El Concilio Vaticano II, 50 años después

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Ciudad del Vaticano
Ciudad del Vaticano

Por José Javier Lasunción

Cuando hace 50 años los millares de Padres Conciliares, obispos de todo el mundo, presididos por el Papa Juan XXIII, tomaban asiento bajo las fastuosas bóvedas de la basílica vaticana, se iniciaba una nueva etapa en la historia bimilenaria de la Iglesia. Se palpaba en la atmósfera intelectual y periodística de entonces la expectación de novedad que la asamblea conciliar suscitaba, aunque no faltaban los signos de recelo ante esta inesperada oportunidad (la idea misma de un concilio universal había sido expuesta por el Papa sólo tres años antes) de modificar algunas posiciones consolidadas y de abrir las ventanas de la Iglesia, según la conocida expresión de Juan XXIII.

Si hoy miramos al pasado, lo hacemos con la conciencia de que “el Concilio tuvo dentro de sí algo de Pentecostés” y que la “nueva evangelización con el Vaticano II tuvo su comienzo”. Estas expresiones de Juan Pablo II subrayan que la Iglesia actual encuentra su inicio en aquel acontecimiento (“el seminario del Espíritu Santo” lo llamó también) si sabemos interpretarlo de modo adecuado, o lo que es lo mismo entroncado en la gran Tradición de la Iglesia. Por tanto, referirnos en el presente al Vaticano II es ahondar en aquel estilo y aquel espíritu que caracterizaron al Concilio y que continuarán siendo por mucho tiempo, según Juan Pablo II, un reto para todas las Iglesias y una tarea para cada uno.

ELVATICANO II EN LA INTENCIÓN DE JUAN XXIII

De acuerdo con los testimonios del propio Juan XXIII, la inspiración del concilio ecuménico vaticano, que sumaría el número 21 de los celebrados hasta entonces, surgió espontánea en una conversación con su Secretario de Estado en los inicios de 1959 al confrontar la misión de la Iglesia y su respuesta a la situación mundial de tensiones y amenazas a la paz y de agitación ideológica en el ámbito cultural y moral:

“Nuestro interlocutor escuchaba en una actitud de respetuosa escucha. De pronto, una gran idea brotó en nosotros e iluminó nuestra alma… Nuestra voz la expresó por primera vez: ¡un concilio!”

Esta repentina iluminación se confirmó con los signos habituales que marcan la voluntad de Dios en el alma cristiana y rápidamente el Papa la puso en práctica. En su discurso inaugural del Concilio, el 11 de octubre de 1962, Juan XXIII expondría algunas ideas centrales que singularizan el espíritu del Vaticano II.

En primer lugar, la observación histórica de que el mundo estaba viviendo un período de cambio que inauguraría “un nuevo orden de relaciones humanas”, en el que la Iglesia debía hacerse activa y luminosamente presente, especialmente aprovechando la supresión de las injerencias de los poderes políticos que eran habituales en otros tiempos, incluso en los regímenes de cristiandad. Puede que esta valoración de las realidades políticas y comunicativas del mundo occidental de entonces sea excesivamente optimista, pero en cualquier caso se reconoce la conciencia papal de que la Iglesia estaba llamada a renovar su misión evangelizadora. Así se expresaba Juan XXIII:

“Vemos hoy cómo la Iglesia, libre finalmente de tantas trabas de orden profano, tan frecuentes en otros tiempos, puede, desde esta Basílica Vaticana, como desde un segundo Cenáculo Apostólico, hacer sentir a través de vosotros su voz…”.

Si la evangelización de las nuevas condiciones del mundo moderno era la finalidad primordial, se imponía un nuevo estilo de exposición del magisterio eclesial:

“En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas”.

Esta tarea primordial del Concilio, la renovación del magisterio desde una óptica eminentemente pastoral, rebasando el marco meramente apologético y eludiendo un estilo defensivo frente al mundo moderno, no significaba una erosión de la verdad íntegra de la fe, de acuerdo con su plasmación en el magisterio y en la tradición de la Iglesia, sino su actualización renovada, el célebre aggiornamento, que permite decir a los hombres de hoy la verdad religiosa y moral tradicional de tal modo que la vida y la misión eclesiásticas alcancen la mayor eficacia posible. De esta manera tan clara lo exponía Juan XXIII en su discurso inaugural de 1962:

“Una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno”.

Junto a la intención pastoral, la ecuménica centró el pensamiento del Papa que fue calificado del “Papa de la paz” y “Papa de la unión”. Juan XXIII proponía la unidad de los hombres como gran meta del Concilio:

“La Iglesia católica estima como un deber suyo el trabajar con toda actividad para que se realice el gran misterio de aquella unidad que con ardiente plegaria invocó Jesús al Padre celestial… la unidad de los católicos entre sí, que ha de conservarse ejemplarmente firmísima; la unidad de oraciones y ardientes deseos, con que los cristianos separados de esta Sede Apostólica aspiran a estar unidos con nosotros; y, finalmente, la unidad en la estima y respeto hacia la Iglesia católica por parte de quienes siguen religiones todavía no cristianas”.

Recapitulando treinta años después su experiencia de padre conciliar y empeñado como Papa en la aplicación de las orientaciones del Vaticano II como principal medio para preparar a la Iglesia a su entrada en el III milenio, Juan Pablo II, en 1994, evaluaba de esta manera la intención y estilo del Vaticano II:

“Había necesidad no tanto de contrarrestar una concreta herejía, como sucedía en los primeros siglos, como de poner en marcha una especie de proceso bipolar: por una parte, sacar al cristianismo de las divisiones que se han acumulado durante todo el milenio que llega a su fin; por otra, reanudar, en cuanto sea posible en común, la misión evangélica en el umbral del tercer milenio.

Bajo este aspecto, el Concilio Vaticano II se distingue de los concilios precedentes por su particular estilo. No ha sido un estilo defensivo. Ni una sola vez se encuentran en los documentos, conciliares las palabras anathema sit (“sea anatema”, o «queda excomulgado»). Ha sido un estilo ecuménico, caracterizado por una gran apertura al diálogo, que el papa Pablo VI calificaba como «diálogo de salvación».

Tal estilo y tal espíritu permanecerán también en el futuro como la verdad esencial del Concilio”.

EL VATICANO II EN EL CONTEXTO DE LA IGLESIA

Podría parecer por lo dicho arriba, que este Concilio fue algo así como una corazonada del Papa bueno. Nada más falso, porque, aunque imprevisto, el Vaticano II hunde sus raíces en la inmediata historia precedente y se explica por un doble proceso de cambios que se iban gestando tanto en el interior de la Iglesia como en el ámbito civil en los decenios anteriores.

En primer lugar, y de manera decisiva, existió un proceso de “fermentación” teológica y pastoral que originó una nueva conciencia sobre la Iglesia, a partir de la reflexión sobre el episcopado y los seglares. También influirán otros movimientos de renovación (bíblica, litúrgica, ecuménica) que con diversa intensidad se viven en la Iglesia católica y otras comuniones cristianas desde las décadas iniciales del s. XX.

Por lo que respecta a la conciencia que la Iglesia tiene sobre sí misma, Juan Pablo II dijo que “nuestra fe en la Iglesia ha sido renovada y profundizada de modo significativo por el Concilio”. Ello fue posible en gran medida porque la reflexión teológica anterior al mismo había resaltado la sacramentalidad y la colegialidad del “oficio episcopal”, con el fin de equilibrar una visión en exceso piramidal y centralizadora que algunos deducían de la eclesiología tradicional reforzada por la declaración sobre la infalibilidad del Papa en el concilio Vaticano I (1870).

Por otra parte, y en relación con el laicado, se había ido recuperando la visión de la Iglesia como unidad orgánica de todos sus miembros (“el Pueblo de Dios”), cimentada en la igual dignidad radicada en la recepción común de la gracia del bautismo, y su consecuencia práctica que es la vocación universal a la santidad. Al mismo tiempo, esta nueva posición del laicado en el seno de la Iglesia, incidía en la importancia del diálogo de la misma con el mundo, por ser el ámbito específico de santificación de los laicos. El desarrollo de movimientos de apostolado laical y la creación de los institutos seculares son expresión de este nuevo enfoque hacia los laicos.

Sobre este trasfondo de ideas, la reflexión conciliar alumbró una nueva, rica y equilibrada comprensión del propio ser y misión de la Iglesia. “A través del magisterio del Concilio –dice Juan Pablo II-, la fe en la Iglesia nos ha sido de nuevo confiada como tarea. La renovación posconciliar es, sobre todo, renovación de esta fe, extraordinariamente rica y fecunda… Se trata no sólo de cambiar de conceptos, sino de renovar las actitudes”.

También debemos tener en cuenta, y nuevamente en relación con la “imagen” de la Iglesia, algunos signos de cambio que se dieron en coincidencia con el concilio: En concreto nos referimos a la universalidad y al ecumenismo. Con respecto al primero, y en claro contraste con la realidad a la que estamos acostumbrados en la actualidad, la internacionalización del colegio cardenalicio se inició con Pío XII, quien nombró dos cardenales no occidentales (un armenio y un chino), y fue proseguida por Juan XXIII, que elevó al cardenalato a un filipino, un indonesio y un africano. Por supuesto, la universalidad de la Iglesia estaba más extendida en el ámbito del episcopado, conforme las iglesias jóvenes no europeas iban adquiriendo su propia madurez.

Con respecto al movimiento ecuménico, nacido en el seno de las iglesias protestantes en 1925, la Iglesia católica selló su irrevocable vocación al diálogo por la unidad de los cristianos con la creación por el Papa Juan XXIII, en 1960, del Secretariado para la Unidad y con la participación en el mismo concilio de un número importante de observadores en representación de las Iglesias y comunidades no católicas. A este propósito declaró Juan Pablo II que “en el Concilio el Espíritu Santo hablaba a toda la Iglesia en su universalidad, determinada por la participación de los obispos del mundo entero. Determinante era también la participación de los representantes de las Iglesias y de las comunidades no católicas”.

EL CONCILIO Y EL MUNDO

El Vaticano II asumió los “gozos y esperanzas” del mundo de su tiempo. Como ya hemos señalado, la dimensión pastoral, el deseo de promover una nueva evangelización (aunque el término como tal se difundió posteriormente en el pontificado de Juan Pablo II) y la intención de relanzar un diálogo sincero con el pensamiento contemporáneo y las realidades socioculturales coetáneas definen el espíritu y la concepción misma del magisterio conciliar.

El mundo de postguerra, tras el fin de la II guerra mundial, presenció la aplicación de una nueva orientación en la vida política. Se reforzó de manera singular la conciencia de la dignidad personal y de la libertad individual: La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) culminó en el orden jurídico este reconocimiento. Además, se difundió la voluntad política de crear organizaciones de cooperación supranacional y en particular se diseñó todo un sistema para la gestión coordinada de las problemáticas mundiales (la seguridad, el crecimiento económico y el desarrollo sociocultural) formado por la ONU y sus agencias especializadas y las instituciones de Bretton Woods (FMI y Banco Mundial).

Hasta aquí, digamos, el orden de los principios. Pero, en el orden práctico, la reconstrucción tras el cataclismo de la guerra estuvo condicionada por la aparición de una nueva tensión mundial, la guerra fría y sus inmediatas consecuencias funestas: La división de Europa, la carrera de armamentos y el estallido de un sinfín de conflictos “locales”, que distorsionaban, a menudo hasta hacerlos irreconocibles, aquellos principios teóricamente universales basados en la libertad y en la cooperación pacífica. Un mundo político complejo y paradójico, al que la aparición de nuevos protagonistas en la esfera internacional a causa de la descolonización de Asia y África, tornaba si cabe más inestable y ponía en primer plano de actualidad dos emergencias: la sustitución del liderazgo europeo y la primacía del desarrollo humano para la paz mundial.

El Concilio, en el orden que le es propio (el anuncio de la fe y la moral evangélicas), quiso responder a estas necesidades de los tiempos. El propio concilio era el mejor “escaparate” de la universalidad y unidad de la Iglesia católica, y expresaba en sus textos la argumentación más convincente de la dignidad y de la libertad del hombre. Animaba a todos los cristianos a comprometerse con la “ciudad temporal”, en el crecimiento de la justicia y la paz. Recojo de nuevo el planteamiento de Juan Pablo II, tan autorizado a este respecto:

“El Concilio vino en el momento oportuno y asumió una tarea de la que esta época tenía necesidad, no solamente la Iglesia, sino el mundo entero… La Iglesia del Concilio Vaticano II, la Iglesia de intensa colegialidad del episcopado mundial, sirve verdaderamente y de muy diversos modos a este mundo, y se propone a sí misma como el verdadero Cuerpo de Cristo, como ministra de Su misión salvífica y redentora, como valedora de la justicia y de la paz. En un mundo dividido, la unidad supranacional de la Iglesia católica permanece como una gran fuerza, comprobada cuando es el caso por sus enemigos, y también hoy está presente en las diversas instancias de la política y de la organización mundial”.

Con respecto a la crisis del humanismo europeo y a los síntomas crecientes de in quietud social e ideológica que se percibían en el contexto occidental, el concilio jugó un doble y complementario papel.

De un lado, reclamó la necesidad de la primacía de Dios en la vida de las sociedades y de las personas, frente al ateísmo, el indiferentismo, el individualismo y el cientificismo y el primado de la técnica, que se iban adueñando de la escena pública, y por ello defendió el derecho del cristianismo a construir la cultura y la moral públicas con una orientación verdaderamente humana; pero, por otro lado, puso los fundamentos teológicos, pastorales y antropológicos que le permitirían a la Iglesia católica descolgarse de algunas formulaciones de la cultura cristiana del pasado que ya estaban caducas, es decir, que no podían entrar en ese diálogo ansiado con la cultura y el hombre actual. Me remito por última vez a la opinión autorizada de Juan Pablo II, para quien el artículo 22 de Gaudium et spes constituía el eje teológico de todo el Concilio: «Es únicamente en el misterio del verbo hecho carne que el misterio del hombre se torna verdaderamente claro… [y] todo ello es cierto no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyos corazones se halla presente y activa la gracia.»

El Concilio Vaticano II fue sin duda la respuesta providencial de la Iglesia a un giro de la historia humana. Puso las bases para encarar los nuevos tiempos y ha dado numerosos frutos. Los católicos de hoy somos sus herederos y encontramos inspiración en sus ricas enseñanzas y estímulo en el “espíritu” del Concilio -el Espíritu Santo mismo- ante los graves retos de la nueva evangelización.

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