La gesta de la sangre

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Así titula Daniel Rops uno de los más brillantes capítulos de su Historia de la Iglesia de Cristo. Fue Nerón el primero que, muy a su pesar, desató mediante la efusión de la sangre el potencial multiplicador y santificador del seguimiento de Cristo. A partir de su discutible hazaña, el “Christianus esse non licet” (no está permitido ser cristiano), fue convertido en principio jurídico y consigna de intolerancia frente a la libertad de buscar la Verdad y de vivir conforme a Ella.

Y apunta el historiador: “De reinado en reinado, de dinastía en dinastía, ese ejemplo dado por aquel histrión loco había de ser imitado por otros (…) Cristiano y carne de suplicio fueron tenidos, desde un principio, por sinónimos. Desde el año 64 (con el incendio de Roma) hasta el 314 (tras el Edicto de Milán), no hubo un solo día en que no pesase sobre el alma fiel la amenaza, siempre posible, de un fin espantoso… Y de esos 250 años de historia brotó como de los jardines del pequeño valle vaticano, ese mismo grito de angustia y de agonía del cual había sabido hacer la fe, ya desde las primeras torturas, un grito de esperanza.”

Al completar en su carne lo que faltaba a la Pasión de Cristo (Col. 1, 24), estos héroes de los primeros tiempos dieron a su fe sincera y sencilla el sello de su dramática oblación, sin el cual ninguna verdad triunfa en la tierra, y nos “ofrecieron a las futuras generaciones unos modelos que no se han desvalorizado ni por las insulseces piadosas ni por los panegíricos insuflados de leyenda de los comentaristas. La mitad al menos de los nombres venerados en el ciclo santoral del año litúrgico pertenece todavía hoy a este periodo”. (D. Rops, Ibíd.)

En nuestros días la fe cristiana es la más dilatada, pero sigue siendo a la vez la más perseguida. En países como Irak, Pakistán, Arabia Saudita, Bangladesh, Egipto, India, China continental, Uzbekistán, Eritrea, Nigeria, Vietnam, Yemen y Corea del Norte, el río de la sangre fluye caudaloso, alimentado principalmente por la muerte y el sufrimiento de los seguidores de Cristo.

En enero, Benedicto XVI dedicó su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz y su alocución al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, a denunciar la vulneración, impune tantas veces, del derecho inviolable a la libertad religiosa, llegando a lamentar sin rodeos que “los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de la fe”. Muchos, decía, sufren “violencias e intolerancias” en varios países de forma cruel y abierta, y en ellos “la profesión y expresión de la propia religión comporta un riesgo para la vida y la libertad personal.” Es el martirio rojo. Ha sido especialmente brutal el asesinato perpetrado el pasado 2 de marzo sobre Shahbaz Bhattí, laico católico de 42 años y ministro pakistaní para las Minorías Religiosas.

Pero “en otras regiones, continúa el Papa, se dan formas más silenciosas y sofisticadas de prejuicio y de oposición hacia los creyentes y los símbolos religiosos.” Y esto nos pilla mucho más cerca. La burla soez, la acusación pública destemplada y calumniosa, la falsedad histórica y la acritud más acérrima, se desatan a diario en muchos países del viejo occidente cristiano, y son padecidas por pastores –el Santo Padre sin ir más lejos–, por sencillos hombres y mujeres, por jóvenes en sus lugares de estudio y diversión, que se ven humillados y despreciados, padeciendo el martirio blanco de su fidelidad perseverante.

En la arena de los ‘coliseos’ de hoy, como en el de Roma, miles de cristianos “imitadores del amor verdadero” (S. Policarpo), elevan con la gesta de su sangre una sencilla cruz, muda protesta contra la barbarie, himno de libertad y símbolo de un eterno triunfo.

Al recordarles desde estas páginas, rogamos a nuestro Dios que esa sangre siga siendo semilla de nuevos santos, y contagioso ejemplo para nosotros.

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