Por José Javier Ávila Melero
Director de la Orquesta Sinfónica y Coro Diocesano.
Responsable de música de la S. I. Catedral de Getafe
Hablar de la música dentro de la Iglesia se ha convertido en los últimos tiempos en un tema a veces controvertido. La gente escucha música a cada momento, el vagón del metro es un auténtico catálogo de auriculares. Son bandas sonoras que con frecuencia anhelan llenar vacíos interiores. Dicen que la música es un tema muy opinable, muy de gustos. Pero en la lista Spotify de las sensaciones y del subjetivismo, donde elijo lo que quiero, y muchas veces más bien lo que me dan, todo el mundo se atreve con carácter de autoridad a disertar de música como un verdadero profesional. Lo cierto es que, si hablas con los profesionales, ves que la música se ha convertido, hoy, en un triste mercado de intereses comerciales, en el cual estamos, aunque no lo creamos, bastante vendidos. ¿Cómo escapar?
A lo largo de los siglos, la Iglesia nos ha enseñado a buscar en la palabra de Dios nuestra fuente de espiritualidad. Los santos padres, el magisterio, la vida de los santos nos han mostrado cómo la palabra ha de ocupar un lugar relevante en nuestra relación con Dios. Su lectura, meditación y poso aporta al corazón del cristiano un alimento de gran riqueza. Sin embargo, es, sin lugar a duda, en la celebración de los sacramentos donde el cristiano se descubre ante el mismo Cristo, donde Dios se manifiesta de una manera totalmente real y eficaz. Es por esto, por lo que la espiritualidad en la música está intrínsecamente relacionada con la liturgia.
Vivir y comunicar la fe
No se trata, por tanto, de descubrir qué música es más espiritual. Mas bien debemos buscar la fuente de la espiritualidad para hallar la fórmula musical. La música es un lenguaje comunicativo con un poder extraordinario. La más sencilla banda sonora de cualquier película actual, con todos sus recursos, es capaz de hacer aflorar en nuestra percepción y emoción todo aquello que el director de cine quiere (no siempre el compositor). Tanto es así, que nos sumerge dentro de la película hasta captar nuestro ánimo y empatizar con cada escena: estamos dentro de la película.
La cuestión es que la vida no es una película, la fe no es una película, la vida cristiana y su espiritualidad no son una película, y la oración, la celebración de los sacramentos, la liturgia no son una obra de teatro (…una película, con perdón de cada respetable y genial género). Nosotros asistimos a algo real. Resulta sorprendente descubrir que la Iglesia tiene hasta siete documentos magisteriales escritos en este último siglo que hablan de la música en la liturgia, además de la enorme cantidad de cartas, discursos, homilías, encuentros donde los papas han tratado la cuestión. En todos ellos podemos aprender cuál es la verdadera espiritualidad de la música.
La música del mundo, la que se escucha habitualmente, es una música con recursos del mundo, con instrumentos apropiados para ello, y, por esto, especiales para expresar todo el universo sonoro de la mundanidad. Es el espectáculo sonoro capaz de embriagar y seducir con sus formas todo nuestro sistema auditivo. Pero no queda todo en el oído. Nuestra percepción queda impactada exteriormente con la misma genialidad con la que los magos ilusionistas nos hacen creer que vuelan o desaparecen al chasquido sonoro de unos dedos. Es el poder de la música. Pero en este caso, una música ilusionista, de película.
La música es pura comunicación, es un lenguaje. Y en toda comunicación hay un emisor, un mensaje, y un receptor. La pregunta del millón es la siguiente: ¿Quién es el emisor, el receptor y el mensaje en la música que la Iglesia usa? En música, normalmente emite un músico el mensaje (que en muchos casos puede, incluso, no ser del compositor) que a su vez toca un instrumento (que posiblemente no sea de la misma calidad que el compositor pensó), con una interpretación particular (que posiblemente no sea la misma que la de su creador), etc. Esto solo del emisor. El mensaje, dependiendo de esto, puede ser el mismo, o distorsionado, o incluso hasta diferente. El receptor parece estar más claro, pero hay una cosa que es evidente: el propósito del lenguaje es que el mensaje llegue a su destino y, si su destino es comunitario, a cuanta más gente, mejor.
Hablando de música y espiritualidad debemos pensar en algo fundamental: el emisor y el mensaje es el mismo en el ejercicio de la fe. Jesucristo es a la vez emisor y mensaje. Pero… ¿cómo es posible, si el compositor no es el Señor? ¡Ahí está la cuestión! ¿Qué cantamos en nuestras parroquias y movimientos?, ¿quién canta? En la liturgia, canta Jesucristo, pues la liturgia es Cristo. No cantamos «cancioncitas» más o menos apropiadas. Cantamos la liturgia, sus oraciones, sus antífonas, la palabra. Esto es, además, lo que nos pide la Iglesia en su magisterio, porque es la liturgia la fuente de la espiritualidad.
La música religiosa
La música religiosa tiene explícitamente una temática religiosa y su fin es comunicar la experiencia de la fe, y lo hace de diversas formas: hay grupos o cantautores que lo hacen de un modo testimonial, otros sencillamente quieren expresar una plegaria y elevarla a Dios más o menos musicalmente. Letra y música, un doble lenguaje que muchos pretenden unir para que ambos expresen con la mayor veracidad y afecto el mensaje que se quiere comunicar, sea a Dios, sea a la comunidad cristiana, o a los alejados de la fe. Entonces, ¿todos los géneros musicales dan gloria a Dios? Sería una pregunta mal planteada, porque, de hecho, es el hombre el que está creado para la gloria de Dios, y se sirve del don de la música o de otros tantos para hacerlo. Ahora bien, para ser consecuentes, no todos los géneros musicales dan gloria a Dios, no todos los lenguajes musicales, ni todos los medios valen. Hay composiciones musicales que dan gloria al demonio. Y ya podemos cantar letras maravillosas y decir «Jesús es mi vida», que la música no lo comunica así. No hay verdad en lo que se canta.
En ciertos ámbitos, es frecuente escuchar sobre algunas músicas eso de «me ayuda a encontrarme con Dios». Nadie se atreverá a opinar sobre esa experiencia tan subjetiva y particular. Sin embargo, la belleza se ha convertido en algo meramente opinable, fruto del relativismo atroz que inunda nuestra sociedad. Nuestros sentidos captan la realidad de diferente manera, en función de la educación recibida. No es una cuestión de gustos, y eso que de gustos hay mucho escrito, y muy pocos lo han leído.
Podemos tocar folk y dar gloria a Dios, porque todo lo bueno que sale de la mano del hombre (pero tiene que ser bueno, no porque me lo parezca), puede ser una ofrenda a Dios, y tocar para darle gracias, y hacer música para expresar sentimientos de cercanía y adhesión al Dios del amor. Pero no confundamos: queremos comunicar la verdad, a Dios. Por muy «espiritual» que sea mi intención, por muy piadosa que sea la letra, no te olvides de que estás tocando folk, creado con otro propósito (muy bueno en muchos casos, y muy bien hecho en solo algunos). Apliquémoslo a cualquier otro género, ya sea rock, country, pop, fusión, y… sí, clásico. Por eso son una expresión, pero no completa y verdadera.
Muchos piensan, en un intento de poner orden y concierto, que la salvación viene del mundo de la música clásica, por su belleza y cuidadas formas. Recordemos, cuando a principios del s. XX, el papa san Pío X escribió el motu proprio Tra le sollecitudini (joya donde las haya) con motivo de la proliferación de esa especie de «óperas» adaptadas a la liturgia. ¡Un horror!, seguro que comunicaban algo, pero no el misterio de la fe.
Y bien: ¿puede un concierto despertar nuestro sentir religioso? Sí, por supuesto, y de muchos géneros. El sentimiento se va y se viene, es volátil, y le hemos adjudicado un nivel de importancia desmesurado. Pero que tú sientas o no una cosa, no la hace más auténtica y más veraz. También el canto popular religioso ha dejado, en nuestra nación, un tesoro que ha ayudado a mucha gente a expresar, no solo el sentimiento de la fe, sino su devoción a los santos, a la Virgen María y a nuestro Señor. Todo esto es bueno, pero no es la base de una sólida espiritualidad musical. Muchos dirán que, a falta de pan, buenas son las tortas, en un mundo dominado por el sentimentalismo, el subjetivismo y el show. No podemos vender tan bajo el mensaje: es muy grande.
La música sacra
Más vinculadas al género clásico, son composiciones que no solo tienen una temática religiosa, sino que, además, presentan unas cuidadas formas, en muchos casos elegantes y sublimes, ya sean obras corales, instrumentales, e incluso sinfónico-corales. Son sacras, pero muchas no son litúrgicas. Algunas narran escenas de la historia de la salvación, otras usan textos de la tradición. Hay muchas, como, por ejemplo, El Mesías de G. F. Handel, que en tres partes nos muestra la alegría del nacimiento del Salvador del mundo, el drama de la pasión, y la expectación de la segunda venida del Mesías, intercalando los textos de la Sagrada Escritura. Por algo es música sacra, o si preferís música sagrada: la Sagrada Escritura fluye por la música. Una música que además es tremendamente comunicativa, construida con abrumante genialidad por los mejores compositores, en la que las notas narran la historia bíblica, no solo la letra.
La música litúrgica
Ya hemos ido viendo, en este fugaz recorrido, por qué estamos ante la fuente y culmen de la vida y la espiritualidad. La música litúrgica y la música sacra son música religiosa, obviamente. No toda la música religiosa es sacra, ni mucho menos litúrgica. Solo un pequeño conjunto de obras es música litúrgica, y son obras compuestas exclusivamente para este fin, creadas desde la liturgia y para la liturgia. Esta música se nutre de las fuentes litúrgicas: el misal, el libro de las horas, el ritual de cada celebración, etc. Por eso, la Iglesia debe cantar en sus celebraciones aquello que celebra. No nos lo inventamos. No ponemos nosotros los cantos de la liturgia. Es la propia liturgia la que nos da la música que debemos cantar o tocar.
El principal instrumento es la voz humana. Por eso el canto gregoriano es, no solo el canto propio de la Iglesia romana, sino el más sublime y excelso modo de cantar la liturgia. En este género, cada nota, cada pneuma, cada acento, respira con el texto sagrado como ningún otro, pues es la propia letra la que rige su melodía. Pero no solo el canto gregoriano. La polifonía ha expresado de una manera elocuente el misterio de la fe con una belleza incomparable y con un respeto textual ejemplar. También, posteriormente, las composiciones más modernas que de manera magistral han respetado dichas formas, y manifiestan esta veraz comunicación.
El magisterio sitúa al gregoriano como ejemplo para las nuevas composiciones litúrgicas. Está compuesto por un esquema musical diferente: la modalidad. ¡Ojo! Resulta curioso ver que los músicos más profesionales de hoy, y las más geniales y actuales bandas sonoras de cine están compuestas según este genial esquema: ¡les encanta la modalidad, la libertad compositiva que les ofrece, su frescura sonora! Mientras alguna música actual escoge para componer su música este tesoro que la Iglesia ha trabajado y usado durante siglos, nosotros tocamos ahora en la Iglesia una música tonal comercial, un esquema más moderno (posterior al s. XVI), algo agotado y cansino. ¿Será por estas cosas por las que hemos perdido, en algunas ocasiones, la verdadera espiritualidad de la música en la Iglesia?