Por M. Teresa Ausín Martínez
El verano ha terminado. Y con él, las decenas de festivales de tecno, pop o rock que han hecho vibrar a miles de jóvenes por toda la península. Porque esta es una pasión compartida: la música. Un tema que apasiona a filósofos (¿es el gusto por la música algo innato?), neurocientíficos (¿cómo reacciona nuestro cerebro a la audición musical?), y a todo aquel con acceso a este arte. Porque si algo está claro es que, de todas las manifestaciones artísticas, la música es la que consigue que afloren nuestras emociones de una forma más inmediata e incontrolable. Y ese evidente empuje emocional la convierte en un poderoso instrumento. Ahora bien, ¿al servicio de qué?; ¿del puro sentimentalismo?, ¿de la desconexión de la realidad?
Otras formas de arte, como la pintura, la escultura, o la arquitectura, han estado, a lo largo de los siglos, al servicio de la evangelización. ¿Podríamos incluir a la música en este «club de la lucha»? El papa Francisco lo tiene claro: sí. Así lo afirmó en un encuentro con los Alumnos del Cielo, un grupo de jóvenes que, desde 1968, han recorrido toda Italia y gran parte de Europa dando conciertos y otras actividades de apostolado. «La música es otro modo de ser Iglesia misionera —dijo Francisco— capaz de contagiar y atraer a aquellos que esperan, quizás sin saberlo, un encuentro con Jesús».
También el cantante Nico Montero recordaba en Aciprensa, con motivo del Encuentro Europeo de Jóvenes de este verano, el gran poder de la música como herramienta de evangelización entre los jóvenes: «La música es capaz de conectar con los sentidos, con la razón, con la cabeza y, en cuatro minutos que dura una canción, hacer una catequesis profunda», señala este autor que lleva más de 25 años en el mundo de la música católica.
Y como estos, son muchos los testimonios que apoyan el enorme poder de este arte para acercar a los jóvenes a Dios. Entre ellos, el de Daniel Gómez de la Vega, vocalista de La Voz del Desierto. Él tiene claro que la música es un «enganche espiritual buenísimo», un «don maravilloso para profundizar en Dios, enamorarte y comprometerte con él, con su obra y con los demás». A través de ella, hay personas que terminan llegando a la fe de la forma que él quiere. Ahora bien, aclara el cantante, «el amor por la música es igual que en una pareja: al principio uno se enamora de la belleza, pero se debe continuar conociendo al otro, si no, se acaba pasando». Hoy es especialmente importante hacer música que pueda llevar a Dios, que pueda tocar a alguien y, así, hacerse preguntas, pero luego debe continuar con una vida interior, con una relación de tú a tú con el Señor. La música de los curas rockeros y de tantos otros grupos es un don del que Dios se vale para poder llegar a los más jóvenes, hablando su lenguaje. Pero ellos tienen muy claro que es Cristo quien está detrás de todo eso y que ellos son «solo instrumentos».