Por Javier Burrieza Sánchez,
profesor titular de Historia Moderna,
Universidad de Valladolid
La Iglesia siempre ha sido una gran comunicadora de la Buena Noticia que es el Evangelio. Eso no me impide pensar que las mujeres y hombres de esta misma Iglesia deben seguir mejorando su relación con los medios de comunicación. En esta difusión, en este envío, se han desarrollado a lo largo de los siglos, misiones para los más diversos territorios: misiones populares para el interior de los ámbitos católicos; misiones exteriores para discurrir en territorios donde no existía conocimiento de la fe cristiana.
Los misioneros de cada una de estas tierras presentaban distintas características. Mientras que los primeros se encontraban dentro de una estrategia de recristianización, dependiendo de los ámbitos de población —en el medio rural, en las montañas, entre aldeas muy pequeñas, en ciudades de distintos tamaños—; los segundos exigían un conocimiento más profundo, por desconocido, de los ámbitos de evangelización, en territorios más alejados, entre razas y mentalidades muy diferentes. Los misioneros populares eran los predicadores más preparados, dotados de una gran capacidad de movilización social. Los misioneros en otros continentes, con mares de por medio, despertaban una fascinación en los relatos de sus trabajos y muchos manifestaban a lo largo de su vida, un anhelo por convertirse en esos héroes a lo divino.
De alguna manera, todavía lo hemos manifestado en nuestra infancia, cuando llegaba en octubre la jornada o domingo del Domund y salíamos a las calles con nuestras huchas en forma de cabezas de aquellos que eran receptores del mundo de la misión: el África negra o la China por situar dos ejemplos. Y aunque decimos que las misiones populares se desarrollaban en territorios cristianos, en este caso católicos, y que estaban dirigidos a reforzar los conocimientos de la llamada doctrina cristiana, del catecismo, recordando la vida y costumbres dentro de unos comportamientos morales establecidos, al menos en España los cristianos hemos vivido en un ambiente favorable y privilegiado para el desarrollo de la vida religiosa y devocional, quizás no tanto de la espiritual por carecer de la suficiente formación para ello. Sí, hemos vivido en un país católico a pesar de las controversias pero con un gran desconocimiento de nuestra fe o de las Escrituras porque los católicos no hemos sido grandes lectores de la Biblia. Todo ello no ha impedido la existencia entre nosotros de grandes maestros de espiritualidad y de teólogos de prestigio universal.
Esta mirada histórica introductoria nos viene muy bien para situarnos en el presente, muy distinto, después de diferentes fases del proceso de secularización. Hoy el concepto de misión se ha extendido mucho más. Los ámbitos exteriores siguen siendo susceptibles de misioneros, hoy mucho más reducidos entre los procedentes de órdenes religiosas —con mayor presencia de laicos consagrados o incluso familias—, horizontes muy menesterosos de iniciativas de desarrollo, pero también del nombre de Dios. Y todo ello a pesar de que vivimos en medio de actitudes menos proselitistas y más ecuménicas. Pienso que debe seguir existiendo esa divina impaciencia por hablar de Dios a los que no lo conocen. Las misiones interiores debían transformarse de la recristianización a la evangelización. En el mundo desarrollado existen muchos ámbitos de indiferencia y laicismo en lo que se refiere a la fe religiosa. Entre los familiarmente procedentes del anterior mundo cristiano, han disminuido los bautizados, los practicantes de su fe, a veces se celebra la primera y última comunión de los niños y, además, no hay una comunicación o transmisión correcta de la fe, ni en la familia, ni tampoco es lo suficientemente eficaz en la parroquia o en los colegios de titularidad religiosa.
Existe una manifiesta secularización dentro de la Iglesia, sobre todo en los mencionados ámbitos familiares y educativos. En medio de esta situación recibimos palabras de ánimo y aliento por parte del papa Francisco y de nuestros pastores más cercanos, pero también de impulso e inquietud. Todo ello en una manera diferente de entender la Iglesia, en camino de sinodalidad y de corresponsabilidad entre los bautizados. La transmisión de la fe, la comunicación de la Buena Noticia, no es solo asunto prioritario del papa, de los obispos, de los frailes, monjas o religiosas, de los laicos consagrados…, no es solo cuestión de la antigua primera línea de la Iglesia. La transmisión de la fe es responsabilidad de cada bautizado que viva su condición de hijo de Dios con auténtico impulso y compromiso. Por eso, los cristianos dentro de un espíritu ecuménico, somos constantemente enviados a evangelizar, en ámbitos lejanos, pero también en los más cercanos, a veces más costosos.
Los padres y madres de familia no podemos pensar que los niños serán formados en materias espirituales ni en los colegios ni en las parroquias, dentro de las catequesis de primera comunión y confirmación. La educación religiosa de los hijos comienza desde el día inicial de la vida y va creciendo en gracia con su estatura. Así describía el Evangelio que lo hacían de manera sencilla María y José con Jesús, un hijo con sus propias rebeldías y ocupado en las «cosas de su Padre». Como católicos, nuestra condición de misioneros no se reduce a los que tenemos la condición paterna o materna. Somos católicos en la sociedad, católicos en la vida pública, mujeres y hombres de acción católica, hijos de Dios en comunidad religiosa y humana. Nuestro ámbito de trabajo, de vida, nuestro ámbito de relación con los demás, es también espacio de misión. No son necesarios los proselitismos de otros tiempos, más bien los testimonios de acción y de palabra. Para el de acción es menester la coherencia, para el de palabra no podemos olvidar la formación.
Esa formación, ese dar razón de nuestra fe que hemos olvidado en tantas ocasiones porque un sacerdote lo hacía por nosotros desde el púlpito. No somos miembros de un pueblo de Dios clericalizado. Lo conformamos desde nuestra condición de bautizados ¿Son tiempos recios? No lo voy a negar, porque a la ignorancia e indiferencia se une también la incomprensión, la chanza y la burla hacia lo religioso. En todo ello, tampoco pienso que el «buenismo» del que hacemos tantas veces gala —entendido como la falta de respuesta para quedar bien— sea el camino adecuado. El Evangelio, que es muy actual, nos habla también de todo ello. Y aunque Dios no ha revelado estas cosas solo a los sabios y entendidos, no es el tiempo de la simpleza. Es tiempo, más bien, de testimonio, de misión, de formación —repito una vez más—, de valentía. Quizás, como nos dice el papa Francisco, primero es el testimonio de las acciones, después llegará la razón de las palabras