Por Rogelio Cabado Murillo
Hablando de la música soy de los que opinan que, si la música no existiera, habría que inventarla, porque la música es más que una secuencia de sonidos concatenados. La música tiene el potencial capaz de provocar desde la depresión hasta el éxtasis, y se ha convertido en parte clave de nuestro comportamiento como especie. Disfrutar la música es algo que nos diferencia de los animales, condiciona nuestro ser. Seríamos muy diferentes si la música, algo tan efímero, no formara parte de nuestra vida.
Hace años que se descubrió en neurología y psicología que escuchar melodías agradables no solo modifica el estado de ánimo, sino que puede influir positivamente en el desarrollo cognitivo humano, en el estímulo de la inteligencia y la salud.
Eso dice ahora la ciencia, pero, si os soy sincero, mi abuela ya lo sabía. Cuando había problemas en casa cantaba canciones que alegraban su estado de ánimo. Los hombres sabían que las tareas del campo se hacían más llevaderas cantando. Me contaba mi padre que los carreteros en Galicia cantaban al ritmo del chirrido de los ejes de la rueda… ¡Y eran felices!
Podemos preguntarnos: ¿existe algún mecanismo fisiológico que controle la cascada de emociones que sugiere la música?, ¿nuestra capacidad de creación, de inventar melodías tiene relación con el desarrollo de nuestro organismo?, ¿el amor por las notas se hereda?… Es cierto que nuestro organismo, el ritmo de su funcionamiento, nuestro corazón, nuestra psique, crea y disfruta de una pieza musical y la crea y disfruta por necesidad biológica y psicológica.
Hay un dato curioso, común denominador de las manifestaciones musicales en todo el mundo, desde los tantanes del África, hasta la pieza de jazz o tecno más sofisticada, por muy diferentes que sean: ritmo, timbre, tonalidad, estructura, tiempo, todas las músicas del mundo comparten líneas básicas comunes. Si entono «En los campos de mi Andalucía», me sugiere melancolía; si entonamos una rociera, una muñeira o una jota…, se eleva el corazón y anima a la alegría y la expresividad.
Un japonés, por ejemplo, detecta perfectamente que una rumba transmite sensaciones de alegría, buen humor y te eleva el espíritu; mientras que el cante jondo, produce melancolía, sensaciones tristes. La misma grafía de la música, por convención necesaria de inteligibilidad, es la misma en todos los continentes y razas: el pentagrama y las figuras musicales.
En psicología se estudia que la emoción es la sensación que se desencadena en nuestro interior cuando estamos esperando algo que finalmente llega —y que estábamos buscando— y, además, coincide con lo que esperábamos. Todavía la investigación, en este campo, aunque ha hecho muchos avances, no ha llegado a descubrir por qué una persona, cuando escucha o crea una obra musical, puede llegar a tener escalofríos, o sudar, o «se le ponen los pelos de punta», o ambienta al alma para la oración.
En el editorial de este número se cita a san Agustín cuando dice: Pues aquel que canta alabanzas, no solo alaba, sino que también alaba con alegría; aquel que canta alabanzas, no solo canta, sino que también ama a quien le canta.
Está claro que, bien utilizada, la música espiritualiza, despierta nuestros mejores sentimientos, nos abre el corazón al bien y, en definitiva, nos hace mejores.