P. Tomás Morales, SJ (extracto de Hora de los laicos, pp. 23-36).
Póngase en marcha a los laicos, y se desencadenará un potencial de fuerzas que transformará el mundo. Están remansadas, pero dispuestas a inundar en cuanto se levante la compuerta.
Bautizados parásitos
Un cardenal inglés cuenta que un recién convertido, la víspera de bautizarse, preguntó al sacerdote cuál es el papel del laico en la Iglesia. Le respondió: «La posición del seglar en nuestra Iglesia es doble: ponerse de rodillas ante el altar, es la primera; sentarse frente al púlpito, es la segunda». El cardenal añade con ligera ironía: «Se le olvidó añadir una tercera: meter la mano en el portamonedas».
No nos extrañe. Somos tributarios de una tradición de siglos. Dom Gueranger decía muy convencido: «La masa del pueblo cristiano es esencialmente gobernada y radicalmente incapaz de ejercer ninguna autoridad espiritual, ni directamente ni por delegación».
Una Iglesia en que los seglares sean solo beneficiarios de la acción jerárquica y no fermento vivo unido al sacerdote en el trabajo por la difusión del Evangelio, se parecería a un cuerpo vivo bloqueado por miembros atrofiados. Acabaría descomponiéndose y muriendo.
La comunión del pueblo con el obispo es la que constituye la Iglesia; pero esa unión común no existe si el laico es solo miembro pasivo, un mero usufructuario, un ser inerte, una materia sobre la cual actúan los clérigos. Estos seglares serían en la Iglesia vegetantes, parásitos que chupan, pero no transmiten vida. Estarían en ella para su bien, pero no para el bien de la Iglesia. Serían una «masa», opuesta al «pueblo de Dios», a ese laos del que los laicos reciben etimológicamente su nombre. Pío XII gustaba de contraponer «masa», algo amorfo, pasivo, uniforme, a «pueblo», realidad orgánica, viva, operante.
Lamentables consecuencias
El olvido de la auténtica misión del laico es nefasto para la Iglesia y el mundo. Este olvido arrastra a un clericalismo por parte de la Iglesia y a un laicismo por parte del mundo. Clericalismo, que inconscientemente lleva a parte de la jerarquía a querer regular directamente lo temporal desde el punto de vista de los intereses religiosos, sin respetar esa autonomía —no independencia— de lo profano de que nos habla el Vaticano II y los papas más recientes. La consecuencia pastoral de esta actitud no ha podido ser más funesta. Ha favorecido, por una parte, la inercia de los laicos, que se han inclinado a vegetar en clima de sujeción mal entendida, de pasividad amorfa. Ha dado alas, por otra, al laicismo para avanzar en la sociedad, al no encontrar bautizados laicos preparados para afrontar sus responsabilidades cristianas en el mundo, y desde dentro del mundo.
Esta posición ha contribuido a engendrar laicos que no han caído en la cuenta de que el Evangelio es la única solución radical y profunda a la problemática del mundo.
Bandera siempre desplegada
El seglar posee, como bautizado, el dinamismo de la fe que le exige iluminar todas las realidades profanas. Como laico comprometido con los afanes del mundo, cumple un deber que solo él puede llenar: cristianar sus estructuras.