La red televisiva EWTN en su programa The journey home (Regreso a casa) de septiembre 2010 realizó una entrevista al P. Carl Beekman, sacerdote de la diócesis de Rockford, Illinois. A lo largo de la misma fue revelando el proceso de su conversión al catolicismo y posterior llamada al sacerdocio.
Nació en 1967. El mayor de cinco hermanos. De familia con tradición metodista, aunque no excesivamente religiosa. Asistía como otros muchos jóvenes de su ciudad a campamentos bíblicos estivales y escuelas dominicales; siempre en el entorno metodista.
Infante de Marina
Tras finalizar sus estudios de Secundaria tomó una decisión insospechada; enrolarse en el cuerpo de Infantería de Marina. Buscaba algo que supusiera un desafío para su adocenada vida. Confiesa:
—«Tuve una transformación. Aquello me dio disciplina, orden, responsabilidad, y la confianza para superar cualquier dificultad, para sufrir a fin de obtener un bien mayor. Fue una escuela de disciplina en la que uno adquiere una nueva forma. Tuvo que ser plan de Dios, parte de la divina providencia.
Coincidí con católicos de Florida y de Texas, la mayoría hispanos. Uno de ellos, de hecho, fue la razón por la que acabé convirtiéndome al catolicismo. La devoción de estos compañeros católicos, así como su vida de oración, tuvo mucha influencia en mí. Llevaban siempre un rosario o un escapulario, y yo les preguntaba para qué; y me respondían: «Es un arma». Y aunque yo no entendía mucho, esos pequeños diálogos (en su sencillez) eran para mí un gran testimonio. Eran semillas que se iban sembrando, aunque a decir verdad en esos momentos yo no sentía ninguna inclinación hacia el catolicismo. Si bien es verdad que yo sentía que mi alma estaba vacía, y buscaba; y sufría».
Este es el Cordero de Dios
Finalizado el periodo militar, y ya de regreso a casa, cierto día recibió una llamada de aquel compañero de Infantería, católico, invitándole a pasar unos días en su casa. Aceptó. Llegó dos días antes de Nochevieja. El día 1 de enero, festividad de la Maternidad Divina de María, la suegra del amigo (fervorosa católica) ponderó tanto la importancia de la asistencia a misa en ese día que Carl decidió asistir a la misma por su cuenta. Informado del lugar donde se encontraba la iglesia católica más próxima, allá fue. Y nuevamente dejemos la palabra a Beekman:
—«Dentro —pensé— me iba a sentir muy incómodo, pues todo el mundo, menos yo, sabría qué tenía que hacer. Entré. Todos estaban de rodillas, preparándose para la Misa. Era la solemnidad de santa María, Madre de Dios. Nunca antes había visto a tanta gente arrodillada, rezando; era la imagen de la humildad. Me conmovió el alma. Me pareció algo maravilloso y fantástico. Me senté en la última fila y me puse a observar. Como buen infante de Marina me gusta el orden, así que también en esto quedé encantado.
Empezaron las lecturas. Poco a poco iba sintiéndome atraído por la liturgia. Prueba de cómo el Señor obra durante la misa. Justo antes de la comunión el sacerdote dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», y fue como si el tiempo se hubiera detenido. Yo me dije: «Espera un momento. Esta es una afirmación muy audaz». He ido a algo que yo no había hecho en años. Empecé a llorar. Pensaba: «Si eso es cierto, si es verdad, si tiene a Dios en sus manos, lo tiene todo. Y yo puedo tener esa cercanía con Dios». Y súbitamente me di cuenta del inmenso vacío que yo tenía en el alma. Era un abismo. Pero yo podía tener esa cercanía con Dios. Si eso era cierto, yo lo podía tener todo. Y seguía llorando. ¿Qué me estaba pasando? La misa había terminado, pero yo continuaba de rodillas, tratando de recobrar la compostura, pues me consideraba un tipo duro. Finalmente pude levantarme y regresar a casa.
Al llegar mi amigo me preguntó: «¿Cómo estuvo la misa?». Le dije: «¿Sabes? Aquel sacerdote tenía la Hostia en las manos, y dijo que era el mismo Dios. ¿Tú crees cierto eso?». «Sí, por supuesto; yo soy católico y lo creo».
Durante los quince días siguientes yo no podía sacarme esas palabras de la mente: «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Tal fue el comienzo de mi conversión. Estaba anonadado, no dejaba de pensar en esas palabras.
En las misas, aunque yo solo podía quedarme en los bancos de atrás, mi anhelo por recibir a Jesús crecía y crecía. Hasta que finalmente llegó el día en que una compañera de trabajo me preguntó: «¿Por qué no te haces católico?». Nadie hasta entonces me lo había preguntado. Le dije: «¿Qué tengo que hacer?». Me dijo cómo iniciar mi formación catequética. Era el año 1992. Y así entré en la Iglesia católica en la Vigilia Pascual de ese año».
Vocación sacerdotal
Y es el momento de recoger el proceso de su vocación sacerdotal. Nos dice:
—«Por aquel entonces yo estaba enamorado de una joven, de la Iglesia baptista. Cierta noche tuve un sueño en el que me veía como sacerdote. Estaba perplejo por ello. De modo que al día siguiente salí con aquella joven y mientras paseábamos ella me dijo: “Creo que serías un esposo maravilloso y el mejor padre para mis hijos. Pero sinceramente yo creo que aún serías mejor como sacerdote”. No podía creerlo. Pensaba que era un truco para deshacerse de mí. Marché a casa anonadado. Al día siguiente volví a la iglesia de San Antonio de Padua y en la misa pregunté: “Señor, ¿qué quieres que haga? Haré cuanto desees. No trataré de volver a controlar mi vida. Me entrego por completo a ti. Solo concédeme un corazón eucarístico”. Y en aquel momento yo sentí que él me decía: “Quiero que seas sacerdote”. Fue maravilloso. Comulgué. Volví a casa, llamé a mi director espiritual (un sacerdote maravilloso) y le conté todos los acontecimientos últimos. Y me dijo: “Carl, esperé durante mucho tiempo para escucharte decir eso; pero tenía que venir de ti”».
Actualmente está desarrollando su labor en la parroquia San Pedro y San Pablo de Cary, Illinois.