Mente y cerebro: preguntamos por el hombre

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Cerebro artificial
Cerebro artificial

Por Jesús Luis Hurtado

Santiago Ramón y Cajal es considerado generalmente como el iniciador de la neurociencia moderna, al haber mostrado con claridad la morfología del sistema nervioso y los procesos conectivos de las neuronas. Desde finales del siglo XIX, y en especial en las últimas décadas, los trabajos sobre el cerebro han experimentado un progresivo y espectacular avance, se han desarrollado técnicas de neuroimagen que permite conocer mejor su anatomía y su funcionamiento, y los avances científicos acerca de la estructura y el funcionamiento del sistema nervioso han puesto de manifiesto el papel rector que el cerebro ejerce sobre el resto del organismo.

Sabemos muy bien que todas las funciones orgánicas están reguladas por el cerebro y que hay un permanente flujo de información entre los órganos corporales y éste.

Se han ido conociendo las localizaciones cerebrales de determinadas funciones sensoriales y motoras, así como de otras funciones superiores, y se ha distinguido el papel de los dos hemisferios. Por otra parte, aunque ciertas funciones de la mente están localizadas en determinadas zonas, el cerebro se comporta como un todo unificado. También se habla de diferencias significativas entre el cerebro femenino y el masculino…

Al mismo tiempo los descubrimientos delatan lo mucho que queda por conocer en torno al cerebro humano, y han servido para replantear el problema clásico de la relación entre el cuerpo y el alma en términos de la relación entre el cerebro (centro que recibe los estímulos del medio, los integra y da origen a las respuestas correspondientes), y la mente (núcleo subjetivo de los procesos de recepción y procesamiento de información y de la ejecución o inhibición de las respuestas… y tal vez algo más, en cuanto ápice de la conciencia y la libertad).

La estructura del problema, sin embargo, sigue siendo básicamente la misma: ¿Cómo explicarnos que existe una sutil pero evidente “sutura” entre el cuerpo y el espíritu? ¿Son los procesos mentales distintos o idénticos a los procesos cerebrales? Si son idénticos, ¿cómo los procesos cerebrales producen los procesos mentales? Si mente y cerebro son realidades distintas, ¿cómo interactúan entre sí? ¿Tiene el corazón sus “razones” que la razón no comprende, como decía Pascal?

LAS NEUROCIENCIAS

Las ciencias que estudian el sistema nervioso en su conjunto y el cerebro en particular resultan cada vez más influyentes en la configuración de la imagen contemporánea del hombre. Reflexionan sobre las bases biológicas de la conducta. Su gran mérito consiste en integrar diversas disciplinas en torno al estudio del sistema nervioso.

Gracias a este empeño integrador, han adquirido relevancia para la biología aspectos decisivos de la condición humana como la conciencia, la subjetividad, la libertad, etc., que habían quedado marginados porque resultaban inaccesibles para el método científico. Y se vuelven a plantear las sempiternas preguntas, abiertas a otros ámbitos del saber.

Al investigar el cerebro y los fenómenos más íntimos de la persona (pensamientos, decisiones, emociones, valoraciones, etc.), las neurociencias tocan lo más esencial del ser humano, su dimensión de identidad libre y espiritual. Es decir, no se trata ya de cuestiones de mero análisis acerca de lo que motiva el comportamiento humano, el carácter y el pensamiento de la persona humana, sino de la misma definición de ésta.

Esta definición ya no se refiere sólo a un individuo perteneciente a una especie, sino que expresa lo propio de la subjetividad personal, lo más nuclear de la realidad humana. Cada uno de los seres humanos es un “yo”, y esto nos lleva a concebir un sujeto único e irrepetible, de naturaleza racional, llamado a llenar su vida de sentido mediante el desarrollo responsable y comunicativo de su libertad, recibiendo y aportando. Se aprecia con ello que el ser humano no es sólo biología, sino que es también “biografía”, protagonista responsable de una historia, vivida inequívocamente en primera persona.

EL CEREBRO

El cerebro es la parte más importante del sistema nervioso, es un órgano de gran complejidad que constituye el centro de este sistema. La mayor parte corresponde a la corteza cerebral, una capa de tejido neuronal plegado cuya superficie recuerda la fisonomía de una nuez pelada. El sistema nervioso central se encarga de la detección de estímulos sensoriales, la transmisión de informaciones y la coordinación general. Regula la relación entre el cuerpo y el exterior, dirige el funcionamiento de todos los órganos del cuerpo. Las células nerviosas -las neuronas- están especializadas en transmitir los impulsos nerviosos.

Se ha estimado que el cerebro humano contiene unos cien mil millones de neuronas, de las cuales cerca de diez mil millones son células corticales. Estas células transmiten información a través de hasta mil billones de conexiones entre neuronas, las llamadas sinapsis.

El cerebro controla y regula las acciones y reacciones del cuerpo. Recibe continuamente información sensorial, analiza estos datos y luego responde, controlando las acciones y funciones corporales.

La Neurobiología concibe el sistema nervioso como un complejo conjunto de células capaces de mediar entre un estímulo del medio ambiente y la respuesta motora del organismo: algo así como el mecanismo que hace sonar un timbre cuando se pulsa un botón.

Pero existen también en el ser humano comportamientos originales, imprevisibles, que no responden como reacciones prefijadas ante ciertos estímulos. Se trata de respuestas “auto-determinadas” por el propio sujeto humano, no explicables al modo de un mecanismo. Aludimos aquí al hecho misterioso de la libertad, a la creatividad, a la capacidad oblativa, a la experiencia estética y religiosa, y a la responsabilidad.

HAY ALGO MÁS…

Es obvio que el ser humano puede tomar conciencia de sí mismo, se autopercibe como ‘algo más’ que un mero organismo vivo, es decir, como ‘alguien’: como un ser que trasciende el orden biológico y puede dirigirlo de acuerdo con propósitos que él mismo decide.

Esta conciencia de sí mismo pone de relieve la identidad personal que constituye a cada ser humano, y hace posible una conducta coherente. Porque sin la conciencia de la propia identidad, la conducta humana se descompondría en un conjunto de actos inconexos e irresponsables. Sus actos autoconscientes son los que le liberan de su servidumbre al medio externo y le sitúan en el mundo según su propia elección.

El pensamiento y la conciencia subjetiva no se pueden explicar en términos biológicos, pues aparecen como algo no deducible de la relación entre el cerebro y los estímulos del medio circundante o del resto del organismo.

Recuerda José Ramón Ayllón que el esquema bioquímico causa-efecto (el mecanismo del “botón” al que arriba aludíamos) permite explicar procesos como el sueño, el cansancio, el crecimiento y muchos otros. Pero es muy discutible que sea una explicación suficiente para comprender la conducta humana: “¿Fueron las neuronas de Einstein las que decidieron estudiar Física y proponer la teoría de la relatividad? ¿Pintaron las neuronas de Miguel Ángel la Capilla Sixtina?… Si la conducta de Hitler fue exclusivamente consecuencia de su actividad neuronal, los judíos no tienen motivos para odiarle. ¿Se concede el Nobel a una persona con méritos o a sus meritorias neuronas? ¿Están llenas las cárceles de neuronas asesinas y ladronas?…” (J.R. Ayllon: En torno al hombre).

Si queremos comprender de verdad lo más característico del hombre, lo más profundamente humano, habrá que ir más allá de las neuronas y de la biología, y afrontar hechos como la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la pregunta por el más allá de esta vida, la voz de la conciencia, el amor oblativo y tantas otras cuestiones en las que se juega el contenido y el sentido de nuestra vida.

LA CUESTIÓN DEL ALMA HUMANA

El cerebro ni es el yo, ni –como algunos pretenden– hace innecesaria la existencia del alma. Cuando yo pienso en mí mismo y me reconozco, soy yo, no mi cerebro, quien tiene conciencia de sí mismo. El cerebro no se conoce a sí mismo; es el sujeto humano, el científico o el médico, por ejemplo, el que va conociendo poco a poco la morfología y el funcionamiento del cerebro, sabe cómo funcionan los neurotramisores, identifica las zonas de la corteza cerebral donde se localizan determinadas funciones sensibles, etc. El sujeto humano se conoce “en primera persona”, de forma íntima y subjetiva; el cerebro es conocido por los estudiosos “en tercera persona”, como “objeto”. El yo, eso sí, se puede expresar a través de ciertas operaciones que el cerebro dinamiza: el lenguaje, gestos, movimientos, etc.

El materialismo es un prejuicio. A este respecto, autores como Eduardo Punset, entre nosotros, no ayudan precisamente a comprender qué es lo propio y específico del ser y de la naturaleza humana (Cfr. la reseña crítica de J. Arana a Punset en: http://www.unav.es/cryf/viaje punset.html). Hay una corriente de autores e investigadores que pretenden apoyar se en los datos y el método de las ciencias, pero sus conclusiones exceden a las premisas que manejan con el pertinente rigor, y se “salen de la ciencia”, acudiendo en muchos casos a explicaciones (filosóficas) deplorables. El materialismo es una filosofía torpe, porque es reduccionista. Volveremos luego sobre este punto.

Los procesos mentales no son el espíritu humano. El alma humana –vayamos poco a poco sobre este punto– es una energía o principio integrador que se sirve de los procesos bioquímicos y mentales, y a la vez es más que la suma de estos procesos.

Quizás el término ‘alma’ se puede interpretar de manera inadecuada pero, desde hace miles de años, nos referimos con él a una dimensión nuclear del ser humano, su dimensión íntima, a la vez vital y espiritual. Es una dimensión que trasciende lo biológico a la vez que lo incluye, pero que nos permite entender que el ser humano es alguien y no simplemente algo.

Es verdad que esto escapa a los métodos de la ciencia experimental, pero es coherente con sus resultados, así como con las grandes evidencias que muestran que el ser humano tiene conciencia de su propia singularidad, es capaz de tomar decisiones por sí mismo en función del bien y no sólo de sus necesidades, contrariando incluso sus tendencias biológicas y emocionales; es protagonista de una vida que incluye el lenguaje articulado y significativo, la ciencia, el arte y el ansia de belleza, la ética y la responsabilidad moral, el derecho, los conceptos universales, el perdón, la necesidad de sentido, la tecnología, la invención, la cultura en general…

Karl Popper divide la realidad en tres mundos –uno: el físico, dos: el mental, y tres: el de los productos de la mente–, y explica que estos mundos son reales y por ello actúan unos sobre otros. Por ejemplo: el mundo tres actuó sobre el uno cuando la teoría científica de la desintegración del átomo derivó en la destrucción de Hirosima. Los «objetos » del mundo tres -conceptos matemáticos, jurídicos, ideológicos- son inmateriales, pero bien reales; pertenecen a un misterioso yo personal que actúa sobre el mundo uno. Misterioso, pero real. Muchos neurobiólogos piensan que el yo es un fantasma, una superstición filosófica en la que no podemos caer. Después son ellos mismos los primeros en contradecirse cuando afirman constantemente: “yo pienso”, “yo propongo”, “yo quiero”…

Es perfectamente congruente con los datos que maneja la neurociencia y las demás disciplinas científicas la existencia en el ser humano de una energía subsistente, núcleo vital o principio que rebasa lo físico-químico-biológico, por la que nos descubrimos como sujetos protagonistas de nuestra propia vida y de sus peripecias, incluyendo también los procesos biológicos hasta el punto de poder afirmar que también “mi cuerpo soy yo”.

El sujeto humano, la persona, tiene un modo constitutivo de ser, una naturaleza corpóreo- espiritual, a la vez materia y alma humana (espíritu), en la que lo racional-espiritual es lo específicamente humano, si bien hay una dimensión biológica que nos emparenta con los demás seres vivos. Sí, también somos animales (conocemos a través de los sentidos, tenemos memoria y sentimientos) y hay en nuestra vida una dimensión vegetativa (nutrición, crecimiento, reproducción, autoorganización). Pero como ya decía el viejo Aristóteles, nuestra naturaleza se distingue de otras porque somos animales racionales.

El hombre no es ni sólo cuerpo ni sólo alma. Es todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo. Pero nuestra alma rebasa la estructuración y animación biológica corporal, como lo demuestran las operaciones espirituales (inmateriales) que realiza, las propias de la inteligencia comprensiva y de la voluntad libre, por lo que puede decirse que es una realidad “trans-biológica”, capaz de subsistir tras la muerte biológica. Subsiste, sí, pero sin el cuerpo no está completa. Más lejos no puede llegar la reflexión natural, por falta de datos concernientes al más allá… Pero precisamente aquí tiene algo que decir la fe cristiana, mediante el dogma de la resurrección de la carne.

LA VISIÓN CRISTIANA

Sin contradicción alguna con los datos válidos de la ciencia, aunque desde un punto de vista complementario, la doctrina católica afirma que la persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual (Cfr. Gn. 2,7). A menudo, el término ‘alma’ designa en la Sagrada Escritura la vida humana (cf. Mt 16,25) o toda la persona humana (cf. Hch 2,41). Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38) y de más valor en él (cf. Mt 10,28), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: «alma» significa el principio espiritual en el hombre.

Para la fe cristiana, el cuerpo del hombre participa de la dignidad de la «imagen de Dios»: es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual: «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día» (C. Vaticano II, Gaudium et spes 14,1).

La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 362 y ss.)

CIENTIFICISMO Y REDUCCIONISMO

Pretender que sólo la neurociencia puede ofrecer una visión cabal del hombre nos pone ante un serio reduccionismo: Que el ser humano “no es más que” biología, un organismo evolucionado y más complejo, no diferente en el fondo del resto de los animales. Pero eso dejaría sin explicación las evidencias de la subjetividad y espiritualidad del ser humano.

Para evitar este tipo de reduccionismos se impone la apertura a otros acercamientos serios al estudio y conocimiento del ser humano, con el fin de comprenderlo mejor. Esto implica, entre otras cosas, un rico diálogo interdisciplinar y una visión integradora.

Pero un diálogo interdisciplinar sólo es posible cuando quienes se proponen dialogar admiten la competencia del interlocutor.

La filosofía reconoce el ámbito autónomo y válido de las ciencias experimentales, aunque no siempre se ha interesado como debiera por sus resultados. Por su parte, la ciencia moderna tiende a negar validez a cualquier saber no empírico-material. Y así como suele decirse que dos no pelean si uno no quiere, tampoco dos dialogan si uno no quiere. O los dos.

Las neurociencias poseen hoy un prestigio auténticamente deslumbrante, pero a menudo los investigadores no ven necesidad de un diálogo con otras áreas del saber. Brotan por doquier las grandes preguntas, no sólo sobre el ser humano sino también sobre la naturaleza misma de la ciencia experimental.

Así, entre éstas últimas, se pueden mencionar por ejemplo: ¿qué ciencias pueden y deben entrar en diálogo?, ¿sólo las ciencias experimentales entre sí o también otras formas de saber (como la filosofía, la psicología e incluso la teología) que en otro tiempo y sentido fueron consideradas asimismo como ciencias?; en el fondo, ¿a qué llamamos ciencia?, ¿qué significa saber?, ¿qué tipos de experiencia podemos considerar como fuente de saber, sólo la empírica de laboratorio o además otras?, ¿hasta qué punto es fiable, e incluso más segura, la intuición común que la demostración experimental?, ¿son dos modos de conocimiento realmente excluyentes o cabe a su vez una relación que favorezca la cooperación de los distintos modos del conocimiento?…

Todo esto podría parecer una discusión simplemente académica o de matiz, pero está en juego cómo comprender la racionalidad y cómo tratar el objeto de la neurociencia y de las ciencias humanas: a saber, el hombre, la persona. Como botón de muestra, dentro del campo de la psiquiatría (donde son insoslayables los dramas vitales y existenciales), piénsese en el progresivo abandono de la psicoterapia en favor de la psicofarmacología, que supone considerar a la persona cada vez más como puro ser biológico que como persona capaz, cognitiva y emotivamente, de dirigirse por un sentido de la vida.

El hombre y la civilización necesitan una concepción unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento deberá afrontar a lo largo del futuro inmediato. El aspecto sectorial del saber –la tremenda especialización que se viene produciendo en el ámbito de las ciencias y de sus aplicaciones-, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, dificulta acceder a la unidad interior del ser humano y fomenta la tentación de absolutizar de forma incorrecta sólo determinadas parcelas del conocimiento en detrimento de las demás, con lo cual la visión de la realidad y de lo humano será inevitablemente sesgada, y las decisiones que se tomen al respecto seguramente serán poco congruentes con la dignidad del ser humano en su integridad.

Observa a este respecto Benedicto XVI: “Hay un nivel más elevado que necesariamente supera todas las predicciones científicas… La libertad, como la razón, es una parte preciosa de la imagen de Dios dentro de nosotros, y nunca podrá quedar reducida a un análisis determinista. Su trascendencia con respecto al mundo material tiene que ser reconocida y respetada, pues es un signo de nuestra identidad humana.” (A la Academia pontificia de las ciencias, 6-11-2006).

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