Por P. Juan Álvarez Hidalgo, misionero en Perú
Gracias por la atención y por darme la oportunidad de hablar, brevemente, de una etapa crucial de mi vida.
Fue en el año Mariano de 1954, cuando llegué del pueblo a Madrid, tras haber vivido una experiencia en el pueblo con una imagen de la Virgen de Fátima, que conmovió y despertó la fe católica en muchos, siendo como una misión.
Pude entrar en el Hogar del Empleado y conocer a Abelardo y todo su programa con los juveniles y las charlas de actualidad con los botones de los bancos.
Me ayudó mucho el programar mi vida espiritual para que los valores que traía del pueblo y de mi familia no se perdieran en la vida mundana de la capital.
Su exigencia y ejemplo completaron mis deseos de comprometerme con la Virgen para toda la vida, como cadete, alférez y caballero de la Virgen; como cruzado y como sacerdote.
Ante mi timidez, me hizo hablar desde el púlpito de la iglesia de San José, cinco minutos, en las charlas de actualidad con unos 500 jóvenes.
Para ver la disponibilidad, cuando esperaba que regresara mi hermano de África para casarse, un día antes me dijo que no iría a la boda, y que acompañaría a otro a la sierra.
En los estudios de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, no quise hacer grados, se arreglaron las cosas para ordenarnos en tercero de Teología; acabamos cuarto, y nos mandó hacer Licenciatura en la Pontificia de Comillas, ya en Madrid.
Seguía fiel el programa del P. Morales en la exigencia, y en la disponibilidad alegre; era ayudarme a vivir la entrega a la Virgen para toda la vida, que en mis primeros ejercicios de febrero del 1955 el padre me propuso y acepté.
Doy gracias a Dios, y por todas las cosas sucedidas después, veo que todo lleva a santificarnos, aun en esta etapa última en la tierra, de ofrenda permanente y silenciosa, la de los granos de trigo que se pudren.
Que la Virgen, san José y nuestro ángel de la guarda nos ayuden a ser fieles para la mayor gloria de Dios, salvación de las almas y santidad personal.