Jubileo extraordinario de la misericordia

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Escultura de la Pasión
Escultura de la Pasión

Por P. Rafael Delgado

El papa Francisco ha convocado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia que dará comienzo el 8 de diciembre de 2015, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, y concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20 de noviembre de 2016.

En la Bula de convocatoria, Misericordiae vultus, el Santo Padre expresa el objetivo de este tiempo extraordinario de gracia: que a todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros.

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La Inmaculada y la Puerta de la Misericordia

¿Es casual la coincidencia del día de la Inmaculada Concepción de María y la apertura de la Puerta de la Misericordia en la Basílica de San Pedro en Roma? El Papa Francisco ha querido destacar el significado del 8 de diciembre para la historia reciente de la Iglesia, por ser este año el cincuenta aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II (8-XII-1965), un Concilio en el que la Iglesia que ha querido acercarse al hombre de hoy, cada vez más alejado de Dios, con la medicina de la misericordia para curar sus heridas, como hiciera el buen samaritano de la parábola evangélica.

Pero también ha querido señalar el Santo Padre el vínculo entre María, concebida sin pecado original, y la misericordia: Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cf. Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona (Misericordiae vultus 3).

Así, la Virgen Inmaculada, llena de gracia, representa el inicio de un mundo nuevo, en el que la misericordia vence al mal y la gracia desbordante redime y recrea al ser humano, sometido a las consecuencias del pecado. Por medio de Ella nos ha venido Jesucristo, el Redentor, de modo que bien podemos aplicarle el título de “puerta de la misericordia”. No pueden ser más acertadas, personalizadas en la Virgen, las palabras con las que el Papa describe la Puerta Santa de este Año jubilar: quien entre por ella podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza. Como Madre nos abre su Corazón Inmaculado para que nos encontremos con Jesucristo y descubramos su insondable misericordia.

San Ignacio de Loyola nos da ejemplo de esto cuando en su Diario espiritual llama a nuestra Señora “parte o puerta de tanta gracia”, al sentir con mucha fuerza un día en la Misa que María intercede por él y que está tan unida a Jesús que forma parte del don que está recibiendo, de modo que su alma se llena de luz y de consuelo.

Sería muy acertado a lo largo de este Año de la Misericordia celebrar, especialmente algunos sábados que sea posible litúrgicamente, la Misa de Santa María, Reina y Madre de misericordia, contenida en el Misal de la Virgen María. En el bellísimo prefacio se da gracias al Padre porque María ha experimentado la misericordia de Dios de un modo único y privilegiado y así puede acogernos cuando acudimos a Ella para que nos alcance misericordia de su Hijo. Ciertamente, la Virgen Santísima ha sido redimida de un modo excepcional al ser preservada del pecado original en el instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador (Bula Ineffabilis Deus de Pío IX). Dejemos que las palabras del mencionado prefacio resuenen en nuestro corazón, invitándonos a la alabanza de Dios, Santo y Misericordioso:

Ella es la Reina clemente,
que, habiendo experimentado tu misericordia
de un modo único y privilegiado,
acoge a todos los que a Ella se refugian
y los escucha cuando la invocan.

Ella es la Madre de la misericordia,
atenta siempre a los ruegos de sus hijos,
para impetrar indulgencia
y obtenerles el perdón de los pecados.

Ella es la dispensadora del amor divino,
la que ruega incesantemente a Tu Hijo por nosotros,
para que su gracia enriquezca nuestra pobreza
y su poder fortalezca nuestra debilidad.

Misericordia: la vía que une a Dios y el hombre

En María, imagen purísima de la Iglesia, contemplamos de modo eminente lo que cada fiel cristiano está llamado a ser. Si en Ella la misericordia de Dios se manifestó llenándola de gracia y haciéndola inmaculada, disponiéndola así para ser la Madre del Redentor, en nosotros la misericordia divina es perdón de nuestros pecados y transformación de nuestros corazones heridos, capacitándonos para la santidad.

La Bula Misericordiae vultus nos invita a poner la mirada en Jesús para percibir en su rostro el amor misericordioso del Padre de los cielos. Es un Padre que no se da por vencido hasta disolver el pecado y superar el rechazo con el perdón y la misericordia; un Padre que se llena de alegría al perdonar; un Padre que, como diría el santo Cura de Ars, se da más prisa en sacarnos del pecado que una madre en sacar a un hijo del fuego en el que se ha caído. Las parábolas de la misericordia nos ofrecen el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón (n. 9).

De entre las parábolas de Jesús, hay una que establece la conexión entre la misericordia de Dios y la misericordia entre los hombres, la del “siervo despiadado” (cf. Mt 18,21-35). Es la de aquel criado a quien el rey perdona una gran deuda y después él no perdona a su compañero una deuda mucho más pequeña y lo mete en la cárcel hasta que le pague. Cuando el dueño se entera, le recrimina su actitud y lo entrega a los verdugos, pues ¿no debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? (Mt 18,33). El papa Francisco ofrece una magnífica conclusión de esta parábola:

Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia (n. 9).

En consecuencia, la misión de la Iglesia es hacer evidente la misericordia del Padre, anunciarla, vivirla y testimoniarla para que tantos hijos pródigos reencuentren el camino de vuelta al Padre: En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia (n. 12).

Misericordiosos como el Padre

Magnífico programa para este Año jubilar: hacer de nuestros hogares, familias y grupos, verdaderos “oasis de misericordia”. Ello supone en primer lugar que cada uno de nosotros se disponga a escuchar la Palabra de Dios en el silencio de la oración: Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso (Lc 6,36). Toda la vivencia y las acciones que podamos hacer en este tiempo parten de aquí: contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida (n. 13).

Jesús es la encarnación de la misericordia, nos ha dicho san Juan Pablo II tan certeramente: A quien le ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre, rico en misericordia (Dives in misericordia 2). Quisiera detenerme en un rasgo de la misericordia revelada por Cristo, a fin de concretar ese programa de ser “oasis de misericordia”. El Catecismo de la Iglesia Católica se hace eco de un comportamiento de Jesús con los pecadores sorprendente: no se limita a perdonar al pecador, sino que le acoge en su compañía y le devuelve al seno del pueblo de Dios:

Durante su vida pública, Jesús no solo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios de donde el pecado les había alejado o incluso excluido (CCE 1443).

Al actuar así, el Señor desafía las murmuraciones —ese acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15,2)—, y muestra que su misericordia puede regenerar los corazones otorgando una misión a quien se ha dejado perdonar por Él. Recordemos a Mateo, a María Magdalena, a san Pablo y a tantos santos en la historia de la Iglesia que, una vez que se han encontrado con la misericordia del Señor, han sido grandes apóstoles aventajando incluso a los que siempre han permanecido en la casa del Padre.

La Iglesia hoy se siente como un “hospital de campaña”, llamada a acoger, curar y reconstruir a tantas personas heridas o humilladas por situaciones de pobreza, soledad, relativismo desorientador, sufrimiento. Por ello, las obras de misericordia pasan al primer plano de nuestra acción apostólica. Nos dice el papa Francisco:

Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos (Misericordiae vultus 15).

A los jóvenes que peregrinarán a Cracovia para vivir la XXXI Jornada Mundial de la Juventud en el próximo verano de 2016, les hace el Papa una propuesta muy directa en el Mensaje de convocatoria: A ustedes, jóvenes, que son muy concretos, quisiera proponer que para los primeros siete meses del año 2016, elijan una obra de misericordia corporal y una espiritual para ponerla en práctica.

Recordemos, pues, las obras de misericordia que caracterizan al discípulo misionero de la nueva evangelización: las corporales son dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos; y las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia los defectos del prójimo, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.

“¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas?”

La Bula Misericordiae vultus en sus páginas finales, nos invita a vivir el misterio de la Comunión de los santos, buscando ayuda para nuestra fragilidad en la intercesión y el ejemplo de los santos. Aún refulge entre nosotros la figura de santa Teresa de Jesús, cuya santidad y magisterio nos han iluminado en la celebración del V Centenario de su nacimiento. La tomamos en estas últimas líneas como testigo y cantora de las misericordias de Dios, para que nos ayude a vivir este nuevo año jubilar contemplando y amando una bondad tan buena y una misericordia tan sin tasa (Moradas I,1).

Santa Teresa de Jesús sabe muy bien el origen de todas las gracias y mercedes que recibió en esta vida: la oración, firmemente determinada a perseverar en ella. Esta fidelidad a la oración la considera una gran misericordia de Dios: Harto gran misericordia hace a quien da gracia y ánimo para determinarse a procurar con todas sus fuerzas este bien. Porque si persevera, no se niega Dios a nadie. Avisa de que el enemigo pone mucho interés en que dejemos la oración: son tantas las cosas que el demonio pone delante a los principios para que no comiencen este camino de hecho, como quien sabe el daño que de aquí le viene, no sólo en perder aquel alma sino muchas. Y es que el que ora con perseverancia no llega solo al cielo, arrastra con él muchas almas: Si el que comienza se esfuerza con el fervor de Dios a llegar a la cumbre de la perfección, creo jamás va solo al cielo; siempre lleva mucha gente tras sí. Como a buen capitán, le da Dios quien vaya en su compañía (Vida 11).

En su experiencia de oración se refleja lo que más arriba se ha señalado, que el que contempla la misericordia del Padre, manifiesta que es su hijo siendo misericordioso como Él. Así, comentando la petición del Padre nuestro, “perdona nuestras ofensas”, santa Teresa entiende muy bien el “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, porque quien ha sido perdonado por la misericordia divina goza perdonando:

No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió. Porque tiene presente el regalo y merced que le ha hecho, adonde vio señales de grande amor, y alégrase se le ofrezca en qué le mostrar alguno (Camino de perfección 36).

Que este Año de la Misericordia, iniciado bajo la mirada de la Inmaculada Virgen María, sea ocasión para llenarnos de la misericordia de Dios y para ser sus cauces hacia quienes no la conocen aún. Esperemos mucho del Amor misericordioso de Dios, pues, en palabras de la santa andariega, nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir. Sea bendito para siempre, amén, y alábenle todas las cosas (Vida 19).

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