(Dedicado a los lectores jóvenes de Estar)
El 16 de abril de 2021, el Consejo Ejecutivo de la UNESCO eligió a santa Teresa de Lisieux como personalidad mundial de la cultura para el bienio 2022-2023. Justificaba esta designación afirmando que «la celebración de este aniversario contribuirá a dar mayor visibilidad y ser justos con las mujeres que han promovido, con sus acciones, los valores de la paz».
Este acontecimiento supone un estímulo para conocer el genio femenino de esta joven frágil y fuerte a la vez, que es guía espiritual de millones de hombres y mujeres que vivimos con el corazón atenazado por el miedo y la desconfianza.
Prestemos atención en esta ocasión a sus años de infancia y pubertad.
Una niña hipersensible
María Francisca Teresa Martin Guérin nació en Alençón, el 2 de enero de 1873, en el seno de la familia formada por Luis Martin y María Celia Guérin. De esta unión nacieron nueve hijos, de los que sobrevivieron cinco chicas: María, Paulina, Leonia, Celina y Teresa, que era la pequeña.
Estaba dotada de una psicología que hoy definiríamos como «Persona de Alta Sensibilidad» (PAS), pues tenía una emotividad superior al resto de la gente; una inteligencia agudísima, unida a una gran intuición; una memoria sorprendente y una enorme empatía.
Su madre la describe así:
Tiene una inteligencia superior a la de Celina, pero es mucho menos dulce, y, sobre todo, de una terquedad casi indomable. […] Coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto y se revuelca por el suelo como una desesperada, pensando que todo está perdido. Hay momentos en que es más fuerte que ella, y se le corta la respiración. Es una niña muy nerviosa. De todas maneras, es un encanto, y muy inteligente, y se acuerda de todo[1].
Una infancia llena de sufrimiento
Teresita adoraba a su madre («Esta criatura no quiere dejarme ni un instante y no se aparta de mi lado […] Si yo no estoy […] se echa a llorar y no para de hacerlo hasta que me la traen», escribirá su madre»), pero esa madre falleció cuando la niña tenía 4 años. Esta ausencia la debilitó interiormente, pese al derroche de amor de su padre y de sus hermanas: «Tengo que decirte (escribirá años después) que, a partir de la muerte de mamá, mi temperamento feliz cambió por completo. Yo, tan vivaracha y efusiva, me hice tímida y callada y extremadamente sensible».
Tras la muerte de su madre, se trasladaron a Lisieux y al cumplir los ocho años, ingresó en el colegio de las Benedictinas. Allí sufrió bullying:
Los cinco años que pasé en él fueron los más tristes de toda mi vida […]. Me pusieron en una clase en la que todas las alumnas eran mayores que yo. Una de ellas […] al verme tan joven, casi siempre la primera de la clase y querida por todas las religiosas, se ve que sintió envidia […] y me hizo pagar de mil maneras mis pequeños éxitos […]. Dado mi natural tímido y delicado, no sabía defenderme, y me contentaba con sufrir en silencio…
Tenía nueve años (1882) cuando su salud tocó fondo: aparecieron dolores de cabeza permanentes, perdió el apetito y el sueño. Los médicos interpretaron estos síntomas como una reacción provocada por el dolor causado por la marcha de su hermana Paulina al Carmelo de Lisieux[2]. «Comprendí que Paulina iba a dejarme para entrar en un convento […] y que iba a perder a mi segunda madre […]. Lloré lágrimas muy amargas».
Una noche de marzo de 1883, estando en casa de su tío, comenzó a llorar y a sufrir temblores nerviosos, alucinaciones y ataques de terror: «Mi tía me hizo acostar […]. Nada pudo reducir mi agitación, que duró casi toda la noche […]. Al día siguiente […] el doctor coincidió con mi tío en que tenía una enfermedad muy grave, que nunca había padecido una niña tan joven como yo». Los médicos no acertaban con el remedio. En esta situación límite, la encomendaron a la Virgen, ante su imagen. Allí ocurrió algo sorprendente: «De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa […] lo que me caló hasta el fondo del alma fue la “encantadora sonrisa de la Santísima Virgen”. En aquel momento, todas mis penas se disiparon».
En 1884 le llegó la «terrible enfermedad de los escrúpulos», como ella misma dice: «Hay que pasar por ese martirio para saber lo que es. ¡Imposible decir lo que sufrí durante un año y medio…!».
Y para colmo, en octubre de 1886 su hermana mayor, María, también ingresó en el Carmelo de Lisieux[3], mientras Leonia lo intentaba en las Clarisas. Teresa volvió a hundirse en la soledad, sin tener en quién confiar.
Tiene ya casi catorce años. Ni uno solo sin sufrir a causa de su carácter y sus enfermedades. ¿Qué hacer?
Ella no sabía que faltaban solamente dos meses para la noche de Navidad, la de su gran conversión: «Desde esa noche bendita, ya no fui derrotada en ningún combate, en lugar de eso fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, una carrera de gigante».
Para la reflexión
«No me sorprendo ya de nada ni me aflijo al ver que soy la debilidad misma», escribiría Teresa, años después, a una de sus hermanas. Y es que descubrió que sus limitaciones y deficiencias —y, por tanto, las nuestras— no son obstáculo para llegar a Dios, sino oportunidades. Su naturaleza frágil sería utilizada por Dios para una gran misión. Lo veremos.
[1] Todas las citas están sacadas de Historia de un alma, obra autobiográfica, redactada por Teresa en un estilo que puede resultar algo empalagoso a nuestra sensibilidad, pero de gran riqueza en sus análisis psicológicos y, sobre todo, espirituales. Esta obra ha sido traducida a más de cincuenta idiomas y el número de ejemplares impresos supera, según los estudiosos, los quinientos millones de ejemplares. Su lectura ha supuesto la conversión de muchos y es una luz permanente para la Iglesia. Por ello, y por su vida, fue proclamada doctora de la Iglesia en 1997 por san Juan Pablo II.
[2] Paulina había sido su «segunda madre». En el Carmelo tomó el nombre de Inés de Jesús.
[3] María asumió la dirección de su familia a la muerte de su madre y fue gran educadora de sus hermanas. Cuidó especialmente de Teresa en sus enfermedades. En el Carmelo se llamó María del Sagrado Corazón.