Recuerdos en torno a Abelardo de Armas

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Marcha a los Negrales en 1974
Marcha a los Negrales en 1974

Por P. Rafa Alonso Reymundo

Decir el nombre Abelardo de Armas es traer a mi recuerdo la figura de un amigo, de un formador de juventudes, de un ejemplo de vida, de un seglar comprometido que descubre la oración y se entrega a Dios.

A Abelardo le conocí del siguiente modo: yo era un joven estudiante de preuniversitario en el instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Tenía el alma dolorida por la muerte de mi padre, el envenenamiento de mi perro lobo, la ruptura afectiva con una chica, de la cual yo estaba enamorado, y la lejanía por el traslado de Cartagena a Madrid. En esas condiciones en mi instituto colgaron en el tablón de anuncios un cartel que decía «Charlas de actualidad para jóvenes inquietos». Me interesaron: «Estas charlas son para mí. Yo voy a ir a esas charlas».

No conocía bien Madrid. Yo era un joven recién llegado a una ciudad que para mí era gigantesca, se me escapaba el control de sus calles, de sus plazas, de sus avenidas, de sus ambientes… Y en esas circunstancias me dirigí al lugar señalado en el cartel. Las daban el P. Lorenzo Almellones, SJ y un seglar llamado Abelardo de Armas. Nunca olvidaré el modo de hablar tan incisivo, vital, gráfico, potente en los razonamientos, en las experiencias que exponía. Y me identifiqué con él. Me dije: «Yo quiero ser como él, pero sacerdote».

Por aquel entonces, yo andaba sumido en el dolor y a la vez en la petición de socorro a quien para mí fue siempre mi guía y mi consuelo: la Virgen Santísima. Estoy completamente seguro que fue ella quien respondió con aquel cartel a mis llamadas de auxilio, pues, poco antes, durante varios días, estuve rezando tres avemarías con toda mi confianza y fervor para que me diese un ambiente donde fructificaran todas mis inquietudes.

Conocí a Abelardo allí. Eran cuatro días de charlas. Las charlas se daban por la tarde. Nada más terminar la primera charla me acerqué a él y le pedí hablar con él. Me dijo:

—¿Te ha gustado esta charla?

—Muchísimo.

—Pues si te ha gustado invita a otros compañeros tuyos del instituto para que vengan a oírlas.

Hice lo que pude y llevé a otros tres amigos, así que íbamos cuatro. Me había dicho también que el último día podíamos hablar. Por allí andaba también Nicolás Arroyo. Era él perspicaz, inteligente, observador, con esa palabra apropiada, justa para que puedas engancharte a la Milicia de Santa María. Llegó el último día, y Abelardo nos habló de la Sábana Santa de Turín, una meditación preciosa, valiente, veraz. Cuando terminó, —la exposición la había hecho con diapositivas—, nos dejó expuesta la figura del rostro de Cristo de la Sábana Santa y allí estuvimos unos minutos en silencio para que le dijéramos a Cristo crucificado lo que saliera de nuestros corazones. Yo no recuerdo lo que le dije, pero sí sé que aquel rato que pasé delante del rostro de Cristo fue importante para mí.

Acompañé a Abelardo desde la casa profesa de la calle Maldonado de los jesuitas hasta Raimundo Fernández Villaverde, 45, una zona de chalecitos ya desaparecidos. Y en ese trayecto le abrí mi alma, mis inquietudes, todo. Y él quiso presentarme al P. Morales; me habló de los cruzados, me habló de reparar las ofensas a Dios allí donde las almas se condenaban, me abrió un horizonte de entrega y de fidelidad a Dios. Me habló de Jesús Palero, de los campamentos y las marchas en la montaña. Yo le hablé del mar, de Cartagena, de los baños en zona de acantilado. Una vez que llegamos al lugar donde él vivía pasó por allí Juan Álvarez, que entonces estaba estudiando (junto con Bernardo Santos) para ser sacerdote y me dijo que tenían ocho cruzados estudiando para sacerdotes. ¡Oh, Dios mío!, yo vi el camino claro, providencial, quizá Dios me llamaba a mí también a ser uno de ellos.

Abelardo de Armas ha sido el hombre humilde, escondido, bueno, amable, cercano, silencioso que sabía dulcificar situaciones difíciles y sabía estar firme en medio de las situaciones más adversas. Se ha editado un libro con el título Rocas en el oleaje, fruto de sus charlas, que indica firmeza cuando todo se mueve. Ese enunciado puede ser muy bien como la proyección de su misma vida. Él ha sabido ser fiel a su vocación de laico consagrado en la Cruzada de Santa María en todas las condiciones, aun las más adversas. Abelardo de Armas ha sido y sigue siendo querido por todos los que le conocieron. Porque, así como el que siembra vientos recoge tempestades, el que siembra amor recoge amor.

Yo he estado mucho tiempo cerca de Abelardo. Creo que Dios ha querido que así fuera para mi formación. Con Abelardo he vivido campamentos, marchas, jornadas de oración y estudio, convivencia en la comida todos los días, visitas, incluso he asistido a las clases que él daba a los botones. Cuando iba al apostolado a otros institutos me llevaba con él. No puedo sino estarle agradecido porque junto con el P. Morales y la comunidad de los Cruzados de Santa María, he recibido los criterios fundamentales que me han permitido vivir para el Señor, entregándome a él y realizando la obra que el Señor ha puesto en mis manos.

Viene a mi memoria el recuerdo de campamentos en los que él era el jefe y yo el subjefe, en los Pirineos y en Vinuesa (Soria). Recuerdo haber estado llevando dos horas de fuego de campamento, él, Jesús Amado y yo, contando chistes, cantando —él que tenía buena voz—, juegos… Después del fuego del campamento, Abelardo, de una manera magistral, parecido a lo que hacía S. Juan Bosco en sus «Buenas noches» a los birichini o niños de la calle, les hablaba antes de los cinco minutos del examen de conciencia y de la salve, del Señor, de la necesidad de la oración y de tantas y tantas cosas que se han aprendido en los campamentos y que luego son importantes a lo largo de la vida.

No puedo por menos de sentir devoción y agradecimiento por Abelardo de Armas. Cuando visitábamos a las carmelitas descalzas, él siempre hablaba con delicadeza, con verdad, que hacía las delicias de las monjas. Y, generalmente, él con el coro de la Cruzada cantaba desde este lado de la reja canciones varoniles dedicadas al Señor o a la Virgen, y ellas cantaban sus canciones tan llenas de espiritualidad carmelitana.

La Cruzada —nos decía remedando al P. Morales— es tronco ignaciano con savia carmelitana. El devenir de la historia hace que lo que se tiene como ideal se ajuste progresivamente a la realidad, de tal modo que el ideal indica la dirección, y la realidad el modo de realizarla. Las cosas son como son. Y las cosas que son deben ser según Dios quiere que sean y eso produce una tensión que Abelardo vivía cada día. Y no solo él sino todos los que estábamos alrededor de él.

Dios tiene la última palabra. En sus últimos tiempos, Abelardo hablaba mucho de entregarse totalmente, de llegar a ser nada para que el Señor lo fuera todo en él.

Yo cuando podía pasaba por Madrid y me veía con Abelardo de Armas. Llegó un día en el que empezaron a llegarme noticias de su enfermedad. Una enfermedad penosa, larga, erosionante: el Alzheimer.

Y así, hace unos meses apenas, quise verle para tributarle el homenaje de mi cariño como siempre lo había hecho llamándole cada Navidad para unirme a la celebración festiva que hacían los cruzados con él. Y todos los 17 de febrero, día de su cumpleaños, yo le llamaba para felicitarle. Él siempre me lo agradecía.

Me considero espiritualmente un hijo suyo. Él sabía de mis deseos, de mis luchas, de mis batallas. Él conocía bien mi alma porque yo se la descubría siempre con una confianza de hermano mayor. Estuvo junto a mí siempre incluso cuando tuve que dejar la Cruzada. Se preocupó de mi alma, no me dejó en la estacada. Supo aconsejarme para que yo pudiera desatar las maromas y coger vía libre hacia otro rumbo por el que el Señor me iba a conducir. Me agradeció las oraciones que yo hice —y que sigo haciendo— por la Cruzada de Santa María.

Pero, más que su agradecimiento hacia mí, soy yo el que estoy agradecido a él por no haberse cansado de mí y por haberme indicado el camino que el Señor tenía pensado para mí. Por eso, cuando últimamente fui a visitarle y me encontré con Ángel Gómez, no se llenaron mis ojos de lágrimas, sino que se llenó mi corazón de agradecimiento y de oración pidiendo al Señor que le dé el premio que le tiene reservado para cuando le llame a su presencia. Que pueda oír del Señor: «Siervo bueno fiel, porque has sido fiel en lo poco te constituyo sobre lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor».

El amor que yo he recibido tanto del P. Tomás Morales como de Abelardo de Armas, y de la Cruzada y Milicia de Santa María, creo que he sabido transmitirlo a las instituciones Hogar de la Madre, los Siervos y Siervas del Hogar de la Madre, así como a los laicos del Hogar de la Madre. Todos ellos aman a la Cruzada y a la Milicia de Santa María. Rezan y se ofrecen por ella. Es lo menos que podíamos hacer.

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