
«¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3), se preguntaban las mujeres camino del sepulcro aquella mañana de la resurrección. Es una pregunta que también resuena en nuestros días, frente a obstáculos que parecen imposibles de mover.
Pero al llegar, vieron con asombro «que la piedra estaba corrida y eso que era muy grande» (Mc 16,4). Así actúa el Señor: nos sorprende abriendo caminos cuando todo parecía cerrado y remueve lo que creíamos inamovible.
Cristo resucitado se nos presenta como el divino cerrajero, capaz de abrir todo tipo de cerrojos y cerrazones, incluso los de la mente y del corazón. Los relatos evangélicos muestran cómo, tras su muerte, los discípulos quedaron encerrados espiritualmente: sus ojos no reconocían, su entendimiento no comprendía y su corazón estaba paralizado. Y hasta físicamente: el cenáculo permanecía «con las puertas cerradas por miedo a los judíos» (Jn 20,19 y 26).
Pero Jesús entra. No le detienen las puertas cerradas. Se coloca en medio de ellos, y los conforta «como un amigo consuela a otro amigo», según detalla finamente san Ignacio en los Ejercicios Espirituales. Les abre el entendimiento para que comprendan las Escrituras» (Lc 24,45). Y a los discípulos de Emaús, que al principio no lo reconocen, les abre los ojos al partir el pan (Lc 24,31). Y no solo los ojos: también su corazón, antes apagado por el desaliento, comienza a arder (Lc 24,32).
Esta apertura transforma la pasividad y el miedo en movimiento: María Magdalena, las demás mujeres, Pedro, Juan, los de Emaús… ahora corren, no por miedo, sino por la alegría de haber encontrado al Resucitado.
Incluso las tumbas se abrieron (Mt 27,52), como signo de que la muerte ya no es final, sino umbral que se abre hacia la vida eterna.
También nosotros podemos vivir esa experiencia de apertura si decimos al Señor «¡Quédate con nosotros, que atardece!» (Lc 24,29). Y, como entonces, Jesús no rechaza la invitación. Entra, se queda y nos abre su Corazón. Comparte su vida, nos muestra el rostro del Padre y nos enciende en el fuego de su Espíritu.
Y esta apertura de los ojos, el entendimiento y el corazón, nos pone en Movimiento, nos lanza al mundo. Como ha expresado ya León XIV en su primera aparición pública: estamos llamados a ser «una Iglesia (…) siempre abierta —como esta plaza [de San Pedro]—, a recibir con los brazos abiertos a todos aquellos que necesitan nuestra caridad, nuestra presencia, diálogo y amor».
El 31 de mayo celebramos la Visitación de la Virgen María, inicio de Campaña de la Visitación, que se prolongará durante el verano. Cuando Isabel abrió su casa a María, también se abrió a la presencia del Espíritu Santo, que llenó y transformó su vida.
Si también nosotros abrimos este verano nuestras puertas a la presencia de María, ella traerá consigo a Jesús, y experimentaremos cómo el Espíritu Santo abrirá más y más nuestros ojos, nuestro entendimiento y nuestro corazón. Entonces también nuestros brazos se abrirán, dispuestos a servir, como María, comenzando en casa, y saliendo sin miedo a las periferias.
Santa María de la Visitación, visítanos. Abre nuestras casas, nuestros ojos, nuestros corazones y nuestras mentes a los dones del Espíritu Santo. Y que su amor nos desborde en una caridad activa, abierta, sin reservas.






