Cuando dábamos forma a este número de Estar nos sacudió el anuncio de Benedicto XVI de renunciar como Pontífice de la Iglesia católica. No nos cabe ninguna duda: estamos ante un acto de humildad que mira al bien de la Iglesia y de ningún modo ante un acto de temor o cobardía.
El Papa se abraza a la cruz con un realismo lúcido y confiado: “Lo he decidido en plena libertad y por el bien de la Iglesia, después de haber rezado largo tiempo y de haber examinado mi conciencia ante Dios, profundamente consciente de la gravedad de este acto… Me sostiene e ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo. Él no le hará faltar nunca su guía y cuidado…”, revelaba el Miércoles de Ceniza.
Al renunciar, Benedicto XVI manifestaba que en el futuro quería «servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria». No es una huida. En la Vigilia de Cuatro Vientos de la JMJ, soportando la tromba de agua tras negarse a abandonar el aeródromo como le sugerían, se entregaba a la adoración ante Cristo expuesto en la Eucaristía, acompañado por sus jóvenes, en medio de un silencio que se escuchó en todo el mundo.
El 24 de febrero, ante una plaza de San Pedro abarrotada de fieles para el rezo del último Ángelus, confesaba: “El Señor me llama a dedicarme todavía más a la plegaria y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia”. Y precisaba: “Al contrario, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda continuar sirviendo a la Iglesia con la misma dedicación y el mismo amor con que lo he hecho hasta ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y a mis fuerzas”. Nos deja así una consigna que no podemos ignorar: “la primacía de la oración, sin la cual todo el empeño del apostolado y de la caridad se reduce a activismo”. Podría decirse, con el Señor, que el Papa nos da un nuevo ejemplo escogiendo la mejor parte: No la más cómoda. La mejor.
Estos días escribía con llaneza un joven en Facebook, uno de esos areópagos en los que el Papa ha querido estar también presente: “El señor Ratzinger (sic) ha renunciado toda su vida. Así de sencillo. El Papa renunció a una vida normal. Renunció a tener una esposa. Renunció a tener hijos. Renunció a ganar un sueldo. Renunció a la mediocridad. Renunció a las horas de sueño, por las horas de estudio. Renunció a ser un cura más, pero también renunció a ser un cura especial. Renunció a llenar su cabeza de Mozart, para llenarla de teología. Renunció a llorar en los brazos de sus padres. Renunció a, teniendo 85 años, estar jubilado, disfrutando a sus nietos en la comodidad de su hogar y el calor de una fogata. Renunció a disfrutar su país. Renunció a tomarse días libres. Renunció a su vanidad. Renunció a defenderse contra los que lo atacaban. Vaya, me queda claro, que el Papa fue un tipo apegado a la renuncia.
“Y hoy me lo vuelve a demostrar. Un Papa que renuncia a su pontificado cuando sabe que la Iglesia no está en sus manos, sino en la de alguien mayor, me parece un Papa sabio. Nadie es más grande que la Iglesia. Ni el Papa… Hoy en día, Ratzinger se despide… crucificado por los medios de comunicación, crucificado por la opinión pública y crucificado por sus mismos hermanos católicos. Crucificado a la sombra de alguien más carismático. Crucificado en la humildad, esa que duele tanto entender. Es un mártir contemporáneo, de esos a los que se les pueden inventar historias, a esos a los que se les puede calumniar, y no responden. Y cuando responde, lo único que hace es pedir perdón: ‘Pido perdón por mis defectos’…
“Pues ahora sé, Señor Ratzinger, que vivo en un mundo que lo va a extrañar. En un mundo que no leyó sus libros, ni sus encíclicas, pero que en 50 años recordará cómo, con un simple gesto de humildad, un hombre fue Papa, y cuando vio que había algo mejor en el horizonte, decidió apartarse por amor a su Iglesia. Va a morir tranquilo señor Ratzinger. Sin homenajes pomposos, sin un cuerpo exhibido en San Pedro, sin miles llorándole aguardando a que la luz de su cuarto sea apagada. Va a morir, como vivió siendo Papa: humilde”.