La Virgen de Fátima se mete en nuestros corazones. La Virgen de Fátima, a la cual debemos tantas cosas.
Porque yo tengo la suerte de haber podido celebrar 60 misas más de las que me correspondían porque aquel año [1942], Pío XII, al cumplirse 25 años de la primera aparición de la Virgen en tierras de Iría, anticipa para todos los sacerdotes del mundo la posibilidad de ordenarse el trece de mayo. Primer milagro. Primer prodigio. Primer regalazo.
Segundo. Unos años más tarde [1955], voy a ver a la autoridad eclesiástica correspondiente en la diócesis de Madrid en la primera decena de abril. Y me comunica la gran noticia: que la Cruzada de la Virgen ha sido aprobada verbalmente por el patriarca-obispo. Quise guardarme la noticia tres o cuatro semanas, para comunicarla a los primeros cruzados, el primero de mayo, durante la peregrinación a Fátima y allí, después de la misa, «licenciados» los militantes que se montaban en los camiones, me quedé con unos pocos entre los cuales está alguno de vosotros, y allí dije que la Iglesia había dicho sí a la Cruzada, porque el obispo auxiliar, al notificarle al patriarca de lo que se trataba, dijo estas solas palabras: «esta obra es de Dios; hay que aprobarla. Usted cuide de que nazca en la Iglesia». La Virgen de Fátima está en medio de todo esto.
Primer sábado septiembre [1954], hace casi cuarenta años (treinta y seis exactamente; se cumplirán en 1994 los cuarenta). Estuve a punto de perecer ahogado. Me había montado en un chinchorro (porque no era barca, así lo llamaban: chinchorro), con dos jesuitas que querían que les informase de lo que la Virgen estaba haciendo mediante el Hogar del Empleado. Después de pasar cuatro turnos seguidos en Gredos, y de gozar las maravillas que la Virgen iba haciendo entre aquellos jóvenes empleados (que tras diez o veinte años después de la primera comunión se acercaban a confesar), me fui a descansar en tierras de Galicia, a la desembocadura del Miño. Y les hablaba a aquellos estudiantes jesuitas, unos setenta u ochenta, de lo que la Virgen iba haciendo en Madrid. Y tres o cuatro de ellos me dijeron que querían hablar más despacio de todo eso. Y entonces, aprovechando el primer sábado, hacia las once de la mañana nos montamos en el chinchorro. Y el chinchorro era llevado por las aguas del río que desembocaba en el Atlántico. Uno de los tres se echó al mar para salvarnos a todos, porque creía que íbamos a perecer ahogados, y al echarse se agarró del barco y casi dio media vuelta. Nos hubiésemos ahogado todos y hubiésemos nacido a la vida eterna (qué horizonte tan maravilloso).
Total, la Virgen de Fátima metida en todas nuestras cosas, para concederme un corazón sencillo que sepa entender las palabras bíblicas: Cuando soy miserable, entonces soy más poderoso (2Cor 12,9). Alegrarme en mis fallos. Acerquémonos con confianza al trono de la gracia y de la misericordia. El corazón de la Virgen Madre es ese trono de misericordia y de gracia al cual nos tenemos que acercar.