Hoy son otros tiempos

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Hoy son otros tiempos. Ilustración: José Miguel de la Peña
Hoy son otros tiempos. Ilustración: José Miguel de la Peña

Hoy son otros tiempos, podría ser uno de esos “tantos tontos tópicos” que el profesor Aurelio Arteta denuncia y glosa con perspicacia de filósofo en sus artículos periodísticos.

Se emplea el mantra para frenar en seco cualquier juicio ético crítico sobre comportamientos actuales; se blande amenazante ante generaciones anteriores para marcar territorio; se usa sentenciosamente para mostrar comprensión y tolerancia con las generaciones emergentes. Hoy son otros tiempos… Con una proposición tan simplista nos ahorramos todo esfuerzo intelectual de análisis y, sobre todo, evitamos las brazadas contra-corriente: estamos con la tribu. Son muchos los que no se atreven a manifestar lo que sienten ante múltiples manifestaciones de nuestra sociedad por el temor a no ser modernos. Piénsese, por ejemplo, en el arte llamado contemporáneo, en la música que más suena, en ciertas indumentarias juveniles, etc.

En el fondo, el burladero retórico de que hoy son otros tiempos, esconde frecuentemente un impulso a liberarse de la autoridad de los antiguos, fascinados por el movimiento. O, si se quiere, se pretende destituir el ser para tomar partido por el devenir, por el transitivo permanente, por el presentismo sin raíces, por un mundo que, lejos de fundarse en el orden de los fines dados, se ensimisma en el orden de las causas y de los mecanismos funcionales que se da a sí mismo. El mundo del pensamiento del siglo XXI se nos presenta instalado en la renuncia a la pretensión propia de toda la tradición filosófica de desvelar el ser verdadero de lo dado y en la afirmación posmoderna de la plasticidad sin límites del hombre, de la sociedad, de las cosas.

Pero todo esto tiene sus consecuencias. La principal es que, instalados en esta perspectiva, la verdad se considera hija del tiempo y no hija de la autoridad de la razón. Buscar la verdad ya no supondrá convocar a la realidad ante la razón para comprenderla, sino dejar pasar el tiempo, porque para el moderno, toda verdad y todo valor tienen fecha de caducidad. Es material fungible. Esta actitud se convierte en origen de relativismo y de nihilismo.

Se diría que, para el ultramoderno, es menester percibirse permanentemente de su tiempo para sentirse vivo. Tan bochornoso puede ser para él vestir con modelos pasados de moda, usar artilugios electrónicos de antepenúltima generación, como practicar las costumbres y normas de educación y de ética aprendidas de sus mayores. ¿No resulta ridículo el empeño, tan recurrente, de la persona mayor, quizás ya de “tercera edad”, por ganarse la calificación de joven? “En espíritu soy un muchacho” me suele decir algún abuelete exhibiendo su flamante chándal. Y, para mí, pienso que, el recurso a los “espíritus”, es un aviso de desahucio. Por ese camino se idolatra lo nuevo, lo joven, lo actual, lo vital en detrimento de todo aquello que el tiempo ha hecho tomar poso y peso.

Este año se lleva mucho; es muy moderno, me suelen argumentar enfáticamente en el comercio al ofrecerme los correspondientes productos casi siempre que necesito comprar indumentaria.

No lo dudo —suelo contestar—, pero yo no soy moderno, como usted puede ver. Yo soy mayor y mi trabajo me ha costado…

Este clima, a menudo alentado por educadores más preocupados de hacer “fans” de sus alumnos por vía de contemporización, que de despertar en ellos el “coraje de la verdad”, ha impactado en la misma línea de flotación de la educación. Con este lastre, la escuela ha olvidado que, como decía L. Giussani, “para educar es necesario proponer adecuadamente el pasado”. La crisis de la autoridad de la que se quejan amargamente los educadores ¿no estará enraizada en ese “adanismo” de tantos jóvenes y adultos que pretenden inaugurar cada día la historia con un desprecio prepotente al pasado? Se diría que, para ellos, el progreso nace del choque de los contrarios. Lo nuevo no sucede a lo antiguo. Le hace frente. Cosas de la dialéctica histórica… El maestro habría de tener la suficiente grandeza de espíritu como para transmitir a su discípulo la sentencia del escritor francés A. Finkielkraut: “Yo pienso porque había alguien antes que yo. Toda primera vez tiene un pasado”.

Si la libertad se reduce a la ausencia de vínculos, la ruptura y el olvido de los tiempos anteriores serán percibidos como una liberación y un ideal educativo susceptible de cultivo en las aulas. Por eso la escuela suele ser el paraíso de los ideólogos. Ellos no se preguntan qué es y cómo es la naturaleza perenne, el ser, de la realidad, sino cómo queremos nosotros los ideólogos que sea. Y, entonces, la fuerzan y la violentan para acomodarla a sus ensoñaciones redentoras. Por eso la educación vive en estado de equilibrio indiferente y, cada amanecer, son otros tiempos.

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