no creen.

Es importante recordar que las palabras con que Benedicto XVI propuso el atrio de los gentiles se enmarcan en su comentario al viaje a la República Checa, uno de los países con mayor índice de secularización en Europa y en todo el mundo. La imagen del Atrio se enmarca, pues, en una reflexión acerca de la increencia, que aparece al comienzo y al final de su discurso. Esta preocupación por los no creyentes no es una novedad en Benedicto XVI: la había expresado muy claramente durante el encuentro con los periodistas a bordo del avión que lo llevaba a Praga y en numerosas otras ocasiones, como por ejemplo, en la convocatoria al encuentro de Asís de un grupo de no creyentes. El Atrio de los Gentiles nace, pues, de una preocupación por aquellos que no creen, una preocupación pastoral, en el sentido genuino de la palabra, que, en términos laicos podríamos expresar con la categoría de care, la cura o la atención. En este sentido, más que una serie de iniciativas o de estructuras, hablar del «Atrio de los Gentiles» expresa una actitud interior de acogida y escucha hacia quienes no creen.

Además, muy significativamente, Benedicto XVI menciona la atención a los no creyentes en relación con la nueva evangelización. Cuando se habla de «nueva evangelización», —observa Benedicto XVI— las personas que no creen se «asustan» o sienten molestas, porque entonces se perciben a sí mismas no como destinatarias de un mensaje sino como objetos de una estrategia de conquista. Justamente, nadie desea verse a sí mismo como un objeto, sino como sujeto. La «libertad de pensamiento y de voluntad» de cada hombre requieren un respeto incondicionado, que para algunos se verían amenazadas cuando se habla de «evangelizar». Al mismo tiempo, sin embargo, no es posible desinteresarse sin más por quienes no creen, abandonándolos a merced de un buenismo relativista que sostiene que todas las ideas poseen el mismo valor. Con ello se plantea aquí la dialéctica entre la exigencia del anuncio el Evangelio a toda criatura y el respeto a la libertad y voluntad del destinatario. Naturalmente, no se puede renunciar al anuncio el Evangelio, puesto que es una misión recibida de Cristo mismo; lo que se pide al cristiano es aceptar que el reconocimiento de la verdad tiene su propio ritmo en cada persona, y que, aun cuando el deseo más íntimo sea que todos «conozcan al Padre y lleguen al conocimiento de la verdad» (Jn 17,3), hay que admitir que a la plenitud de la verdad cada uno llega solo a pequeños pasos, siguiendo su propio ritmo.

En cuanto a los destinatarios de esta atención pastoral, el no creyente a quien parece dirigirse idealmente es aquel que, si bien siente la religión como algo extraño y a Dios como un desconocido, sin embargo, no se contenta con el craso materialismo, ni con las respuestas de un mundo cerrado a la trascendencia; alguien, en definitiva, que busca como a tientas, clara alusión al Dios desconocido de Hch 17. Se trata, por tanto, de alguna manera, de personas en «quienes la cuestión de Dios sigue estando presente, aun cuando tengan dificultades para creer que Dios se ocupa de nosotros», «para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios. Esto excluye del diálogo, por su propia naturaleza, el ateísmo obtuso y panfletario, un fundamentalismo ateo, especular respecto al fundamentalismo religioso. E igualmente excluye el ateísmo práctico que se traduce en indiferencia ante la cuestión de Dios, en un vivir ut si Deus non daretur, que caracteriza la cultura secular occidental. Los ateos en quienes piensa Benedicto XVI son personas que experimentan serias dificultades para creer en Dios y sin embargo, de alguna manera, mantienen viva la búsqueda de lo desconocido.

Todo lo anterior se puede resumir en torno a la centralidad de la «cuestión de Dios» o la «búsqueda de Dios», un tema que casi como en filigrana atraviesa el pensamiento del pontífice teólogo y que constituye la médula de su discurso. La «cuestión de Dios» constituye una especie de trascendental humano, una dimensión presente en todos los hombres, que representa como la gramática común sobre la que se articula el diálogo con los no creyentes: «debemos preocuparnos de que el hombre no descarte la cuestión sobre Dios como cuestión esencial de su existencia; preocuparnos de que acepte esa cuestión y la nostalgia que en ella se esconde».

Además de su dimensión existencial y personal, la cuestión de Dios posee también una relevancia social y cultural de primera magnitud. En el pensamiento de Joseph Ratzinger, la «cuestión de Dios» es la primera y más importante de todas las cuestiones que el hombre puede plantearse. Se trata de la gran cuestión, articulum cadentis vel stantis humanitatis, es decir, saber si existe Dios y si de alguna manera lo podemos conocer y entrar en relación con él. Saber, en definitiva, si somos producto del destino ciego de la materia o bien somos objeto de un proyecto amoroso, aun cuando éste se haya ido desplegando a través de un proceso evolutivo de millones de años, imprevisible en sus detalles. En definitiva, saber si somos producto de la pura materia irracional, o si en el origen de todo existe un ser personal que ha querido que estuviéramos aquí libre y amorosamente. La cuestión de Dios es, pues, insoslayable, y tiene que volverse a plantear en el debate público. Una sociedad que se desinteresa de las cuestiones últimas y se limita únicamente a discutir acerca de las penúltimas, se vuelve mortalmente aburrida.

Con el Atrio de los Gentiles el papa invita a la Iglesia a mantener viva la cuestión de Dios como problema central de la existencia, cuestión que interroga profundamente a creyentes y a muchos de los que se llaman ateos o no creyentes.

Para Benedicto XVI son compatibles el anuncio del Evangelio y el diálogo respetuoso e inteligente con los no creyentes. En realidad, no son dos cosas distintas, sino modalidades diversas de aquel coloquio que Dios ha querido entablar con los hombres (Pablo VI, Ecclesiam suam, 28). Un coloquio es una llamada a la conversación; apela a la libertad y a la voluntad del destinatario. Es un «formidable requerimiento de amor», en palabras de Pablo VI, con sus características de claridad, mansedumbre, confianza y prudencia, que resplandecen en la intención de Joseph Ratzinger al proponer el diálogo con los no creyentes.

La búsqueda se convierte así en una condición antropológica que hermana a creyentes y no creyentes en la categoría del homo quaerens. San Agustín habla en sus escritos con frecuencia de un Deus semper quaerendus, un Dios a quien se busca para encontrar, y que una vez encontrado, sigue siendo objeto de búsqueda: «Nam et quaeritur ut inveniatur dulcius, et invenitur ut quaeratur avidius» (De Trinitate, XV, 2,2). Ciertamente, para el creyente se trata de una búsqueda diferente, sostenida por la fe, pero que no ahorra exigencias ni oscuridades, como lo muestra sobradamente la experiencia de la noche oscura de la que hablan los místicos.

En esta búsqueda común del Deus semper maior el Consejo ha hecho suyas las palabras del gran poeta y sacerdote italiano David María Turoldo, publicado en Canti Ultimi, hasta convertirlo en una especie de himno del Atrio de los Gentiles:

«Hermano ateo, noblemente pensativo, en búsqueda de un Dios que yo no sé darte, atravesemos juntos el desierto. De desierto en desierto, vayamos más allá del bosque de los credos, libres y desnudos hacia el Ser Desnudo y allá, donde la palabra muere tenga fin nuestro camino».

EN BUSCA DEL DIOS DESCONOCIDO

El concilio Vaticano II, en su Mensaje del 8 de diciembre de 1965 a los pensadores y científicos, exclamaba: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás». Tal es la razón de ser del «Atrio de los gentiles».

En la vigilia de Navidad de 2009 Benedicto XVI lanzó la idea del «Atrio de los gentiles», y dijo que su finalidad era mantener despierta la búsqueda de Dios entre agnósticos y ateos, como primer paso hacia su evangelización. Confió la puesta en marcha de la idea al Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, el hoy cardenal Gianfranco Ravasi.

Y su primera edición tuvo lugar en París el 24 y el 25 de marzo de 2010 con un impacto notable.

El «Atrio de los gentiles» prosiguió con una secuencia apretada de encuentros en distintos países, en un crescendo que culminó el 5 y 6 de octubre de 2012 en Asís, con un elenco de participantes record, empezando por el presidente de la república italiana, Giorgio Napolitano, agnóstico de formación marxista.

El 16 y 17 de noviembre del pasado año, en Guimarães, Portugal, con el tema «la aspiración común de afirmar el valor de la vida humana», Benedicto XVI quiso aportar su propia reflexión: “El valor de la vida se convierte en evidente sólo si Dios existe. Por esto, sería bello si los no creyentes quisieran vivir «como si Dios existiera». Aunque no tengan la fuerza para creer, deberían vivir en base a esta hipótesis: en caso contrario, el mundo no funciona. Hay tantos problemas que deben ser resueltos, pero que no lo serán nunca del todo si no se pone Dios en el centro.”

El cardenal Ravasi sostiene que el Atrio de los Gentiles constituye “un compromiso a largo plazo de la Iglesia» y tiene como objetivo contribuir a que en las sociedades actuales sean tenidos en cuenta, y debatidos con una reflexión racional común, los grandes interrogantes de la existencia humana, sobre todo los de carácter espiritual.

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