Por José Javier Cuadrado
Cuando uno se acerca a fenómenos como Fátima, suele aparecer una sensación como de vértigo. Nuestra pobre fe del día a día se va abriendo paso entre las realidades que vivimos y que son captadas por nuestra limitada sensibilidad. Seguimos nuestro caminar en una penumbra en la que la misericordia del Señor nos va guiando hacia Él a través de su gracia y de la caridad, en una media luz que se volverá plena en la otra vida. Cierto que hay momentos brillantes que nos impulsan, pero podemos decir con san Pablo que: Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, más entonces conoceré como soy conocido (1 Co 13,12).
Fátima es un fogonazo repentino en medio de esa penumbra. Y uno, en medio de esta claridad que deslumbra, puede volver la cabeza y rechazar la luz porque le hace daño a los ojos, y entonces perderse lo que ilumina. O, al contrario, puede pensar que la luz es lo más importante y quedarse ensimismado en esa luz sin caer en la cuenta de lo que se nos quiere mostrar. Lo razonable sería intentar acomodar nuestros ojos para que puedan captar la realidad que queda iluminada por esa luz. Esta realidad que vemos, de repente hace que broten en nuestro interior preguntas sobre cómo es Dios, la magnitud del pecado, nuestra fe y la forma de vivirla, nuestra vocación a la santidad o la presencia de la Virgen a nuestro lado.
Podemos pensar si no tenemos ya la respuesta a estas preguntas en el Evangelio, pues ¿no se ha revelado ya Dios en su Hijo, y en Él nos ha dicho todo lo que nos tenía que decir?
Sabemos que Dios, como Amor que es, quiere compartir todo lo suyo con nosotros, quiere ser conocido por el hombre. Nosotros no podemos amar aquello que no conocemos. Y Él, en su caminar junto al hombre, se ha dado a conocer (se ha «revelado») de distintas maneras. Fátima es un tipo de revelación que se conoce como «revelación privada». La Iglesia distingue dos tipos principales de revelaciones de Dios: «revelación pública» y «privada». Veamos las diferencias:
1.- Revelación pública
Es la acción por la que Dios se da a conocer a toda la humanidad. Esta revelación divina comenzó en el Antiguo Testamento, a través de su historia personal con el pueblo de Israel. Y ha culminado con el Nuevo Testamento, con la vida, muerte y resurrección de su hijo Jesucristo, el rostro visible de Dios.
Esta revelación pública se nos da a través de palabras humanas (las escritas en la Biblia) y por medio de la Iglesia. Tenemos la certeza de que Dios mismo nos habla a través de ella; por lo tanto, «merece» toda mi confianza para, sobre ella, poder construir mi vida y mi fe. La Iglesia, asistida por la presencia del Espíritu Santo, es el medio más directo para hacérnosla llegar.
Podemos decir que es necesaria para mi fe. Si no existiera, mi fe no tendría sentido (no tendría sentido creer en un Dios que no se me ha revelado). Pero como existe, he de conocerla y creer en ella para que mi fe sea verdadera.
2.-Revelación privada
Son todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento. Dice el Catecismo que su función no es completar la Revelación definitiva en Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia (CIC, 67).
Esta revelación privada la permite Dios en personas y circunstancias concretas, pero han de ser reservadas al examen de la Santa Sede antes de ser publicadas o predicadas al Pueblo de Dios (V Concilio de Letrán, sesión 11). El criterio de autenticidad es claro: han de apuntar a Dios, a la única revelación pública, al interior del Evangelio y no fuera del mismo (Comentario Teológico al Secreto de Fátima de la Congregación para la Doctrina de la Fe, junio 2000).
Por lo tanto, no son necesarias para mi fe, como la revelación pública. Son ayudas para una mejor vivencia de la fe, pero no esenciales. Creer o no en ellas no supone que mi fe no sea verdadera, o que mi fe sea más débil.
Las revelaciones privadas como Fátima son, por lo tanto, un complemento para mi fe. Un apoyo en nuestra vida, que Dios permite para fortalecernos e iluminarnos en momentos históricos determinados, siempre bajo el cuidado de la Iglesia. Ante la duda de qué credibilidad darles o cómo encajarlas en mi vida de fe, lo prudente es mirar a la Iglesia y dejarnos guiar por ella.
En el caso de Fátima, las claves teológicas para una lectura y comprensión de lo que ocurrió aquellos días de 1917 las podemos encontrar en dos documentos:
- Carta Pastoral de D. José Alves Correia da Silva, obispo de la diócesis de Leiria, a la que pertenecía Fátima. Esta carta se llama Sobre o culto de Nossa Senhora de Fátima, octubre 1930.
- Comentario Teológico al Secreto de Fátima de la Congregación para la Doctrina de la fe, junio 2000.
Estas claves son fundamentalmente dos:
- El Dios infinitamente bueno no puede abandonar a sus hijos, especialmente en momentos de dificultad.
- En la obra de redención y de salvación el Señor quiso asociar a su Madre, que ya acompañó a los apóstoles en la espera de Pentecostés.
Misericordia, redención y la presencia de la Madre. Tres palabras que apuntan al interior del Evangelio y no fuera del mismo; de ahí que san Juan Pablo II pronunciara aquellas palabras el 13 de mayo de 1982:
Si la Iglesia aceptó el Mensaje de Fátima es sobre todo porque contiene una verdad y un llamamiento que, en su contenido fundamental, son la verdad y el llamamiento del propio Evangelio.