Santidad educadora: una aventura con clave

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Militantes de Santa María subiendo al circo de Gredos
Militantes de Santa María subiendo al circo de Gredos

Por Carlos Isla Marín

Una de las notas esenciales del estilo de vida que he recibido a través del P. Morales y de Abelardo es la santidad educadora. Expresión que indica que la persona, aunque herida por el pecado original, es perfectible. Está llamada a su plenitud personal y es ese desarrollo el que le permite acoger a Dios. Hay que preparar la tierra para que el Dios amor pueda anidar en nuestro terruño que, de erial, tiene que convertirse en fructífero. No debemos separar lo humano de lo divino. Lo humano no puede ser plenamente humano sin lo divino y lo divino no se hace presente si lo humano no está dispuesto a acogerlo. Es la ley de la encarnación. El misterio del equilibrio entre naturaleza y gracia. Dios, el que todo lo puede, se pliega a nuestra libertad. Es el misterio del Amor.

Y es que educar es la aventura de formar mujeres y hombres que se dejen encarnar por el amor de Cristo.

Conocer la dinámica de la persona

El educador debe ser experto en humanidad y, para ello, ha de conocer bien la dinámica de la persona.

Ser persona es ser único, pero no solitario. Nuestra unicidad es fruto de la comunión personal y tiene que acabarse, perfeccionarse, en la comunión personal.

Seres únicos y de carne, no espíritus desencarnados, con afectos que nos mueven a desear, razón que busca comprender y voluntad libre que debe elegir la vida en el bien.

Llegamos a la existencia y caminamos, en relación con el tú cercano, descubriendo nuestra identidad. Nos vamos experimentando como seres afectados que desean.

Deseo. Me siento cercado por esos sentimientos que me hacen tender hacia su cumplimiento. Deseo a todas horas, en todo momento. Y si atiendo a esa corriente de mis deseos, puedo constatar que no todos me hacen tender hacia lo bueno.

Lío de deseos que no puedo no desear. Deseos deseables y deseos indeseables. ¿Qué hacer?

Los deseos son posibilidades y, como tales, necesitan bajar a la realidad, realizarse. Así, llegan a mi razón, suplicando ser atendidos. Y mi razón tiene que cribar. Es ese colador, ese cedazo, que ha de tener ojo de aguja para poder colar con criterio. Ahí radica la importancia del cultivo de la razón, de su ejercicio en el conocimiento de la realidad, de que vaya conociendo lo que es y lo que debe ser. Una razón bien formada es criba fina.

Ese filtrado debería dejar pasar, atendiendo a la situación en que vivo, solo los deseos que apuntan hacia mi construcción personal. En la medida en que lo haga, la libre voluntad escogerá bien y se pondrá en camino para hacer real el objeto de mi deseo. Si así lo hace, creceré.

El problema radica en que filtre mal y no por error. Que mi razón se empecine en dejarse arrastrar por la fuerza del deseo indeseable y busque razones para justificar su mala elección. Si así lo hago, lo que es frecuente, mi libertad llevará a cabo lo que mucho promete y poco da. Su nombre, lo malo. Consecuencia, camino hacia mi propia destrucción.

Camino deseando, comprendiendo, eligiendo y actuando. Avanzo y retrocedo.

En este proceso dos cosas más hay de importancia.

La primera, el hábito. Si voy eligiendo el bien, voy generando hábitos buenos, virtudes que me ayudarán en el futuro. Si, por el contrario, elijo mal, construyo hábitos malos, vicios, que harán que me vaya acostumbrando al mal y me dificultarán la vida buena.

La segunda, la disposición vital de raíz. He de hacer una elección radical consciente, libre y plenamente interiorizada que responda a la pregunta: ¿Hacia dónde voy a dirigir mi vida? Esa opción es clave para el crecimiento personal. Elección radical que no se puede omitir y tampoco debe ser superficial. El bien no entiende de medias tintas. Ahora bien, esta opción marca una dirección, nunca soluciona problemas. No debemos olvidar que estamos heridos y que somos capaces de bien y de mal. Pero si nuestra disposición vital se enraíza en el bien, aunque hagamos lo malo, y lo haremos, sabremos que debemos levantarnos y que no hemos de cansarnos nunca de estar empezando siempre.

La clave: el amor

Todo esto es necesario conocerlo para educar, sabiendo que uno no se educa ni educa solo. La educación es una cuestión de comunión.

En la aventura de educar la referencia siempre es el otro. Así, el P. Morales, al desplegar la santidad educadora en cuatro puntos cardinales consideraba que los dos primeros, mística de exigencia y espíritu combativo, constituyen una simbiosis etiquetada con el nombre de responsabilidad.

Mística de exigencia para dar lo mejor de mí al otro. Espíritu combativo para luchar conmigo mismo con el fin de atraer al otro hacia el bien con mayúscula, Cristo. Soy responsable del otro.

¿Por qué comenzar por la responsabilidad? Porque toda obra educativa tiene que hacerlo por el amor.

El amor es la fuente de la educación. Yo solo puedo educar y educarme si amo al educando. Si le amo, me daré cuenta de que tengo una doble responsabilidad, para con él y para conmigo.

Responsable de él porque el que ama quiere el bien del otro. Responsable para conmigo porque el que ama quiere dar lo mejor de sí al amado ya que no merece menos.

El que descubre su responsabilidad, que brota del amor, tiene que hacerse reflexivo —tercer punto cardinal—. Debe conocer al otro y a sí mismo. El amor pide el conocimiento para empeñarse en el bien del tú al que amo. Y, además, me exige conocerme porque si le amo, estoy llamado a darle lo mejor de mí mismo.

Reflexión, por tanto, que llama al crecimiento del amor. Al compromiso amoroso con el otro. A la implicación en su bien y a tomarme en serio mi vida en el bien. Es la constancia —el cuarto cardinal—.

Educar es una aventura que tiene su centro en el amor al tú cercano. Aventura exigente, principalmente con uno mismo porque lo fundamental en toda obra educativa es la autoeducación. Solo el que se implica en su propia educación, porque ama a alguien concreto, es el que se torna educador, maestro.

Santidad educadora que excluye todo voluntarismo. No me educo para ser el mejor frente a los otros sino para donarme totalmente a ellos. Ahí me descubro con las manos vacías porque toda educación auténtica parte de las manos vacías y llega a las manos vaciadas.

El estilo de vida que he recibido hace de la educación una aventura fascinante y pequeña, muy pequeña. La clave está en el amor que pide lo más para llevarme a reconocer que lo más está en lo menos.

Santidad educadora, imposible sin mística de las miserias. Naturaleza y gracia. Subir bajando porque Cristo no está arriba sino abajo. Llamada a ser persona plena, a ser santo. ¿No es acaso lo mismo?

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