Sucedió en un pueblo que se incendió la ermita. A toque de campana de la iglesia parroquial, acudió la gente en multitud. Todo el pueblo en masa hacia la ermita en llamas. Estaba lejos, en la ladera de la montaña. Llegaron a destiempo, y la ermita se hundió, pero hubo todavía tiempo para introducirse dentro, sacar la reliquia del Santo Patrón, la imagen de la Virgen, las vestiduras que había allí, algunos vasos sagrados y, con todo aquello, decidieron hacer una procesión hacia la parroquia para trasladarlo y colocarlo allí.
Se encontraron con que había llegado el burro que utilizaba el aguador del pueblo con dos tinajas. El buen hombre, al ver el fuego, se fue para hacer algo, lo que pudo, con las tinajas llenas de agua. A los aldeanos se les ocurrió desposeer al animal de la carga y ponerle en cada una de sus alforjas las reliquias de los santos, las vestiduras, la imagen de la Virgen, del Patrono. Inmediatamente se inició la comitiva hacia la parroquia. El pueblo, al ver arrancar al asno, se postraba de rodillas, y todo el mundo en reverente silencio iba dejando pasar la cabalgadura.
¿Qué le sucedió al burro? Le habían tratado siempre a palos y, de repente, se encontró, sorprendido, con que todo el mundo se postraba de rodillas ante él, le hacían reverencias, inclinaciones. Acabó por confundir lo que era con lo que tenía, y se sintió tan halagado, tan adulado (todo era estupendo, nadie le daba palos, todo eran reverencias), que pensó: «No doy un paso más». Y se quedó quieto. Entonces todo el mundo empujaba al asnito cariñosamente: «¡Anda, burrito! ¡Por favor, arranca!»
¡Qué satisfacción tan inmensa: todo el mundo de rodillas a mi alrededor!…
Esto nos suele pasar a nosotros: es lo que llama san Ignacio el peligro de las riquezas, que nos llevan al vano honor de las cosas del mundo, después a “crecida soberbia”, y de ahí a toda clase de vicios y pecados.
Tomado del libro de Abelardo de Armas:
Rocas en el oleaje. Páginas 129 y s