Por Rogelio Cabado Murillo
La religiosidad popular es un conjunto de mediaciones o de expresiones de todo tipo en las que un sujeto —el pueblo— vive su actitud o su relación ante lo trascendente, ante el misterio (Evangelii nuntiandi, 48).
Por eso, al hablar de religiosidad popular, es connatural hablar de música. La música aporta a cada una de las manifestaciones de fe y religiosidad un papel clave, determinante, como respuesta alegre del corazón y de la comunidad.
El «espíritu de la música» está muy arraigado en todas las culturas. En la tradición popular, la música está intrínsecamente conectada. Su relación no es sólo estética, sino vivencial, religiosa. La música es una de las artes más efímeras. Una vez ejecutada, influye según la percepción y aceptación del oyente. Luego deja de existir, pero ha dejado sus efectos. «Sabemos de la música, sus causas y efectos, pero no de su esencia. Misteriosamente es una sucesión de sonidos producidos por vibraciones, que tienen altura y timbre, pero carecen de cuerpo, como la escultura, o color, como la pintura» (Schwarzer, 1998).
A lo largo de la historia, los momentos trascendentes han venido acompañados de ritmos, texturas musicales, modos en que se ha manifestado la estética y la emotividad. Las mayores experiencias de sensibilidad espiritual suelen suceder en complicidad con el rito y la música. Bien es verdad que la verdadera paz está en el silencio. Una y otra vivencia se complementan.
Somos un pueblo con un gran sentido de fiesta. La música, la danza, el fuego…, tienen un profundo sentido de alegría y religiosidad. Son momentos de descanso, celebración y convivencia. La mayoría de nuestras fiestas están vinculadas a la tradición religiosa. Son expresión de religiosidad popular, expresión de la tierra que pisamos, del aire que respiramos o el paisaje que admiramos. Por ello es tan importante velar por su calidad y calidez. La música afecta a la persona a nivel físico, mental y espiritual. La cantante cubana de Jazz Daymé Arocena nos dice: «La música es mi más bella forma de religiosidad…, es la lengua universal».
«La música y lo sagrado han ido siempre de la mano. Sentirse transportado por la música y entrar en la esfera trascendente, es algo evidente. Es ocasión para vivir momentos de efervescencia social, un crisol de emociones y sentimientos compartidos, una experiencia sagrada» (José María Mardones, Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo, Edit. Sal Terrae). «La música nos habla a menudo más profundamente que las palabras de la poesía, porque se aferra a las grietas más recónditas del corazón. Puedo considerarme muy feliz de haberla amado tanto» (Paulina Riero Weber, filósofa mexicana). Sin embargo, en la medida que se entrelazan música y poesía en sintonía perfecta, realizan en nuestro entendimiento el equilibrio que favorece la conexión a la trascendencia.
Desde siempre, el corazón humano ha expresado de forma popular, sencilla y afectiva, su trato con lo sagrado, especialmente en el mundo rural, desde la naturalidad de las costumbres de cada momento. Las formas musicales e instrumentales ayudan a esa comunicación. Son una mediación. La fe necesita expresarse, comunicarse. La religión, como tal, es una relación con Dios que permite el crecimiento en la fe. Sin formas de expresión —la música entre ellas— que acompañen nuestra relación con Dios, se encuentra mermada esa relación.
Ermitas, santuarios, romerías, procesiones, etc., son una manifestación antropológica de fe, que actualizan el pasado de quienes vivieron aquellas mismas fiestas, y una esperanzada transmisión a los que vendrán.
La veneración a los santos, a Cristo, a la Virgen María son muestra de esas raíces naturales de religiosidad.
«España es la tierra de María Santísima por excelencia. No hay un momento de su historia ni un palmo de su suelo que no estén señalados con el dulcísimo nombre de María. España es un gran santuario mariano del que cada provincia es una nave y cada ciudad un altar» (Pío XII al congreso nacional mariano. 12 oct 1954). Esas manifestaciones de fe se han acompañado de himnos, cánticos, melodías de tonos mayores o menores, monodias y polifonías, normalmente sencillas, fáciles de aprender y cantar, en una cómoda tonalidad y tesitura.
No obstante, es importante que cada composición se encuentre en su justa adecuación teológica, litúrgica y técnica. Hace poco tiempo me encontré con una persona componiendo un himno, cuyo texto animaba a «adorar a la Virgen María». Enseguida corrigió «adorar» por «alabar». Conviene pues, presentar a la Virgen, a los santos, en el marco bíblico y teológico del misterio global de la salvación, en íntima vinculación con Cristo y la Iglesia.
En otra ocasión escuché la interpretación del «aserejé» por una banda de cornetas y tambores en un paso de Semana Santa (ridículo, ciertamente). Contamos con compositores y músicos capaces de dignificar una pieza musical en función del ambiente religioso. La religiosidad popular es una ocasión para educar en la fe. Otras ocasiones he observado textos pobres en piezas musicales, donde no se respeta el acento silábico o prosódico. Es verdad que quienes componían esas piezas solían ser gentes sencillas del pueblo, con muy buena voluntad. Sin embargo, debemos cuidar los detalles técnicos compositivos que harán perdurar una obra. La devoción popular y por tal, sus piezas musicales, no solo debe exaltar la figura del santo que se celebra. Debe invitar a la implicación y vivencia cristiana, al crecimiento en la fe: a la oración, la confesión, la entrega a los hermanos, la coherencia de vida, etc.
Son varios los instrumentos musicales que dan forma a la música popular además de la melodía, escalas, ritmo, etc. Los instrumentos autóctonos han acompañado esta expresión musical: Grupo rítmico o de percusión, grupo de madera y metal, grupo de viento; (idiófonos, aerófonos, membranófonos, cordófonos…). La dulzaina, la flauta y tamboril, flabiol, bandurrias, gaitas, castañuelas, cítaras, cornamusas, guitarras, laúdes, acordeón, etc., han sido y siguen siendo instrumentos de valor musical popular que pueden acompañar a la voz, aunque no necesariamente.
La religiosidad popular es de una gran riqueza antropológica, hemos comentado. Las nuevas formas desde el ámbito musical, deben ser siempre bien acogidas cuando invitan a la devoción, la interioridad, el recogimiento, el júbilo, la comunicación con lo sagrado y la implicación fraterna. Velar por ello es dar sentido a la vida, favorecer la liturgia, la teología y la cercanía a la Iglesia; un medio estupendo para celebrar y vivir la fe, especialmente en el mundo de hoy. Una religiosidad así es siempre nueva, fresca, atractiva.