Por Raúl del Toro
La belleza de los sonidos ordenados ha ocupado un lugar importante en todas las culturas y civilizaciones. Entre las innumerables perspectivas posibles puede ser interesante fijar aquí la atención en tres modos de comprender la relación del hombre con la música.
Por una parte, ha existido desde antiguo una admiración ante la música en cuanto orden en el sonido. La relación existente entre sonidos de diferente altura se puede expresar con razones matemáticas, y por tanto su estudio pertenece a la comprensión de lo real. La música es, vista así, como algo cosmológico, una manifestación del orden que late en la inmensidad de lo existente. Esta perspectiva llegó con fuerza a la Cristiandad a través de los libros de Boecio (s. VI), principal nexo de unión entre la cultura greco-romana y el trance de las invasiones bárbaras. En los siglos siguientes la música se enseñó durante siglos en las universidades como una ciencia vinculada a las matemáticas.
Por otra parte, la música ha sido experimentada como algo influyente en el ánimo humano. Los antiguos observaron cómo unas maneras de ordenar los sonidos fomentaban ciertas virtudes, y cómo otras inducían a ciertos vicios. De ahí que la música se llegase a considerar una herramienta pedagógica.
En tercer lugar, la música ha sido un elemento estructural de la sociedad, aparejada a ciertos momentos de la vida en común. Durante mucho tiempo —así sigue siendo en muchas culturas— cada melodía o ritmo contenía referencias comprensibles para todo el cuerpo social: al nacimiento, a la muerte, al matrimonio, a la fiesta, a la guerra, a la paz, etc.
Estas tres perspectivas han sido experimentadas por el pueblo de Dios. La música, en cuanto referida a Dios y su creación, tiene una presencia frecuente en la Sagrada Escritura. Acciones como cantar, salmodiar o tañer instrumentos son asociadas a la proclamación de la gloria de Dios por parte de la creación visible encabezada por el hombre, así como en el cielo los ejércitos angélicos cantan al tres veces santo.
La relación de la música con el ser humano también es considerada en la Iglesia. Inicialmente se reflejó en la cuestión de los instrumentos musicales. Santo Tomás recoge la idea de que los instrumentos aludidos profusamente en el Antiguo Testamento correspondían a la carnalidad de la Vieja Alianza. La Nueva Alianza, sin embargo, debía traslucir su carácter espiritual mediante la omisión en el culto divino de los instrumentos confeccionados por los hombres, usando sólo de la voz humana creada por Dios. No obstante, cuando santo Tomás verbalizó este pensamiento (s. XIII) el rito romano llevaba varios siglos empleando el órgano en sus celebraciones. Las iglesias orientales, sin embargo, continúan aún hoy omitiendo los instrumentos en el culto.
Siguiendo a Chesterton cabría trazar un paralelismo entre estas dos posturas y los respectivos sustratos filosóficos del cristianismo en Oriente y Occidente: la herencia platónica del primero y la influencia aristotélica en el segundo, que se abre con más confianza a la relación de lo espiritual con lo material.
En cuanto a la música como elemento integrante de la vida comunitaria, es de observar que cada rito cristiano forjó melodías vinculadas a momentos concretos de la vida litúrgica. En este sentido, la precisión del canto gregoriano al encarnar el contenido y el contexto teológico-espiritual-litúrgico de la palabra es admirable, y en gran medida permanece inigualada.
A partir del s. XIII el perfeccionamiento de la notación musical propició una gran actividad de composición de nuevas piezas. Aquí surgió el problema de la adecuación de las nuevas composiciones al ámbito sagrado del culto divino. Juan XXII (s. XIV) defendió la integridad del canto gregoriano frente a la práctica de transformarlo mediante eruditos artificios de composición, y en la misma línea se pronunció el concilio de Trento (s. XVI). Posteriormente la cuestión de la música en la vida litúrgica de la Iglesia ha sido objeto de dificultades periódicas. A este respecto cabe recordar que la enseñanza continua de la Iglesia ha sido siempre la correcta y clara proclamación del texto sagrado, y el rechazo de cualquier tipo de música que evoque lo profano (lo no-sacro), teniendo siempre al canto gregoriano como modelo para el rito romano.
Más allá del marco público-cultual, se puede abordar la relación entre música y espiritualidad desde una perspectiva antropológica. Nuestra época está experimentando, en el ámbito de la música «popular» o «de masas», un peso creciente del aspecto rítmico respecto al melódico-armónico. Baste comparar el repertorio popular de hace 80 o 100 años (valses, boleros, canción lírica), o no digamos ya las valiosas tradiciones orales anteriores, con géneros del último medio siglo como el hard rock, el heavy metal, el house o el reggaeton, sin excluir lenguajes más moderados rítmicamente como el pop.
Dado que actualmente se está tratando de crear un repertorio «popular» cristiano partiendo de los géneros musicales más divulgados, no sería vano lanzar una mirada a las grandes cuestiones sobre la música y el hombre que fueron objeto de reflexión durante milenios. Simplemente para examinarlo todo y quedarse con lo bueno.