«Queréis subir una montaña y Dios quiere haceros bajar al fondo de un valle estéril donde aprenderéis el desprecio de vos misma» (santa Teresa a su hermana Celina).
«Subir bajando. Arrebatar el amor de Dios por la misericordia aceptada y la negligencia combatida. No cansarse nunca de estar empezando siempre» (Abelardo de Armas. “Aula Magna”).
Introducción
Hacemos presentes a dos figuras muy queridas para nosotros en esta XXIII edición del Aula Familiar Tomás Morales: Santa Teresita y Abelardo de Armas. Una es “la mayor santa de los tiempos modernos” (san Pío X) y doctora de la Iglesia. La otra es un testigo y portavoz de la doctrina de la santa, asimilada y hecha vida propia.
Dos trayectorias vitales muy diferentes, pero con un mismo mensaje.
La hija pequeña de Luis y Celia fue una niña normanda de finales del siglo XIX (1873-1897) que vivió en un ambiente familiar acogedor, burgués y profundamente cristiano. Perdió a su madre a la edad de cuatro años, acontecimiento que la marcó profundamente ―aunque estuvo arropada por el amor de un padre excepcional y tres de sus cuatro hermanas mayores―. A los 15 años se hizo carmelita descalza para apagarse a los 25, en la flor de la vida.
Abelardo (1930-2019), nació en Madrid en el primer tercio del siglo XX. Huérfano de padre desde los siete años, experimentó la pobreza y la dureza de la vida en su infancia y primera juventud. A los 20 años, un compañero de trabajo le invitó a unos Ejercicios Espirituales a los que acudió sin demasiado interés, pero allí le esperaba Dios. Desde aquel momento su vida experimentó un giro copernicano, en dedicación preferente a los jóvenes, como laico consagrado a Dios en el Instituto Secular Cruzados de Santa María, y a propagar la espiritualidad de las “manos vacías”, que hizo vida de la mano de san Juan de Ávila y de santa Teresa del Niño Jesús.
El final de ambas vidas es confluente, pues estuvo marcado por el signo de la cruz, manifestado en la enfermedad y los sufrimientos interiores. En Teresa, la tuberculosis, que comenzó a sus 20 años y se fue manifestando en una debilidad y cansancio permanentes hasta que dio la cara la noche del Jueves Santo de 1896 con vómitos de sangre. A esto se unió la noche de la fe, en que vivió envuelta casi toda su vida religiosa, pero que se acentuó en sus meses finales. En Abelardo, los sufrimientos físicos de la artrosis de cadera, y los morales, provocados por su progresiva e implacable debilitación neurológica que lo fue reduciendo hasta hacerlo dependiente total.
1. La primera llamada fue un encuentro personal con Jesucristo
Teresa, en una noche de Navidad. Tenía 13 años:
«Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión. Volvíamos de la Misa de Gallo […]. Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a buscar mis zapatos […]. Papá gozaba al ver mi alborozo […] a medida que iba sacando las sorpresas de mis zapatos encantados […]. Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me liberase de los defectos de la niñez […] permitió que papá, que venía cansado […] sintiese fastidio a la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras que me traspasaron el corazón: “¡Bueno, menos mal que éste es el último año…!”
Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que conocía mi sensibilidad […] sintió también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena. “¡No bajes, Teresa! —me dijo—, sufrirías demasiado al mirar así de golpe dentro de los zapatos”. Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón! Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera […] cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina.
Papá reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando […] Felizmente, era una hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para siempre…!»[1].
¿Qué interpretación hace ella de este acontecimiento? Lo llama “conversión”, aunque más bien fue como el despertar a una nueva vida en que quedó libre de toda dependencia de su psicología frágil, marcada por la tristeza e hipersensibilidad desde la muerte de su madre. Sus esfuerzos por gestionar con acierto esta situación habían sido inútiles hasta entonces. Ella reconoce que fue Jesucristo mismo quien intervino de forma imprevista:
«En esta noche, en la que Él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, «una carrera de gigante» […]. La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante […]. Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!» (Id.).
Abelardo, en unos Ejercicios Espirituales. Tenía 21 años
«Había en mi oficina un compañero que […] no hacía más que insistirme. Ese fue el único que empezó a hablarme de Dios, y me decía: “Abelardo, tú tienes que encontrarte con Dios. ¿Por qué no haces Ejercicios Espirituales?”. Le pregunté: ¿Y qué voy a hacer ahí?”. “Pues mira, me dijo, quedarte en silencio y reflexionar un poco sobre estos veintiún años de tu vida que han transcurrido y verte, en relación con Dios, en relación con los demás, ¿qué es lo que has hecho tú hasta ahora?”. “Bueno (le espeté) a mí eso no me importa nada”.
Pero aquel chico, irreductible, me hizo la siguiente oferta: “Si no sales de los Ejercicios conmovido, te doy mi paga extraordinaria”. Entonces dije yo: “¡Bueno! Voy a ganarme una paguita extraordinaria fácilmente […]. Y fui de Ejercicios Espirituales.
Allí me encontré con algo que no me podía imaginar […] en soledad y en silencio me dejaron. Los primeros días yo masticaba banco de la capilla cada vez que tenía que estar de rodillas […]. Me aburría soberanamente […] ¡Era duro! ¡Sin poder hablar con nadie! Sin embargo, al tercer día […] en aquella soledad comencé a descubrir la elocuencia del silencio. Empecé a hablar con Dios. Y fue precisamente en mi cuarto donde, en unos momentos de aquellos de silencio, abrí la Vida de Cristo del P. Vilariño, y de repente tropecé con unas palabras de Jesús que ni las conocía […]: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá y el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” […].
Por primera vez en mi vida me encontraba con unas palabras que me hablaban de vida eterna, y yo pensaba: “Pero ¿será posible esto?, ¿es posible que haya algo que no acabe jamás? Allí en el silencio de los Ejercicios, comenzó mi encuentro con Dios»[2].
2. La segunda llamada, fue un encuentro con sus manos vacías
Teresa la fue recibiendo lentamente a lo largo de sus años oscuros de carmelita, en que ella fue descubriendo su “caminito”. Recién llegada al convento Teresa concibe que la santidad es una conquista. «Hay que conquistarla a punta de espada», le dice a su hermana Celina. Pero conforme avanzan los años, va comprobando que no lo consigue.
«Cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y muy corto […]. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección»[3].
Destacan dos momentos en esta aventura de búsqueda: uno de ellos, a finales del año 1894, en que, revisando unos textos de la Sagrada Escritura que había traído su hermana Celina, encontró esta frase: «El que sea pequeñito, que venga a mí» (Prov. 9, 4).
«Y entonces fui adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el pequeño que responde a tu llamada, continué mi búsqueda y he aquí lo que encontré: “Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os acariciaré” (Is 66, 12-13). Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma. ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más»[4].
El segundo momento sucedió pocos meses después (junio de 1895) en que Teresa se ofrece como víctima de holocausto al Amor misericordioso:
«En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuentas de mis obras […] me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti»[5].
Pasó un año. Corría el de 1896 (faltaba un año para su muerte). Teresita está en la plenitud de santidad, aunque en noche oscura del alma. María del Sagrado Corazón, su hermana mayor y madrina, que era carmelita en el mismo convento, le pidió que le manifestara el camino de la infancia espiritual. Teresita le remitió el manuscrito B de Historia de un alma, dedicándoselo.
María acusó recibo con unas líneas llenas de admiración en las que le dice que la ve «poseída por el amor de Dios», que lo que escribe «es hermoso, pero no es para mí».
Teresa comprendió su “error” y se apresuró a aclarar las cosas. Le contesta:
«¿Cómo podéis preguntarme si os es posible amar a Dios como yo le amo? […] Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón […] Sé que no es esto, en manera alguna, lo que agrada a Dios en mi pequeña alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia»[6].
Su hermana Celina (Sor Genoveva de la Santa Faz) ―que había ingresado en el Carmelo años después que Teresa― entendía el “caminito” propuesto por su hermana, pero le costaba asumirlo vivencialmente. Un día le confesó con admiración: «¡Cómo me gustaría ofrecerle a Dios vuestra delicadeza!». Teresa le respondió: «Dad gracias a Dios de estar sin delicadeza».
En otra ocasión, cuando Teresa la animaba a unirse a Dios, precisamente desde su pobreza, Celina le comentó con cierto desánimo: «¡Cuando pienso en todo lo que tengo que adquirir!» Teresa le respondió inmediatamente: «Mejor dirás que perder».
Abelardo lo descubrió en una gélida mañana de febrero de 1981.
Era el día de su cumpleaños. Pese al frío glacial que hacía en aquellas tierras de Ávila, «se me ocurrió ―escribe― ir a celebrar mi cumpleaños al convento de carmelitas de Duruelo […] en el momento de la comunión ellas cantaban “Grande es, Señor, tu ternura para con tus criaturas”»[7]. Allí, sin sospecharlo, le llegó la luz que iluminará el resto de su vida.
Poseemos varias referencias personales. La primera es una carta circular escrita por él una semana después del acontecimiento:
«Quiero comunicaros que todas vuestras oraciones y sacrificios ofrecidos con motivo de mi cumpleaños debieron caer en mi alma cuando la mañana del 17 de febrero ofrecía la Misa […].
Era la gracia de ver mi nada en el momento de nacer. Cuando por no tener, carecía hasta de la vida de la gracia. Vi mi cuerpecito sucio de niño recién nacido, atendido y acariciado por la ternura de una madre que, hasta el cariño que volcaba en mí, era puesto por Dios en su corazón.
Y deseé morir como nací. Nacer a la vida eterna como a la temporal. Si el ser se me dio gratis y la gracia del bautismo sin merecimiento alguno, así en la plenitud de mi nada deseo entrar […] en el regazo del Padre. Por pura gracia y con las manos vacías»[8].
Meses después, ofrecía nuevas pinceladas:
«Dios me iba haciendo sentir un deseo inmenso […] de que me dejase manejar en mi nada, y comprender entonces que toda la vida (no solo la mía, sino la de cada uno) es un milagro de exquisita misericordia de Dios. […]. Entonces, Señor, si mis primeros pasos fueron pura gracia, ¿por qué mi nacimiento a la eternidad no tendría que ser también pura gracia? Y entrar en el cielo como entré en la tierra: con las manos vacías […] ¡Qué bonito sería vivir así, siempre con las manos vacías![9]
Ocho años después completaba esta información exponiendo las consecuencias en su día a día:
«Desde entonces la gracia que yo he recibido es que veo mis manos totalmente vacías. No tengo ningún acto de virtud […]. Quiero que mi única virtud sea la confianza que nace de la virtud de Él.
A partir de ese momento la gracia mayor para mí ha sido quedar inasequible al desaliento. […] Y aquello era tan grande para mí, una gracia tan inmensa, que la pedí para toda la institución, y tengo la confianza de que se me concedió»[10].
3. Meditando en nuestro corazón
No perdamos de vista estas afirmaciones. Nos dejan perplejos porque nos descubren una concepción de la santidad diametralmente opuesta a la nuestra, más centrada en nosotros mismos (en nuestros esfuerzos, en nuestros “progresos”, etc.) que en la misericordia de Dios[11]. Estas afirmaciones pueden constituir para nosotros, hombres y mujeres de las prisas, de la eficacia y de la ansiedad ―que deseamos amar bien, sin conseguirlo, y nos desalentamos ante nuestras caídas― una luz en nuestro camino, pues nos advierten que este es el momento esperado por Dios, para que nos abramos a Él.
¡Ganar perdiendo!
Teresa no se cansaba de repetir a sus novicias que lo que le agrada a Dios de nosotros no son nuestras virtudes, sino nuestra pobreza. Le dice a Celina:
«Queréis subir una montaña y Dios quiere haceros bajar al fondo de un valle estéril donde aprenderéis el desprecio de vos misma».
Y explica a su hermana:
«Tengo debilidades, pero me alegro de ellas […] por ejemplo, me da rabia una tontería que haya dicho o hecho. Entonces entro en mí misma y me digo: ¡Ay!, estoy en el mismo sitio que antes. Me digo esto con gran dulzura y sin tristeza. Es tan dulce sentirse débil y pequeño»[12].
Abelardo experimentó en lo más profundo de su corazón lo mismo que Teresita: 1ª, que era “nada”; 2ª, que fue escogido por Dios para ser amado (no al revés); 3ª, que ese amor fue y es gratuito y primero que el suyo. Nos confiesa:
«No tengo ningún acto de virtud […]. Quiero que mi única virtud sea la confianza que nace de la virtud de Él […]. A partir de ese momento la gracia mayor para mí ha sido quedar inasequible al desaliento».
“Inasequible al desaliento”. Una conclusión fuera de toda lógica humana, porque todos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios para proyectarnos y autoafirmarnos. Pero si una persona se experimenta como “nada”; si se siente vacía, concluirá que su vida no tiene sentido y llegar a la autodestrucción. Pero en Teresita y en Abelardo la conclusión es opuesta. Se hacen indestructibles en su nada, porque tienen la vivencia de que son amados por Dios y no pueden dejar de serlo.
¡Subir bajando!
Teresita nos anima a abrazarnos a esta debilidad:
«Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con confianza total a tu misericordia infinita»[13].
Volvamos a la carta que escribió a su hermana María:
«Comprended que para amar a Jesús […] cuanto más débil se es, sin deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transformante […]. Pero es necesario consentir en ser siempre pobres y sin fuerzas y he ahí lo difícil […]. Permanezcamos, pues, muy lejos de todo lo que brilla, amamos nuestra pequeñez, deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de espíritu y Jesús irá a buscarnos por lejos que estemos […]. La confianza y nada más que la confianza es la que debe conducirnos al amor»[14].
Abelardo escribe:
«El santo es el que se ha familiarizado con la miseria, con el vaciamiento total de sí mismo y se ha abierto totalmente a Dios. Eso es la humildad […]. ¿Cómo puede Dios hacer que nos vaciemos de nosotros mismos para abrirnos a Él? En los santos ha sido a través de las miserias»[15]
Manos vacías
Es el “deseo” de agradar a Dios en lo que Él más quiere, en su misericordia, está inscrito tanto en la mística teresiana como en la ignaciana:
En Teresita:
«En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuentas de mis obras […]. Quiero, por tanto, revestirme de tu propia Justicia, y recibir de tu amor la posesión eterna de ti mismo. No quiero otro trono y otra corona que a ti»[16].
En Abelardo:
¿Qué sucedería entonces? Que yo en la eternidad sería pura gloria de Dios. Ninguna de las almas de los santos que estén en el cielo me podría mirar y hacer otra cosa a través de mí que ensalzar la gloria de Dios, porque en mí no hay nada. Y entonces, así, Señor, no te quito nada de gloria, […] ni un ápice, porque toda te corresponde a ti. ¡Qué bonito sería vivir así, siempre con las manos vacías!»[17]
¡La confianza y nada más que la confianza!
Abelardo ha aprendido a contemplar el amor de Dios en Jesucristo en la escuela de san Juan de Ávila (¡cuánto habría gozado Teresita con la lectura de este gran santo español, si lo hubiera conocido!) y es desde las afirmaciones de este gran místico ―haciéndolas suyas hasta el punto de no poder separarlas― desde donde Abelardo nos exhorta a la confianza:
«¿Tan presto habéis olvidado que la sangre de Jesucristo da voces (Heb 12,24) pidiendo para nosotros misericordia y que su clamor es tan alto que hace que el clamor de nuestros pecados quede muy bajo y no sea oído? […]. Según ordenanza de Dios, somos tan uno Él y nosotros que o hemos de ser Él y nosotros amados, o Él y nosotros aborrecidos; y pues Él no es ni puede ser aborrecido, tampoco nosotros, si estamos incorporados en Él con la fe y amor. Antes, por ser Él amado, los somos nosotros y con justa causa: pues que más pesa Él para que nosotros seamos amados, que nosotros pesamos para que Él sea aborrecido; y más ama el Padre a su Hijo, que aborrece a los pecadores que se convierten a El»[18].
«Ver nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra maldad y nuestra miseria es cosa buena. Pero si nos quedamos ahí, nos engañamos: porque la mirada no podemos tenerla fija en nosotros. Es preciso mirarle a El y confiar en que nos ama»[19].
«Necesitamos que Jesús nos vacíe de nosotros mismos. Un alma no se agarra a la confianza total y absoluta en Dios hasta que no queda desposeída de sí misma. Es la infancia espiritual […] hacer por virtud lo que el niño hace por instinto. El niño, por instinto, se abandona plenamente en sus padres…. Refúgiate en tu incapacidad de niño, en tu miseria de niño»[20].
Sor Inés de Jesús (Paulina, hermana mayor de Teresa) le preguntó qué significaba para ella permanecer niño ante Dios. Teresa le respondió:
«Es reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios, como un niño lo espera todo de su padre; es no preocuparse de nada… Es también no atribuirse a uno mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino reconocer que Dios pone ese tesoro de la virtud en la mano de su hijito para que se sirva de él cuando lo necesite, pero es siempre el tesoro de Dios. Por último, es no desanimarse por las propias faltas, porque los niños caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse mucho daño»[21].
Apóstoles de la confianza
Las gracias personales recibidas por Teresita y Abelardo se convierten en misión que supera sus propias biografías, en respuesta a la invitación apostólica de Cristo.
Teresa, “la santa más grande de los tiempos modernos” (S. Pio X), doctora de la Iglesia y patrona de las misiones, ha multiplicado tras su muerte su acción salvadora sobre los hombres. En carta al P. Roulland, escribía: «Pienso no estar inactiva allá arriba. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas».
A las puertas de la muerte lo advirtió proféticamente:
«Presiento, sobre todo, que mi misión va a comenzar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo y de dar mi caminito a las almas. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo.
Sí, yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Y eso no es algo imposible, pues desde el mismo seno de la visión beatífica, los ángeles velan por nosotros»[22]
«Pero ¿por qué estos deseos, Jesús de comunicar los secretos de tu amor? ¿No fuiste tú y nadie más que tú el que me los enseñó a mí? ¿Y no puedes, entonces revelárselos también a otros? […] te conjuro a que lo hagas. Te suplico que hagas descender tu mirada divina sobre un gran número de almas pequeñas»[23].
No sabremos nunca el impacto de su influencia espiritual en los hombres y mujeres de nuestro mundo. Su Historia de un Alma, obra autobiográfica, ha sido traducida a más de 50 idiomas y el número de ejemplares impresos supera, según los estudiosos, los 500 millones de ejemplares. ¿Cuántos habrán encontrado la luz tras su lectura? Que en las enseñanzas de Teresita se han inspirado numerosos beatos y santos, es indiscutible: san Rafael Kalinowsky, carmelita polaco; san Maximiliano Kolbe, franciscano; santa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), carmelita mártir; santa Isabel de la Trinidad, carmelita; santa Teresa de los Andes, carmelita; beato Daniel Brottier, sacerdote espiritano; beato María Eugenio del Niño Jesús; venerable Marta Robin, terciaria franciscana carmelita; M.J. Lagrange, dominico.
Abelardo fue un contemplativo en la acción, enamorado de Dios entre los hombres del siglo XX, especialmente jóvenes, a los que dedicó su vida. Fue un educador en un estilo de vida cristiano recio y exigente (una verdadera “mística campamental”). Miró siempre hacia las altas cumbres ― hablaba de “santidad educadora” ― pero sin perder de vista, por ello mismo, la meta de la misericordia de Dios. Por eso no dejó de hablar y escribir sobre ella. No se cansaba de exhortarnos en charlas, ejercicios espirituales, escritos:
«Tenemos que llevar al mundo ese mensaje […]. Más lejos no puede llegar el Corazón de Jesús para decir a los hombres que los ama, y necesita de nosotros para decírselo. Pero tú, lo dirás a los demás, en la medida que veas las misericordias que tienen para contigo. Pídele todos los días: ¡Señor, hazme apóstol de tu misericordia, precisamente por mis miserias!»[24]
Y pedía en forma de oración a Cristo la “originalidad” es esta misión: apóstoles de su misericordia desde nuestras propias miserias:
«Señor, ¡haznos apóstoles de tu misericordia! De tu misericordia, el atributo que más tenemos que predicar. Porque es el que más has puesto en ejercicio. Porque, de todos tus atributos, Señor, es el que más sabe de tu esencia, que eres amor.
[…] Que yo sea apóstol de tu misericordia por la fe. Porque estoy viendo tu infinita misericordia para conmigo. Y de ahí nace el predicar a los demás, el ir acercando a los hombres, metidos entre ellos, como uno entre ellos. No sintiéndome redentor, sino sintiéndome miserable»[25].
Epílogo: La cumbre está más abajo
La realidad es siempre superior a la idea. Y la realidad es que cada uno de nosotros, si es sincero consigo mismo, experimenta todos los días la limitación y la pobreza en esto de la santidad. Una cosa es hablar de santidad laical y otra ser santos en el mundo y desde el mundo.
La experiencia de nuestras miserias es la misma que la que experimentaron Teresita y Abelardo. Nuestra tarea, sin embargo, es personal: convencernos de que somos amados, reconocer la propia nada, esperarlo todo de Dios, no preocuparse por nada, no desanimarse por las propias faltas…
Esta tarea es posible. Recordemos la afirmación audaz, increíble y consoladora de santa Teresita, ya citada:
«Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con confianza total a tu misericordia infinita»[26].
¿Quién de nosotros no sospecha que esa “alma más débil y pequeña” que la de Teresita es la suya? Si es así, abramos la puerta a la esperanza y seamos apóstoles de la misericordia de Dios, desde nuestra experiencia de miserias aceptadas y negligencias combatidas, mediante el trato personal con cada una de las personas con las que nos encontremos por los caminos polvorientos de la vida.
Nota bibliográfica
- De santa Teresa de Lisieux:
- Historia de un alma, Ed. San Pablo, Madrid 2007. (Es su autobiografía).
- Obras completas, Monte Carmelo (4ª ed.), Burgos. (Nos permite acceder a todos sus escritos).
- Las páginas más bellas de Teresa de Lisieux, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2004. (Se trata de una selección de textos de la santa. Muy útil para la oración).
- Sobre santa Teresa de Lisieux:
- BALTHASAR, H.U., Teresa de Lisieux, historia de una misión, Ed. Herder, Barcelona 1998.
- DE MEESTER, C., Las manos vacías. El mensaje de Teresa de Lisieux. Ed. Monte Carmelo, Burgos 1981.
- LAFRANCE, J., Mi vocación es el amor. Ed. Espiritualidad, Madrid 1985.
- PHILIPON, M., Santa Teresa de Lisieux. Un camino enteramente nuevo. Ed. Balmes, Barcelona 2019.
- PIAT, E., Historia de una familia. Una escuela de santidad. Ed. Monte Carmelo, (7ª ed.). Burgos 2014.
- De Abelardo
- Agua Viva, Ed. Cruzados de Santa María, Madrid 2005
- Rocas en el oleaje, Ed. Cruzados de Santa María, Madrid, 1983
- Santidad educadora, Ed. Cruzados de Santa María, Madrid 2010
- Sobre Abelardo
- A. DE GREGORIO, Abelardo de Armas, Pasión educadora. Ed. Encuentro, Madrid 2014.
3 agosto 2023
APENDICE
Cerramos estas reflexiones con un apunte sobre la aportación poética que Abelardo acertó a hacer de sus vivencias espirituales. En su personalidad se entrecruzaron dos componentes: su temperamento poético y su vocación educativa, concretada en ese permanente “entrenamiento” de los jóvenes para perseverar en el arduo camino de la santidad. Por eso, además de exponer su doctrina en cientos de charlas y meditaciones, lo hizo también a través de la canción.
Aunque escribió un buen número de canciones en los años sesenta y setenta, fue a partir del año 1981, momento de la gracia recibida en Duruelo cuando comenzó a volcar el interior de su alma en letras elaboradas al hilo de la vida. En ellas nos abre su corazón, expresando situaciones interiores por las que atravesó. Les puso música propia unas veces; otras, utilizó melodías de sus años jóvenes.
Incide en los tres temas sobre los que hemos venido reflexionando: 1. Las manos vacías: el descubrimiento de su pobreza y sus consecuencias; 2. Subir bajando: el camino; 3. “Flor escondida”. La Virgen a la que dedicó sus dos últimas canciones
1. Manos vacías, el descubrimiento de su pobreza
En el año 1986, Abelardo compuso en Gredos una de las canciones más bellas de su colección: “Dios de mis manos vacías”, con letra y música suyas. Es la declaración de la paciencia de Dios para con él, desde antes de nacer hasta el momento actual; la insistencia de Dios, que no se rinde ante su pobre respuesta y la victoria final de Dios con el milagro de su transformación en él. Escribe y canta:
«Dios de mis manos vacías, que de nada me creaste y eternamente me amaste aun cuando yo no existía […]. Mas el pago que te di fue el de mis manos vacías […]. Mas tu amor que nunca acaba, nuevas gracias concebía. Y al fin venciste Señor, pues en mis manos vacías, puse tu propio dolor, mis miserias y mi nada, y tú pusiste tus llagas […]. Manos así transformadas colman todo de tu amor; ya no las tengo vacías, las ha llenado mi Dios».
2. Subir bajando, el camino.
Aquí es donde Abelardo aparece como gran guía de los jóvenes montañeros del espíritu. En 1984, escribió “Montañero”, la canción juvenil más familiar y repetida por nuestros acampados:
«Montañero que vienes a Gredos buscando las cumbres de un gran ideal, mira al cielo y en la noche cuajada de estrellas, las luces de ellas de Dios te hablarán.
No te canses de ver en la altura, modelo y figura tu meta a alcanzar, pero piensa que bajando se suben las cumbres más altas que existen que son de humildad.
¡Cuánto cuesta creer que miserias son gracias muy serias que matan el yo! Y que el alma se hace grande si se ve pequeña con tal de que busque los brazos de Dios.
¡Qué alegría pensar que María es la madre buena que en cruz se nos dio! Y que, en ella, si te sabes hacer como un niño, serás otro Cristo gozando su amor».
Tres afirmaciones muy suyas:
Primera, volar alto: Mirar al cielo. No cansarse de los grandes ideales …
Segunda: Pensemos que, en esta excursión, bajando, se sube. Las miserias, nuestras debilidades, no son accidentes desgraciados, sino gracias, que “matan el yo”, que nos hacen grandes, si nos abandonamos en las manos de Dios.
Tercera: la Virgen hará el milagro de hacernos otros Cristo, si somos niños, en los brazos de Dios.
Ser pequeños, como santa Teresita. Pero ¿cómo hacer?, ¿cómo subir bajando? En 1987 escribió “La cumbre está más abajo”. Toda una lección sobre el “ganapierde”, sacada de la entraña misma del Evangelio:
«Si quieres ganar perdiendo, si quieres morir amando, si quieres gozar sufriendo, si quieres subir bajando, has de vivir padeciendo y la santidad buscando, no en cumbres de exaltación mas por cruz de humillación, seguir a Jesús callando…
Nunca mires a la altura, mira siempre más abajo. Busca el último lugar, es este un duro trabajo, pero es el mejor atajo, para a la cumbre bajar…
Y aunque parezca locura, buscar la cumbre en lo hondo y renunciar a la altura, fue la Cruz pozo sin fondo al que Jesús descendió y en ella todo se salva y todo se unificó…
¡Salve, Cruz, donde se baja a la cumbre del amor!».
No pueden faltar las advertencias del maestro espiritual. En su canción “Para vivir la santidad”, escrita en 1989, a la que puso la música de “Los niños del Pireo”, nos abre horizontes, contemplando a la Virgen:
«Para vivir la santidad es preciso creer que la nada es la verdad, más la soberbia te dirá que es virtud el tener muchos dones para dar.
Y si te dejas confundir, pensarás que subir es cumbre de santidad, pero es el Niño de Belén y el Jesús de la Cruz tu modelo a imitar…
Y cuando quieras comprender que bajar es subir la cumbre de la humildad, pon tus ojos en la mujer que por Madre Jesús en la Cruz te quiso dar
Y es María, causa de tu alegría, porque se hizo pequeña la que es madre de Dios. Y en abajarse y hacerse pobre esclava la gran lección te daba de amar la humillación».
3. Flor escondida.
Comenzaba la década de los noventa. Abelardo tuvo que renunciar a las cumbres de manera real, porque su salud ya no se lo permitía. En julio de 1991 se instaló una imagen de la Virgen del Pilar en una grieta del Circo de Gredos, donde aún permanece. Él estaba lleno de ilusión y se hizo eco de ello:
«Y en toda esta escuela […] de una espiritualidad educadora que se expresa en un estilo de vida, con más fracasos —eso sí, aparentes— que éxitos, es la Virgen María […] el pilar, la roca en que nos asentamos. Por eso, dentro de una semana, en una concavidad entre riscos de su y nuestro santuario del Circo de Gredos, colocaremos una imagencita de ella en su advocación del Pilar. Su HÁGASE-ESTAR es divisa inseparable de nuestras vidas»[27].
A esa Virgen Abelardo dedicó dos canciones. Una de ellas la tituló “Flor escondida”, en la que vuelve a aparecer el “ganapierde”:
«En Gredos hay escondida una flor que no es fácil encontrarla porque vive oculta en Dios […] Mira a la Virgen que en Gredos vive oculta, escondida y en silencio, abierta tan sólo a Dios. Ella es tu mejor modelo de saber ganar perdiendo […] Aquí tienes el sendero que la Virgen, flor del campo en Gredos te descubrió».
(Selección de textos del artículo de Estar, nº 301, diciembre 2016: “Abelardo, apóstol de la misericordia”. VIhttps://revistaestar.es/apostol-de-la-misericordia-yvi/)
[1] Historia de un alma, c. 5, 44 v0.
[2] A. de Armas, Rocas en el oleaje, CSM, Madrid 1980.
[3] Historia de un alma, c. 10, 3 ro.
[4] Id.
[5] “Ofrenda al Amor misericordioso” (Oraciones, 6).
[6] Carta de 17.09.1896
[7] A. de Armas, Retiro de noviembre, 1981; 5ª meditación (audio inédito).
[8] Circular inédita a los cruzados (25.02.1981).
[9] Retiro de noviembre 1981 (5ª meditación).
[10] Audio inédito, 18.08.1989.
[11] Se recomienda la lectura de dos obras fundamentales sobre este tema: C. de Meester: Las manos vacías, Monte Carmelo, Burgos 20076; J. Lafrance, Mi vocación es el amor, Espiritualidad, Madrid 1992.
[12] Cuaderno amarillo, 05.07.1897.
[13] Historia de un alma, c. 9, 5 vo.
[14] Carta de17.09.1896.
[15] Retiro espiritual, mayo 1985 (inédito)
[16] “Ofrenda al Amor misericordioso” (Oraciones, 6).
[17] Retiro citado (noviembre 1981).
[18] S. Juan de Ávila, Cruz y resurrección, p.67.
[19] A. de Armas, Santidad educadora, p. 96-97.
[20] Retiro espiritual, mayo 1985. Texto inédito.
[21] Cuaderno amarillo, 06.08.1897.
[22] Id., 17.07.1897.
[23] Historia de un alma, c. 9 (final).
[24] A. de Armas, Convivencias de Villagarcía, 1979. Medit. 14 (inédita).
[25] Retiro 25 abril 1982.
[26] Historia de un alma, c.9, 5 vo.
[27] Impresiones de la marcha a los pinares de San Rafael (22-23.06.1991).