Cuentan que un padre, inmerso en su trabajo intelectual y para evitar las distracciones que le podía ocasionar su hijo, le dio a éste un puzle cuya figura principal era un mapamundi. Al poco tiempo, el niño se presentó ante él mostrándole la figura perfectamente terminada y ensamblada. Sorprendido por la rapidez con la que había terminado, le preguntó cómo lo había conseguido. El niño respondió: «Muy fácil. En la parte de atrás está la figura de un hombre. Fue sencillo unir sus partes y así recomponer el mapamundi».
El cuentecillo se lo oí narrar a Abelardo de Armas y tiene varias lecturas, una de ellas pone de manifiesto la importancia de educar para arreglar el mundo. Así, en efecto, lo corrobora también el saber popular cuando tras comentar cualquier problema social, se termina con la propuesta definitiva: «esto se soluciona con educación».
El problema en nuestros días es que no sabemos muy bien en qué consiste educar y menos aún cómo llevar a cabo esa tarea, siempre necesaria e imprescindible. Vista con perspectiva temporal parece que, hasta hace relativamente poco, era más fácil educar, como si fuera una tarea natural. Hoy, por el contrario, parece que el avance tecnológico, que ha desarrollado medios y facilidades nunca imaginadas, se hubiera quedado huérfano del conocimiento y la sabiduría honda y profunda que exige saber educar.
Nuestra sociedad es una nueva torre de babel en la que utilizamos distintos lenguajes, incluso peor: usamos la misma palabra para denominar realidades distintas, cuando no contradictorias tales como amor, libertad, derechos y la misma palabra educación. Otras palabras simplemente las hemos olvidado o las autocensuramos. Así ocurre por ejemplo con autoridad, exigencia, castigo, responsabilidad, sacrificio, etc.
No es extraño que exista una cierta desazón en la mayoría de las personas sobre la educación actual. Aquello que se hacía de modo casi espontáneo y natural, educar a los niños y jóvenes, hoy se ha tornado problemático. Miles de publicaciones, de blogs, vídeos, etc., ofrecen constantemente remedios, casi mágicos e instantáneos, para aumentar la inteligencia, el desarrollo afectivo, el equilibrio emocional, la inserción social, etc. Sin embargo, el escepticismo empieza a cundir en el ánimo de los educadores, especialmente padres, sobre todo cuando el niño se convierte en adolescente.
Algunos de esos remedios son más una fuente de problemas que solución a los mismos. Así ocurre con la legislación educativa actual, basada en una ideología que sí que tiene una idea del hombre, pero no precisamente liberadora. A esta ideología le da soporte una autodenominada «nueva pedagogía» que de nueva no tiene nada puesto que asienta sus raíces en el siglo XIX y se empezaron a poner en práctica en el pasado siglo XX —en España a partir de la LOGSE en 1990—.
La situación de la educación actual en Occidente, y especialmente en España, es muy preocupante. A ello hay que añadir que en España el fracaso y el abandono escolar alcanzan cifras especialmente graves a pesar de los maquillajes que hacen las distintas administraciones. Lo peor de todo es el remedio que intentan aplicar: bajar los niveles para que haya menos suspensos. «No hay que suspender a los alumnos; la culpa, se dice, es siempre del sistema». La consecuencia es que el aprobado ficticio de hoy será un suspenso laboral y vital de mañana.
Por todo ello urge un diagnóstico y unas propuestas de solución que intentaremos abordar en los próximos artículos de los que avanzamos aquí algunas ideas. Es necesario volver al punto de partida y ver en qué lugar nos hemos despistado, dónde empezamos a errar. En gran medida, veremos que, históricamente, todo empieza con Rousseau y con sus herederos, los hoy exitosos nuevos pedagogos.
En definitiva, en estos tiempos de emergencia educativa, es necesario volver a las fuentes. En primer lugar, aclarar por qué el hombre necesita ser educado, dicho de otro modo, por qué el hombre necesita heredar una cultura, ya que la espontaneidad biológica no es suficiente. En definitiva, no podemos resolver el puzle de la sociedad y la educación actual si no tenemos la silueta del ser humano marcando las piezas.
En segundo lugar, es necesario analizar algunos de los principios básicos sin los cuales cualquier metodología o instrumento educativo no tiene sentido. En primer lugar, la autoridad, uno de los temas tabús que ha instalado la nueva pedagogía. En segundo lugar, la necesidad del esfuerzo, la implicación personal del educando sin la cual tampoco es posible una educación sólida. Educar es enseñar a andar, pero nadie puede evitarle al joven el esfuerzo que requiere realizar el camino. En tercer lugar, el respeto mutuo o la consideración de las personas que intervienen en la educación: el educador y el educando.
Sin estos pilares básicos, toda educación está condenada al fracaso. Los demás medios e instrumentos, tanto materiales como conceptuales, solo tienen sentido si están claros los primeros.
Pero a pesar de todo, hay motivos para la esperanza mientras existan familias y escuelas que sean capaces de mantener las ideas claras, la fortaleza para luchar contra corriente y la entrega desinteresada. En la escuelita de un pueblo luce una frase que debería ser el encabezamiento de cualquier ley educativa y figurar en el cuaderno de tareas para alumnos, padres y profesores. Es una buena pista para reconstruir el puzle educativo. Dice así: «Mi escuela es mi segunda casa, pero mi casa es mi primera escuela».