Por Jesús C. Sastre
El pasado verano, el grupo de Milicia universitaria fuimos a Perú de misión. Mucho se podría resaltar, pero algo de lo que merecería la pena reflexionar es de la percepción de la misión, antes, durante, y después de la estancia en Perú. «Ir lejos a misiones», el contacto directo con la pobreza material, y la dignidad ajena, cuestiona muchas cosas en uno mismo: la propia misión, la habitual, la vocación personal, la centralidad de la fe, la salvación propia y la de los demás…
Antes de ir lejos a evangelizar, en España, incluso en ambientes de Iglesia, el apostolado pudiera parecer un privilegio para algunos titanes que son capaces de organizar su vida, e ir más allá de la mera supervivencia diaria. Superados por el ritmo de la vida, la cantidad ingente de obligaciones y reclamos, nos llevan a vivir una fe exhausta, de mínimos, de supervivencia. Cuidar la propia oración, la vida frecuente de sacramentos, no despistarnos entrando en una vida de pecado, y no abandonar el acompañamiento, es el horizonte que muchas veces termina por imponerse en muchos de nosotros. Pero ¿una fe que no es misionera, es verdadera fe? Ir a tierra de misión supone convivir con una fe viva y ardiente. Esto no deja indiferente a nadie.
Durante la experiencia en Perú, mirábamos con gran admiración la vida de los misioneros que viven habitualmente allí. «Estos son los verdaderos misioneros, no nosotros, que jugamos a ser misioneros», decíamos a menudo. Y siendo cierto, no podía ser una conclusión final. Todos nos hemos sentido interpelados por esto, de una forma u otra.
La estancia en Perú, a nivel interior, también tuvo distintas fases. En un primer momento la ilusión y el entusiasmo nos empujaba a la acción generosa. El paso de los días, el cansancio, y sobre todo la acumulación de vivencias interiores muy potentes, fue haciendo mella en cada uno de manera distinta. El efecto lupa no solo se da en Gredos. Tuvimos una formación en la que nos planteamos en qué consistía ser apóstoles realmente. Nos ayudó el padre Morales[1]:
«La palabra apostolado es una de las más confundidas hoy. Muchos le asignan contenido solo humanitario: luchar contra el hambre, hacer viviendas, apostolado de la ciencia…
Cooperar con Dios en la salvación de las almas es la obra más divina entre todas las divinas. Pero nadie da lo que no tiene. Imposible promover vida espiritual en otros si no la saboreas en ti. De la abundancia del corazón habla la boca, rezuma la vida. Quien está lleno de Dios, hablará de Dios. Quien está vacío, o no hablará de Dios, hablando de sociología, literatura, etc., o hablará mal presentando una imagen camuflada. El apostolado es como un desbordarse de la contemplación, del amor, una necesidad de hacer partícipes a los demás de lo que se vive».
Los últimos días de estancia en Perú los dedicamos a hacer una tanda de ejercicios espirituales. Como era una tanda dentro de la misión, tenía que ser una tanda misionera, por eso el padre Alfonso Tapia la comenzó haciéndonos dos preguntas:
1. ¿En qué consiste la misión? ¿Qué es la misión?
2. ¿Cómo puede ser santa Teresita de Lisieux la patrona de las misiones, sin haber salido del convento de su pueblo, y habiendo muerto a los 24 años?
Y eso fue la tanda. Inmenso regalo…
El último día en Lima compramos recuerdos, y cerramos con mucha gratitud la experiencia. Fue entrañable la atención y continuos gestos de acogida y cariño de los cruzados de Lima.
Y volvimos a España. Después de toda experiencia potente, hay que volver a la propia vida, retomar las relaciones, los ambientes, las responsabilidades habituales. Después de unos meses, cada uno de los misioneros podrá decir si solo ha ido a Perú, o si Perú ha pasado por él.
Si en Perú los verdaderos misioneros eran los que permanecían, cuyas vidas eran testigos vivientes de la presencia del Señor en medio de la realidad peruana, los misioneros en España serán aquellos que viven su vida como un permanecer en Cristo, siendo testigos de él allí donde viven, en las actividades que desempeñan. También se puede jugar a ser misioneros aquí en España, saliendo de la propia vida para hacer un acto de generosidad puntual, semanal, mensual o anual.
En el fondo, la misión en la vida cotidiana es el termómetro de la presencia y transformación de un alma por Dios. La autorreferencialidad, la vida habitualmente desbordada, es la evidencia de un vacío interior que se trata de llenar con medios pobres y caducos. Cristo nos quiere salvar, pero a menudo vivimos en desolación continua, pues no hay trato sereno, habitual y transformante con él. El misionero es un salvado.
Es posible (¡tiene que ser posible!) ser misioneros desde la propia vida, sin salir de ella. ¿Cómo? El padre Morales de nuevo atina dándonos la clave[2]:
«Lo influyente y decisivo en este testimonio es acreditar no de lo que la persona es capaz, sino de lo que Dios es capaz en ella.
Hay cosas que están al alcance de los hombres: la virtud, el valor, la generosidad. Cuando las realiza un hombre, se le atribuyen a él. Se admira su capacidad. Pero lo propio de la santidad, de la vida cristiana, es no ser obra de hombres sino del Espíritu. Es muy consolador esto. La santidad no está sujeta a ciertos condicionamientos humanos. Solo depende de la fe, y por ello es asequible a todos. No se necesitan cualidades humanas especiales; basta tener fe, ponerse en manos del Espíritu Santo. […]
En el alma verdaderamente cristificada hay una humildad, una conciencia de su nada y de la omnipotencia divina, una docilidad al Espíritu Santo, un gusto por lo espiritual, que descubre a quien la mira algo que solo viene de Dios. Es lo que decía santa Teresita: «La santidad no está en la práctica de tal o cual acto de virtud. Consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre».
A veces es necesario irse lejos, para tomar perspectiva, y reencontrarse a uno mismo en la vida cotidiana.
[1] Cf. T. MORALES SJ, Tesoro escondido, 38-39.
[2] Ib., 35-36.