En el seno mismo del mundo, trabajando, sufriendo y amando a través de él, se van encendiendo multitud de estrellas invisiblemente radiantes. Eres una de ellas si vives en plenitud tu vida cristiana en el mundo. Fermento siempre presente, pero invisible, como el agua, el aire, el perfume. Fecundan siempre y embalsaman, pero pasan inadvertidos.
El titanismo del esfuerzo humano es el gran ídolo de nuestro tiempo. Una radiante constelación de bautizados, entregados a la contemplación en la entraña del mundo, cambiará su faz. Reemplazará al humanismo ateo en ruinas, a punto de desplomarse. Lo sustituirá por el humanismo cristiano, único capaz de engrandecer al hombre al divinizarlo, de impulsar el auténtico progreso de la humanidad. Tu vida-fermento es bien sencilla. No pide nada, sino caridad y humildad.
Vida oculta
Es la propia del fermento desapareciendo en la masa, pero sin perder su poder reactivo. El laico que vive su bautismo no se pregunta si su fe está o no adaptada al mundo moderno, si es o no eficaz para transformarlo. Prefiere vivirla con sencillez en todo momento, en cualquier circunstancia.
Medita con frecuencia la parábola del fermento y te persuadirás de que la vitalidad del Cristianismo en cada época no depende tanto como se cree de todo lo que se discute, de todo lo que sucede o deja de suceder en el escenario del mundo. Bajo las agitaciones de la política, los movimientos de opiniones, corrientes de ideas y controversias, lejos de las reuniones y de las plazas públicas, escapando a las auscultaciones y a las encuestas —muchas veces prefabricadas—, una vida se mantiene oculta, se transmite, se renueva. Una vida de la que apenas es posible percibir ni juzgar desde fuera. El Reino de Dios brilla en el secreto. Aquí y allá, repentinas iluminaciones lo revelan. Se forman focos de luz, se extienden, se juntan entre sí. Son otros tantos signos anunciadores.
Una multitud de santos pequeños, ocultos en la aparente vulgaridad de una vida monótona, conducidos por la Virgen, transformará el mundo. Esa multitud que ya apunta confundirá a los engreídos que creen poder cambiarlo ideando organigramas o planificaciones humanas y olvidando la virtud reactiva del fermento evangélico.
Así es el laico-fermento. Se hunde en la soledad de la masa sin perder su energía reactiva. En un mínimo de volumen, el comprimido encierra el máximo dinamismo curativo. Eso es el fermento. Un comprimido que trabaja sin ruido, silencioso, con suavidad exquisita, sin estridencias violentas. ¡Qué bien ejemplariza el fermento lo que debe ser tu apostolado cristiano!
El fermento, presente íntimamente, influye en todas las partículas. Se esconde misteriosamente al desaparecer perdido en la masa. Nadie lo ve, pasa inadvertido, pero actúa con eficacia desconcertante, y él mismo es el primer sorprendido.
Trabaja y sufre en paciencia, silencioso, en la noche. Mejor, deja que Dios trabaje y sufra en él. Se encierra en el momento presente, en el «hermoso día de hoy» (Dante). Ama, sufre y sonríe siempre, acordándose de santa Teresita. Así se adueña de la masa, la transforma. No reposa hasta que, exultante de gozo, la ve fermentar para Cristo.