Por Mar Carranza
Cuando contemplo mi vida, me parece estar ante un gran cuadro impresionista en el que, al tomar distancia del mismo, descubro un maravilloso paisaje. Está pintado cuidadosamente, a veces con pinceladas muy gruesas, pero si se observa a la distancia correcta y con mirada atenta, se descubre toda la maravilla de un espectáculo de luces y de sombras lleno de armonía y equilibrio. Soñado para mí, su autor es el Señor y la materia pictórica, los acontecimientos de la vida.
Estudié en Madrid a finales de los años ochenta en la Universidad Complutense. Tuve la sorpresa de encontrar trabajo muy pronto —a los tres meses de haber finalizado mis estudios de licenciatura— con uno de los mejores sociólogos del momento. Continué mi formación (máster, postgrado y doctorado) compatibilizando mi trabajo con la colaboración en un Departamento de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Fueron años intensos de formación que me capacitaron para saltar a la Universidad, a la que me dediqué en exclusividad.
En esos años comencé el noviazgo con el que hoy es mi marido y nos casamos. Nuestro amor pronto tuvo un nombre: el de mi primera hija. Disfruté de ella durante toda mi baja maternal hasta el momento de mi incorporación al trabajo en que se me planteó por primera vez una disyuntiva dolorosa entre la dedicación al trabajo (mi vocación profesional) y el cuidado de mi hija, que no llegaba al año de vida. Mis jornadas laborales duraban doce horas. El trabajo me gustaba y mi ego se sentía satisfecho pero mi vida familiar quedaba reducida al mínimo.
Vivía a una velocidad sobrehumana, hasta que hablaron los acontecimientos: Un accidente de coche desencadenó una enfermedad crónica que me obligó a vivir en bajas laborales de larga duración. No fue fácil enfermar, quedarte en casa, perder tu status. Tener que abandonar la investigación y, sobre todo, la docencia, me costó mucho. Me encontraba aturdida, desconcertada.
Pero mi dolor y desconcierto (pinceladas gruesas de ese cuadro) estuvieron entretejidos de infinitos detalles del Señor (pinceladas suaves): mi marido que nunca dejó de estar a mi lado, de valorarme, de respetarme, de admirarme; para él, aun enferma, era la misma que siempre, (¡ahora afirma que mejor!). Mi hija, que con sólo mirarla me comunicaba la fuerza para sufrir. La llegada de mi segunda hija, fue otro regalo del Señor. Los cruzados de Santa María, con nombres concretos, caminaban a mi lado, a nuestro lado, adaptando su paso al nuestro. Los profesionales adecuados que cuidaron mi dolor… Dios hizo conmigo el milagro de la curación de los ojos y oídos de mi alma para poder verle y escucharle. Poco a poco me fui persuadiendo de que en todo este camino él me llevaba en sus brazos y María —la madre— me cantaba al oído para que todo fuese más dulce. Y así, llegó Candela, mi tercera hija y llegó, como su nombre indica, iluminando con mayor plenitud nuestras vidas. Ya eran tres amores que daban plenitud al amor conyugal.
Sentía que me encontraba en un barco, a veces tranquilo y sereno, otras azotado por la tormenta. Reconocer al Señor en estos acontecimientos de mi vida evitó mi naufragio y el de mi familia. Pero esto no fue fácil. Cuando finalmente, después de muchos problemas, me concedieron la incapacidad laboral, dos sentimientos opuestos me inundaron: por un lado, la alegría de que se reconociera que la realidad de mi enfermedad no era un invento de mi imaginación; por otro, la pena de no poder volver a ejercer más la docencia.
Poco a poco se fue haciendo la luz. Con los sentidos abiertos pude ir leyendo en el acontecer de mi vida: Dios me había ido reduciendo a pobreza, quitando de mí los asideros humanos del ejercicio de la profesión que tanto me ilusionaban, para ir descubriendo desde mi pobreza, mi verdadera vocación, la más profunda, grabada en mi naturaleza: la vocación a la maternidad, al cuidado de los míos. Una vocación que no podría realizar sin mi vocación matrimonial.
El Señor comenzó conmigo una obra de arte, que espero lleve a buen fin. Un cuadro magnífico en el que domina la belleza: A través de mi enfermedad me ha manifestado que el sufrimiento puede ser un camino de paz, de serenidad que me ha liberado y me ha descubierto el sentido de mi vida.
Ahora vivo en un silencio que yo no elegí, pero que acepto como un regalo. Desde él intento cumplir la misión de amar, cuidar, ser voz callada. Ser y estar al lado de los míos y de los que se acercan esperando ser escuchados. Un silencio y una escucha que permiten mi entrega en plenitud para que otros vivan. Vivir y contemplar a mi marido, mi vocación. Acompañar en libertad el crecimiento de mis hijas (reconociendo que ellas me han sido dadas en custodia pero no en propiedad) y de tantos amigos que recalan en mi corazón: unos, quedándose; otros, partiendo, pero todos haciendo una parada en su fatigoso caminar, descansando en diálogo sereno.
A lo largo de los años he constatado la belleza de hacer de mi vida oración y sentir que, desde mi pequeñez y pobreza, colaboro con el Señor en su proyecto salvador, aceptando que «tengo que disminuir» para que él crezca en ellos.