Aquel día me encontraba desanimado tras leer varios informes sobre la situación educativa de España y sin esperanza de poder llegar a un acuerdo político y social que diera solución a la misma. Por otra parte, cansado de las tareas propias del trabajo, y harto de las constantes quejas de mis compañeros sobre el mismo, bajé a la máquina de café.
En esos instantes, un hombre mayor, con cara alegre que reflejaba la satisfacción con que ejercía su labor, realizaba las tareas de mantenimiento. Me confesó que lo hacía por vocación, ya que tenía la suficiente edad y ahorros como para retirarse, pero seguía enamorado de su oficio. A continuación me explicó los distintos pasos y detalles para conseguir un buen café, como si de una tarea artesanal se tratase.
Subí de nuevo al trabajo con la alegría de conocer a un hombre apasionado por la tarea bien hecha, por sencilla que fuera y por el buen servicio a los demás. Pero lo más importante: había conocido un educador que me enseñó que la tarea más humilde debe hacerse con la misma pasión y espíritu de servicio que las extraordinarias.
Este encuentro casual me dio la respuesta al problema planteado en el artículo del número anterior. Aportaba algunos datos de la crisis escolar, formativa y educativa. Concluía que la educación es siempre un problema, un reto permanente de la humanidad, pero la educación actual lo es mucho más. La crisis es más profunda porque, aunque tenemos más información y recursos que nunca, no sabemos muy bien cuál es el lugar que ocupa cada elemento.
En definitiva, basta poner oído a cualquier conversación en la que se aborde el tema para ser consciente de la preocupación que existe por la educación, como también lo es la superficialidad con que se aborda su solución: la culpa es de otros y, por lo tanto, también la solución. ¿Existen motivos para la esperanza? Por supuesto, pero lo primero es ser conscientes de la enfermedad, del diagnóstico. En segundo lugar, saber que esto tiene solución. Se necesitan educadores, y educadores somos todos, si estamos dispuestos a hacer algo más que quejarnos.
El problema es de tal magnitud que, si alguien resiste al pasotismo o a la indiferencia, inmediatamente le asaltan al menos dos tentaciones: la primera es creer que la tarea es tan inmensa que requiere de recursos extraordinarios. La segunda es la famosa y habitual: “Total ¿para qué? No podemos hacer nada por mucho que queramos”.
La primera tentación es razonable y, hasta cierto punto, creíble. Es mucha la tarea que requiere la situación actual. Pero si bien hay que pensar en lo universal, en los ideales, hay que actuar en lo concreto, pasar a la acción. San Ignacio se propuso cambiar el mundo bajo el impulso de Ad maiorem Dei gloriam, pero exigía a los suyos la mayor perfección en cada una de las tareas diarias, para lo cual el examen de conciencia diario era imprescindible. De nada servirían los grandes pactos políticos, los acuerdos legislativos si cada profesor, cada padre o madre, cada alumno no asume su responsabilidad.
La segunda tentación es más peligrosa aún: “¿para qué sirve todo mi esfuerzo si no es más que una gota en el océano de la mala educación?”. Si fuera cierto, quedaría justificada nuestra pasividad, incluso calmada nuestra conciencia. Algo similar le dijeron a santa Teresa de Calcuta respecto a la insignificancia de su esfuerzo diario y el de todas sus hermanas para erradicar el mal del mundo. Con la humildad propia de la Santa, contestó: “Sí, es verdad. Lo que hacemos es sólo una gota en medio del océano. Pero sin nuestro trabajo, el océano sería una gota más pobre”.

El padre Morales insistía en que no hay crisis de jóvenes sino de educadores. Así es, en efecto, pero educadores lo somos todos por el hecho de vivir en comunidad. El profesor de matemáticas, por ejemplo, educa desde el momento que entra en clase. No solo cuando enseña su materia, sino también con su forma de ser, de presentarse, de mirar, escuchar y atender a los alumnos. Pero también educa, cuando, como ciudadano anónimo saluda al vecino al salir de su casa, camina por la ciudad, conduce, paga los impuestos, se informa o expresa su opinión respecto de la situación política con respeto, pero con el rigor y valentía que necesita una sociedad plural.
Todos, queramos o no, somos educadores, con independencia del estado civil, profesión, religión, situación social, económica o estado de ánimo. El hombre es por naturaleza un ser educador, todos educamos con lo que decimos, con lo que callamos, con lo que hacemos y con lo que omitimos pero, sobre todo, con el ejemplo. Somos educadores permanentemente y no sólo cuando oficiamos de padre, madre, profesor o director de un centro escolar.
Muchos padres comentan preocupados cómo pueden educar a sus hijos en medio del ambiente tan adverso, de la ceguera moral imperante y de la falta de criterios. La respuesta es sencilla: siendo padres ejemplares —que no es lo mismo que padres perfectos, ya que los defectos de los padres también educan—, siendo testigos de que aún tienen vida los valores sobre los que hemos basado nuestra existencia. No podemos esperar al consenso social, a las medidas políticas u otros milagros.
Por lo tanto, y sólo desde una perspectiva humana, bastaría recordar que sin la aportación de cada uno, el problema no se puede solucionar. “Si cada chino barre su puerta, la calle estará limpia”. Ya sabemos que los españoles pensamos que si la calle está sucia, la culpa es del Ayuntamiento y de la falta de educación de la gente.
Pero existe un motivo más que comparto con la madre Teresa. Ante la misma cuestión antes planteada de la pequeñez de sus obras frente a la inmensa tarea, respondió con sencillez: “Yo nunca he querido cambiar el mundo. Sólo he procurado ser una gota de agua pura en la que el amor de Dios pueda reflejarse”.
Siempre son necesarias las gotas de agua pura pero, más aún, cuando hay lluvia de lodo. La sociedad, la educación actual, necesita muchas cosas, pero algunas imprescindibles y urgentes: educadores que, como gotas de agua, reflejen la necesidad de bien, de verdad y belleza que anida en el fondo del hombre por mucho lodo que inunde nuestra sociedad.