“Laicos en Marcha” Móstoles (Madrid), 08-05-2010
Cuando se pretende reflexionar sobre la realidad del ser humano, bien sea desde una perspectiva histórica, bien desde una perspectiva psicológica, es fácil quedar fascinado por la grandiosidad de su poder, al mismo tiempo que se siente un cierto estremecimiento ante su extrema fragilidad. Tanto su (nuestra) historia colectiva como la individual no es sino la historia de una desconcertante paradoja, una permanente antinomia de contrarios. Al lado de las más sublimes construcciones nos podemos encontrar con las más crueles destrucciones; junto a los más sorprendentes avances, conviven las más sobrecogedoras regresiones. El hombre, capaz de las mayores alturas morales, parece, a su vez, expuesto a las más brutales degradaciones.
Esta realidad dual no es, sin embargo, un destino impersonal que, en forma de principios del bien y del mal, de la luz y de las tinieblas, vayan atrapando fatalmente al hombre como creía Manes. No es tampoco una ley natural impuesta de enfrentamiento dialéctico entre la tesis y la antítesis del materialismo histórico. En el fondo, este ir y venir de lo más noble a lo más miserable, del éxtasis a la náusea, puede ser el más claro testimonio de que el hombre es sujeto de la historia: El principio que rige este acontecer histórico vendría a decir que cada vez que el ser humano, haciendo uso de su libre albedrío, franquea determinadas fronteras, parece entrar en el reino del caos y de la autodestrucción.
¿Dónde empieza lo sagrado?
En el relato bíblico de los orígenes del hombre -y los orígenes quizás no haya que entenderlos solamente desde una perspectiva cronológica, sino desde una perspectiva sustancial, de condición humana, orígenes en cuanto fundamento- se nos viene a proponer el perfil de esa realidad histórica del ser humano: el hombre y la mujer (los primeros hombres no son un hombre y una mujer, sino el hombre y la mujer, no sólo porque todavía no hay otros, sino porque representan lo humano como realidad dual…) viven en paz y en armonía con la naturaleza y consigo mismos. Pero tienen una prohibición. El resto de la naturaleza no precisa de prohibiciones puesto que tienen su destino dado. El ser humano, sin embargo, es dueño del suyo. El resto de la naturaleza tiene unas tendencias que le llevan fatalmente a ser lo que tienen que ser. El ser humano tiene in-tenciones que puede poner en una o en otra dirección. Es, pues, al hombre a quien se dirige la prohibición, la advertencia: «Pero no comerás del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, porque el día que comas, con certeza, morirás». Es tanto como decir: he aquí el «orden de la naturaleza». En tanto en cuanto te atengas a esa orden, tendrás armonía, paz y progreso. Pero en el momento en que cruces ese umbral en nombre de la ciencia, en nombre de la razón, en tu propio nombre para establecer otro orden (¿otro orden?) distinto en el que tú determines qué es el bien y qué es el mal, ese supuesto orden se volverá contra ti.
El mensaje del relato (revelación para el creyente; mito[1] o símbolo literario exclusivamente para el no creyente) podría hoy ser perfectamente integrado en la sensibilidad ecológica. Son cada vez más las voces que se alzan para avisar de los peligros que supone ir más allá de lo permitido por el «orden establecido» en la naturaleza. Las puertas del «paraíso terrenal» pueden cerrarse detrás de nosotros si no somos capaces de detenernos en sus umbrales, nos vienen a decir todos los ángeles de Greenpaece, custodios de la pureza y de la armonía natural: «no comerás del árbol de la ciencia…»
En el fondo, pues, hay una lindera que separa aquello que es intocable – lo sagrado– de aquello que se puede manipular -lo profano-, entre el «tabú» y la «noa». Entre aquello a lo que hay que servir con actitud reverente -sacerdotal («sagrado» procede de «sacer») y aquello de lo que me puedo servir.
La verdadera tragedia humana surge siempre que el ser humano se autoproclama omnipotente, en posesión del poder universal y desprecia la pregunta humilde del «esto ¿qué es?» de la razón pura (limpia), para sustituirlo por el «¿qué quiero yo que sea esto?» de la razón instrumental. En ese momento deja de existir lo sagrado para ser convertido todo en profano: fuera del «fanum», del lugar sagrado: «Seréis como dioses». Ya no hay prohibiciones o tabúes y, por lo tanto, todo vale. Todo vale igual. Y cuando todo vale igual, nada vale nada. Este es el drama de implantación de la «voluntad de poder» de Nietzsche en nuestra cultura: el yo endiosado es incompatible con la realidad de lo otro y del otro. Hagamos desaparecer todo límite. Hagamos aparecer el superhombre que lo puede todo. El hombre termina mirándose a sí mismo y sintiendo vergüenza de su desnudez. El superhombre -la super-raza, la superinteligencia, la superburocracia, el supercapital- termina siendo lobo para el hombre.
Este ha sido el proceso de nuestra historia. Como señala Olegario González de Cardenal, a partir del siglo XIII se va a producir una quiebra apenas imperceptible en el pensamiento: «una reflexión de origen religioso hace ver al hombre que es imagen de Dios sobre todo porque puede hacer y deshacer lo que hay: no porque es hecho, sino porque es hacedor. Posteriormente esta consideración perderá arraigo religioso y se inicia un proceso de secularización del pensamiento, de la ciencia y de la técnica como instrumento de transformación de la naturaleza y de la sociedad sin relación con lo sagrado. El hombre se considera el origen de sí mismo y reclama poder absoluto. Deja entonces de existir la naturaleza y casi todo se convierte en cultura y en civilización. En este momento el poder absoluto ha tomado dos formas: la ciencia y la política que reclaman del hombre confianza y adhesión absolutas».
Todas las realidades humanas pierden su sacralidad natural para ser investidas de la sacralidad que le quieran conceder la ciencia y la política. Por ello concluirá González de Cardenal: «la humanidad contemporánea está haciendo la experiencia del poder absoluto en orden a los medios, junto con la experiencia de la incapacidad absoluta frente a los fines». No parece importar qué es el hombre, qué es la familia, sino qué queremos nosotros – los que creemos tener el poder absoluto- que sea el hombre o la familia.
SER PERSONA
¿Dónde se sitúa, pues, esa frontera entre lo sagrado y lo profano? De una u otra manera siempre hemos de desembocar en la máxima de Séneca: «homini homo sacra res». He aquí el referente final de tejas abajo ¿Por qué? ¿Solamente porque nos hemos puesto de acuerdo como mecanismo de autodefensa, o porque es una sustancia que pide, exige, una actitud de respeto y cuidado reverente?
La gran diferencia entre la persona y los seres no personales radica en que, mientras éstos últimos viven encadenados a su «fatum», el ser humano nace para ser: es dueño de su destino. Puede «realizarse», o puede «deshumanizarse» por reducción a niveles que no se corresponden con su naturaleza. Ser persona significa pertenecerse a sí mismo de manera fundamental e intransferible. Por eso es inobjetable: no puede ser reducido a cosa. Es original: no está fundado o explicado por otra cosa, ni por la economía ni por la política ni por la cultura… Es incomparable: no clasificable en ningún sistema ni sometido a categoría alguna: indiviso e insumiso. Por ello podemos hablar de su dignidad: lo que le corresponde por su condición.
Pero la persona es una realidad dinámica. Utilizando la terminología de Zubiri, el hombre es una personeidad «sagrada» que debe conquistar su personalidad. «La persona se encuentra implantada en el ser para realizarse… Esa realidad radical e incomunicable, que es la persona, se realiza a sí misma mediante la complejidad del vivir«. O, como dirá Julián Marías, el hombre es un «ser viviente».
Ser hombre, por lo tanto, no es solamente «estar ahí, de la misma manera que puede estar un objeto, un vegetal o un animal. No es ser o hacer cualquier cosa, sino ser lo que se debe ser…
Pero para ser lo que se tiene que ser, para llegar a la conquista de la personalidad, el ser humano precisa de una acción y de un clima que lo propicie y lo conduzca en la dirección de tal realización. Este clima de relaciones interpersonales exige, a su vez, ser respetado con la misma reverencia que se respeta el ser personal, puesto que es el ámbito natural e insustituible de la personalización. Ese ámbito es la familia y comparte con la persona el carácter de sagrado.
Bien ser y bienestar
Fijemos nuestra atención sobre ese carácter sagrado de la familia. Si venimos afirmando que el destino del hombre es construir su propio destino en la dirección de su ser; si, con Artamendi Muguerza afirmamos que «en el fondo de nosotros mismossiempre que no estamos marchando hacia eso que somos, surgirá una de las situaciones más trágicas de la existencia del hombre: el hastío, el aburrimiento, la sinrazón, la frustración, el sentimiento de fracaso…«, entonces tendríamos que preguntarnos dónde se juega verdaderamente ese destino y esa realización del hombre. ¿En la economía? ¿En la política? ¿En los foros internacionales en los que se discuten y se negocian las más sesudas y trascendentes cuestiones? Sin duda, en cualquiera de esos ámbitos se podrán llevar a cabo tomas de decisiones en dirección humanizadora o en dirección deshumanizadora. Pero el verdadero destino de la personalización se lleva a cabo en la familia.
La confrontación ideológica del siglo pasado y del actual ha gastado sus mejores esfuerzos intelectuales en definir estructuras y superestructuras macrosociales dentro de las cuales el hombre se pudiera desalienar más eficazmente. Todas ellas, a pesar de los paraísos prometidos, no han venido sino a constituir nuevas enajenaciones. Y es que, al fin y al cabo, como nos recordará Marcuse, no es lo mismo el Estado del bienestar que el Estado del bienser. Reducido el hombre a simple objeto de producción y de consumo, o reducido a simple elemento del sistema social pastoreado por el Estado, no puede aspirar más que a estar, como puede estar cualquier objeto o cualquier elemento subordinado. Su mayor y única aspiración queda reducida a estar bien, al bienestar.
Pero solamente ‘estar’, supone cosificación, objetivación. Los objetos o las cosas están ahí solamente. Son un producto hecho, un «artefacto». Su manera de ser es la de estar. Si no reconocemos sustantividad al ser humano puesto en la existencia, lo reducimos a un producto de las circunstancias históricas, culturales, económicas, etc. No es, pues, de extrañar que la mirada se centre en las circunstancias a las que se apela como si fueran dioses que pueden disponer caprichosamente del hombre: se las teme, se las responsabiliza del destino del hombre, se las reta con actitud trágica.
No importa ser libre, sino estar libre. Y estará libre el que tenga más poder. Por eso al poder siempre le estorban los demás poderes, aunque sea el pequeño poder familiar.
El bien del estar es el bienestar, regido por el principio del deseo. Todo cuanto se oponga al deseo -al placerse considerará represivo. Será necesario consensuar toda norma. Encerrados todos en una estancia sin salida, pongámonos de acuerdo para no molestarnos. No podemos ir más allá de la tolerancia, que emana, en este caso, lógicamente, del nihilismo y de la indiferencia al ser del otro.
Desde el estar no es posible la convicción, sino la postura, la «posse». No se pregunta hoy «¿cuáles son sus convicciones acerca de…?, sino «¿cuál es su postura acerca de…»? Pero sabido es que las posturas que se mantienen un tiempo prolongado cansan y deforman. Será preciso entonces cambiarlas con frecuencia, relativizarlas, para sentirse cómodos. Por ello se sustituirá la ética por la estética. La excelencia será monopolizada por la «gente guapa». No importa hacer el bien, sino quedar bien.
Así el cuerpo pasará a cobrarse su revancha por el tiempo que permaneció esclavo del alma y se erigirá en centro. Si solamente estoy en el mundo, es que solamente soy un cuerpo, y este cuerpo precisa ser cultivado como centro: asistimos a una cultura absolutizadora del cuerpo. La fibra muscular, las medidas armónicas, el disimulo de la arruga… Pero el cuerpo, cosa entre las cosas, se desalma, se des-anima y pierde capacidad de lucha, de perseverancia de ascesis.
Estar únicamente como cuerpo en un espacio, es carecer de intimidad y, por lo tanto, no se puede aspirar sino a la di-versión. No habrá lugar para la concentración ni para la intimidad.
Si el hombre, pues, ha nacido para estar, no le resultará imprescindible la familia. Las funciones de ésta pueden ser asumidas por el Estado del bienestar. Papá y mamá Estado.
Sin embargo, se quiera o no, el hombre ha nacido para ser. El compromiso de los padres es ese: los hemos traído al mundo para que se realicen como personas. Y por ello, afirmamos que el ámbito natural e insustituible de la personalización es la familia.
La identidad personal
A).- En efecto: Reiteramos: ser persona es, en primer lugar, ser un yo, contar con una identidad, poder llegar a percibirse desde lo más interior como un ser sustantivo con propiedad sobre sí mismo. Pero, al mismo tiempo, ser persona incluye también la alteridad, es decir, la percepción del yo con, hacia, para, en, desde los demás. Lo es en la medida en que es un yo con apertura creativa a los demás.
Todo lo dicho supone la necesidad en el sujeto de la afirmación del propio yo. La tendencia o necesidad básica de toda persona es la de percibirse a sí misma como alguien digno de valor. Quizás sea esta una manifestación más del instinto de conservación individual, tal como afirma Lersch. La satisfacción de esa necesidad hará aparecer en el sujeto el sentimiento de confianza básica, imprescindible para poder asegurar la autoestima suficiente en orden a la percepción de una identidad clara. El sentimiento de confianza básica, a su vez, irá asociado a la satisfacción de las necesidades de relación, de arrimo, de vinculación: en último término, a las necesidades de diálogo desde los fondos más profundos de la afectividad. Es ya un lugar común la afirmación de que una buena parte de las patologías de despersonalización, o lo que es lo mismo, de falta de autonomía personal, proceden del «descarrilamiento del diálogo» afectivo en los momentos claves de la infancia, tal como señala Rof Carballo.
Más tarde, la conciencia de autoestima va a depender de la respuesta de estima que le den las demás personas respecto a los actos realizados. Los demás se convierten en espejo donde se refleja la propia imagen. Si el espejo no admite como buenas más que las imágenes de utilidad, de adaptación al sistema, de poder, etc., surgirá en el sujeto un frustrante sentimiento de cosificación, de despersonalización. «Un ser para la pura miseria», como diría Leonardo Polo.
Son los años en los que se va a constituir la urdimbre de la personalidad tal como ha descrito magistralmente Rof Carballo: «Se llama urdimbre a esa textura primera que se establece entre el niño que acaba de nacer y las personas tutelares y, en general el mundo y la sociedad. Con este término, que significa textura o trama fundamental, he querido dar a entender (…) que se trata de una textura básica del hombre sobre la que luego van a tejerse las demás estructuras psíquicas que determinan para siempre e inexorablemente todo lo ulterior, sin dibujos (…) La urdimbre primera seleccionará del mundo de lo real un conjunto de informaciones y eliminará otras. Hacen que el individuo responda a la realidad con unas pautas y no con otras. Esta información «selectiva» y estas pautas de respuesta son transmitidas o transferidas por la sociedad que acoge al recién nacido«.
Así, pues, conviene interrogarse acerca de cuál es el ámbito natural donde el hombre puede encontrar con más garantías la satisfacción de las necesidades descritas, con el fin de elaborar una urdimbre firme, de autoafirmación, en la que crece la imagen de una identidad gratificante. Y ahí nos encontraremos siempre con esa específica comunidad humana, fundada no sobre simples acuerdos contractuales, sino sobre el amor, donde al otro se le acepta solamente porque es. Cuando se pasa esa frontera, cuando se altera ese clima, se está profanando – sacando de fuera de lo sagrado- no ya a la familia solamente, sino a la persona que, por su específica naturaleza, la necesita y la exige.
Nadie tiene derecho a contaminar ese medio insustituible de personalización, ni desde dentro ni desde fuera: Los padres tienen derecho a tener hijos, a decidir el número y el momento de tenerlos. Pero una vez tenidos, son los hijos los que tienen derecho a tener padres en un clima afectivo que garantice su pleno desarrollo personal. No sería legítimo, pues, llamar familia a cualquier asociación si ésta no favoreciera el verdadero proceso de personalización. Ni tendría derecho moral a denominarse familia aquélla que, aun reuniendo los caracteres formales, no reúne condiciones para cumplir su función primordial. Quizás sea oportuna reproducir aquí una reflexión de Francisco Secadas: «Sabido es que el equipo genético del hijo procede al cincuenta por ciento de los cromosomas maternos y paternos. El recién nacido entra en el mundo en un medio dispuesto genéticamente a comprenderlo y a ampararlo como parte entrañable. El resto del mundo le es extraño. En ningún otro ambiente hallará la exigida atmósfera de felicidad, amor y entendimiento que encuentra en la familia y, por ello, nace con derecho de pertenecer a una«.
Pero al mismo tiempo, es preciso decir que toda intromisión desde fuera para sustituir los específicos roles de los miembros de la familia, bien sea con el señuelo de la profesionalidad técnica, con la celada de la socialización y democratización o con cualquier otra, es una profanación más que va a dificultar el crecimiento personal del sujeto. Pretender privar al niño de ese primer espacio reducido del calor humano que necesita para que eche raíces su yo en nombre de cualquier causa sedicente ética o social superior, sería condenarlo a una personalidad débil e insegura. Una tal personalidad mendigará permanentemente la aceptación de los demás y buscará la dependencia sin poder llegar a ser nunca él mismo. Entonces será masa moldeable y manipulable. Quizás desde esta perspectiva pueda entenderse el afán de ‘desintimizar’, de frivolizar y de intervenir la interioridad de la familia por parte de unas u otras ideologías: si lo que interesa es poder disponer del individuo, saquémoslo del lugar sagrado; convirtamos lo privado en público. El hombre entonces, sin tierra donde enraizar, se sentirá desenraizado y desterrado a merced de los vientos de mercaderes e iluminados. A todo manipulador le estorba la familia.
Socialización verdadera
B).- Pero, poniendo los acentos sobre la dimensión de la identidad ¿no estamos olvidando la vertiente de social, preposicional o de la alteridad de la persona? ¿No se ha acusado a la familia como el reducto del individualismo, del autoritarismo y de la insolidaridad social?
Quizás se olvida con demasiada frecuencia que la socialización no es mero proceso de adaptación al otro o a los otros, ni es un mero mutualismo producto de una negociación de intereses. La verdadera socialización se produce cuando, desde la seguridad en mí mismo, soy capaz de percibir al otro como un bien en sí que se merece algo o todo de mí. Va más allá de la tolerancia para desembocar en el respeto; va más allá de la participación democrática y ciudadana para alcanzar la solidaridad y el amor; va más allá del juego de contrapesos de derechos y deberes para culminar en la entrega.
Ante la ausencia de una socialización creativa, no se podrá hablar más que de una socialización defensiva. Pero para que se produzca esa socialización creativa, es preciso contar con la experiencia de una percepción del otro, no como alguien que viene a amenazar mi yo, sino como alguien que viene al encuentro para aceptarme solamente porque estoy ahí; que está dispuesto a darme algo y a darse sin pedir nada a cambio. Esta experiencia, sin duda, solamente puede producirse naturalmente en el seno de la familia.
Referente de unificación
C).- El proceso de plena personalización va todavía más lejos. Siempre se lleva a cabo dependiendo de la relación que el sujeto va estableciendo con cuanto le rodea. Dependiendo de la forma en que «metaboliza» todas las realidades que le circundan y lo constituyen, incluyendo su propia existencia -especialmente su propia existencia-, su personalidad tendrá unos u otros perfiles. Pero para ello precisa de unos referentes de interpretación estables en torno a los cuales integrar significativamente la percepción de su realidad y, en consecuencia, poder tomar posición creativa ante la misma.
Uno de los problemas que presenta precisamente la denominada cultura posmoderna es su instalación en la disociación o en la atomización. No hay una realidad, sino que hay infinitas realidades. Cada una de ellas parece explicar su sentido por sí misma, lo que es tanto como decir que carecen de sentido, puesto que el sentido de algo siempre está fuera de sí mismo. El rechazo de toda trascendencia o finalidad fuera de la realidad misma conduce inexorablemente a su trivialización, a su temporalización, a la subjetividad y al relativismo. Lógicamente, a falta de algún referente estable de unificación, vale todo, Pero vale de momento, en una situación determinada y según el dictado de la subjetividad. Como en dicha subjetividad no cabe convicción alguna estable, el único dictado posible será el del deseo y el de la conveniencia.
Se presenta así el mundo de la realidad, en el cual se incluye la existencia personal, como un «puzzle» de infinitas piezas revueltas sin modelo. No hay manera de construir con las mismas el dibujo auténtico de la propia vida, sencillamente porque se ha negado la existencia y la posibilidad de dicho dibujo. Esto le convierte al hombre en un ser arrojado al mundo, el cual, a su vez, está dominado por el azar y por el absurdo. Hablar entonces del ser, realizarse, personalizarse, etc., es un sarcasmo. Lo único auténtico y coherente será exprimir hasta la última gota de placer el minuto presente. El problema surgirá cuando sobrevengan los minutos y las horas sin posibilidad de placer…, o cuando ya no queden placeres por exprimir. Es entonces cuando surge el hastío. No hay lugar sino para los euforizantes. Si el hombre no es más que este amasijo de insignificancias ¿qué valor tiene? Y si no tiene valor ¿puede ser sagrado para alguien?
La personalización se va alcanzando en torno a una unidad de vida. Y esa unidad de vida solamente es posible cuando hay una cosmovisión suficientemente cohesionada. ¿Cuál puede ser el elemento aglutinador?
Sin duda son los valores. Cuanto más elevada es la valoración que el hombre hace de sí mismo y de la realidad, más unificada será la aludida cosmovisión, por cuanto, en la medida en que se distancia – trasciende- hacia arriba, tiene más posibilidades de percibir las unidades dispersas integradas como una totalidad.
He aquí por qué la familia cumple en prácticamente todas las culturas y en todos los tiempos la función de transmitir a las nuevas generaciones las cosmovisiones más significativas. Forma parte de la función epigenética. Sería cruel, un auténtico maltrato moral, poner sobre la vida a un nuevo ser y decirle: «Te he dado una existencia, pero ésta no tiene ningún sentido. Te he dado algo que no tiene ningún valor. Te hemos condenado a una ‘pasión inútil’. Te hemos condenado a la frustración y a la neurosis».
Esta función corresponde, sin lugar a dudas, de forma preferente a la familia. Es la única instancia social que, esencial y naturalmente, desea la felicidad de sus miembros por encima de cualquier otro deseo. Y como quiera que la felicidad está directa y estrechamente vinculada a los bienes y valores de sentido, será preciso, una vez más, no profanar este ámbito con imposiciones educativas desde ninguna instancia de poder; con ninguna imposición pseudo-ética, sea cual sea la vía, en nombre del bienestar; con ninguna sutileza manipulativa ni en nombre del bien común, ni en nombre del progreso, ni en nombre del consumo.
No se puede consentir la reducción al vacío del individuo por reducción al vacío de la familia, ya que el tal vacío, siempre terminará llenado por quienes pretende cambiar la felicidad del individuo por el interés individual.
Matrimonio núcleo
D).- Ese carácter sagrado de la familia, demanda que sea considerado también como sagrado el núcleo desde donde se expande todo el conjunto de las relaciones interpersonales que harán posible la verdadera personalización. Me estoy refiriendo al matrimonio. Como se nos recordaba en Informe de las Naciones Unidas sobre el Año Internacional de la Mujer, «hombres y mujeres forman dos aspectos de la misma esencia vital y unidos hacen posible la vida humana».
¿Cómo se podría satisfacer la necesidad afectiva de vinculación del niño si el receptáculo personal que lo gesta no cuenta con ninguna vinculación y es inestable? ¿Es posible una percepción del otro que sirva de base para el desarrollo de la seguridad y de la «confianza básica» cuando los otros sobre los que ha de apoyar su crecimiento sitúan su relación en la provisionalidad, en la transitividad o en la fragilidad de una negociación de intereses? Frivolizando y reduciendo el amor a simple conjunto de estímulos-respuestas de carácter sensorial o epidérmico, se frivoliza y se reduce, consecuentemente, el matrimonio. Vaciado el matrimonio, se termina por vaciar a la familia. Vaciada la familia, la persona queda a la intemperie. Lo sagrado habrá quedado reducido a despojos…
Protección indispensable
Por todo lo dicho la familia exige una especial protección social que se ha de demandar con la fuerza de quien defiende lo que procrea. Es precisamente la función de personalización que lleva a cabo la familia la mayor aportación que la misma puede hacer a la sociedad. Con frecuencia se suele olvidar que, por ello mismo, es «el primer agente de socialización de las generaciones futuras» y, en consecuencia, «se ha de urgir a los gobiernos a reconocer la maternidad y la paternidad como una función social«. No en vano la familia ha sido reiteradamente declarada por los más altos organismos internacionales como la «unidad básica (primaria, fundamental) de origen natural de la sociedad«.
Esto supone, pues, que ha de ser objeto de protección y apoyo económico, social y moral por parte de todos los poderes públicos para poder cumplir dignamente sus funciones.
Tal protección y apoyo exigirá:
- Que los poderes públicos respeten y promuevan la intimidad, independencia, dignidad e integridad de la familia.
- Que el hecho de la paternidad o de la maternidad no sean nunca motivo de ningún tipo de discriminación laboral o social.
- Que en todo tipo de políticas culturales, laborales, económicas y de desarrollo se tengan en cuenta prioritariamente las funciones y necesidades de la familia y el impacto que aquéllas puedan tener sobre la comunidad familiar.
- Que se respete y se creen las condiciones para hacer efectivo el derecho básico a decidir libre y responsablemente el número de hijos y el momento de tenerlos.
- Que toda política de población sea siempre respetuosa e, incluso, valore positivamente el importante papel de la familia, promocionando actitudes conscientes y responsables hacia el matrimonio y la reproducción, situando por encima de cualquier otra consideración el valor de la vida en cualquiera de sus estadios de crecimiento.
- Que se reconozca por vía de hechos que los padres tienen el derecho y la responsabilidad preferente de la educación y del desarrollo de sus hijos. Esto supone el reconocimiento efectivo del derecho indeclinable de los padres a elegir el modelo de educación que se ha de dar a sus hijos.
- Que se tomen medidas legales dirigidas a garantizar los mismos derechos y responsabilidades de hombres y de mujeres dentro de la familia, así como iguales oportunidades para desarrollar sus potencialidades.
- Que se valore el trabajo del hogar como una contribución al desarrollo.
- Que se preste especial protección a las familias y a los miembros de las mismas en situación de desvalimiento.
- Que los sistemas fiscales no sean nunca discriminatorios contra la familia, limitando su independencia o el justo derecho de sus miembros a acceder al mercado laboral.
- Que los medios de comunicación de masas contribuyan a la creación de un clima de respeto a la familia.
Pero, si importante es demandar la protección de la sociedad a la familia, es mucho más importante conseguir que la familia se proteja a sí misma. Creo que el mayor enemigo de la familia puede ser la familia misma cuando no está dispuesta a cumplir las funciones que su naturaleza le exige. El primer derecho y el primer deber de la familia es ser familia. Los derechos y los deberes que se abandonan terminan por ser arrebatados…
Principio y fin
No puedo terminar esta exposición, que lleva el título de la «la familia, espacio sagrado de personalización», sin referirme a lo más nuclear, a lo que le da verdadera dimensión trascendente. Lo verdaderamente sagrado es siempre la causa primera y causa final de cualquier realidad. El creyente en el Dios que se le revela sabe dónde está su origen y dónde está su fin. Su origen y su fin es lo verdaderamente sagrado, es a lo que debe servir, es a donde se debe dirigir.
Dios quiso hacer al hombre a su imagen y semejanza. Porque es a imagen y semejanza de Dios, es sagrado. Pero, como Dios es Amor, y, por ello, es Uno y Trino, lo que viene a crear no es al hombre solitario, sino a la familia. Así como Dios no podría ser Amor si no hubiera en Él otro, así el hombre no podrá llegar a ser plenamente hombre -personalizarse- a imagen de Dios si no lo fuera a través de la inmersión en el amor humano arquetípicamente presente en la familia. Por ello la familia es Sacramento del Amor de Dios (imagen del Amor de Dios) y, en consecuencia, sagrada. Si es cierto que la realidad familiar tiene una dimensión sacramental implícita en clave humana, es necesario que sea vivida en las coordenadas explícitas de la dimensión sobrenatural para que adquiera plenitud. Pasar de la experiencia del amor de la historia humana a la historia de la Redención. Pasar del boceto a la obra terminada y perfecta. Pasar del dominio de la psicología y de la sociología al dominio de la fe.
NOTAS:
[1] El mito, como dice Leonardo Polo, es una modalidad sapiencial por cuanto trata de explicar las preguntas y las averiguaciones acerca de los dos temas centrales que afectan al hombre: el fundamento y el destino.