Por Juan Rodríguez
María acudió a mi consulta de pediatría con su hijo de cuatro meses para una revisión y vacunarle. Llegó a España junto a su marido hace dos años, huyendo del hambre y de la guerra en África. Su marido, químico de profesión y profesor universitario en su país antes de tener que marcharse, trabaja aquí, por rachas, de peón en la construcción. Eso cuando tiene suerte y encuentra trabajo. El niño nació algo antes de tiempo, y tuvo un parto muy complicado. Sufre un retraso psicomotor llamativo por un probable daño cerebral. Veo que fue inicialmente al neurólogo y el niño empezó unas sesiones de rehabilitación que son muy importantes para su recuperación, pero solo durante los primeros dos meses. Luego dejó de ir. Cuando pregunto a María por qué no ha seguido llevando al niño, con un tono que denota cierto reproche, me confiesa que su marido lleva sin cobrar desde el mes siguiente al parto y no les queda dinero ni siquiera para pagar el abono transporte para ir al hospital. Y está demasiado lejos como para ir andando. En su voz y en lo poco que puedo ver de su cara, porque lo dice mirando para abajo, se puede palpar la vergüenza que siente al contarlo.
María no es su nombre real, pero todo lo demás sí lo es. Todos sabemos que casos como el de esta María no son ni mucho menos excepcionales en nuestro país, que no deja de ser uno de los más desarrollados del mundo. Pero es relativamente fácil construir un parapeto en el que instalarnos para garantizar nuestra comodidad, de tal manera que podamos vivir como si María no existiera. Como si fuera un caso aislado, tan poco relevante que no pueda ni deba cambiar nuestra visión de la realidad, nuestras prioridades, nuestra vida. Es fácil crear un espacio de confort donde nos sentimos cómodos y seguros, donde nada nos molesta ni nos interpela. Pero salir de ese ámbito de comodidad siempre suele ser bueno. Y más aún si es para situarse y caminar al lado del que tiene alguna necesidad. Suele requerir que saquemos lo mejor de nosotros. Un buen regalo, por cierto.
Muchas veces los cristianos podemos pensar que lo que nos define es nuestro conocimiento sobre la doctrina o la espiritualidad o nuestro grado de práctica religiosa. Pero Jesús mismo nos dice claramente que es viviendo el mandamiento del amor donde conocerán que somos sus discípulos (Jn 13, 34-35). Es más, como nos recuerda el papa Francisco, el criterio de autenticidad que los discípulos dan al mismísimo san Pablo cuando este les pregunta es «que no se olvidara de los pobres» (Gal 2, 10). Somos débiles, no somos perfectos, y sabemos que «la belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» [Francisco, Evangelii gaudium 195]. El amor de un padre puede ser igual de grande con todos sus hijos, pero su corazón se conmueve especialmente con aquel que más sufre. Y el hijo necesitado pasa a tener una atención prioritaria. En Jesús el Padre ve a todo hombre. Es por eso que si vivimos de verdad el Amor de Dios compartiremos con él su forma de amar. Su corazón compasivo con todos, y sobre todo con el que más sufre. La misericordia, que es un movimiento profundo del corazón hacia el más necesitado. Transformar un corazón de piedra en un corazón de carne, quizás sea la tarea principal de toda nuestra vida.
Lo contrario es la indiferencia. Mantener el corazón de piedra. Aprovecharse de los múltiples mecanismos que la sociedad del bienestar y la diversión nos ofrece para no pensar demasiado. Ni siquiera ver al necesitado, aunque lo tengamos cerca. Cambiar nuestras prioridades y nuestra implicación con el sufrimiento del mundo no se hace desde el voluntarismo o desde la imposición externa, sino en la medida en que me dejo interpelar por la realidad y respondo a ella desde el Evangelio. Joseph Ratzinger lo expresaba así siendo aún cardenal: los principios de la Doctrina Social de la Iglesia «nacen del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias, comprendidas en el Mandamiento supremo el amor a Dios y al prójimo, con los problemas surgidos en la vida de la sociedad» [Libertatis conscientia 72]. Será una realidad en mi vida en la medida en que me compadezco de esas necesidades y me sale del corazón hacer algo al respecto. En la medida en que es Jesús el que vive en nosotros y nos convertimos en su voz, sus manos y su corazón, para ocuparnos de nuestros hermanos que sufren.
Por cierto, no he dicho el nombre del hijo prematuro de María. El nombre verdadero no puedo decirlo, pero perfectamente podría haberse llamado Jesús.