El relativismo es una ideología que implica una concepción profunda de la vida y del ser humano. Sostiene que todo lo que se refiere a Dios y al sentido de la vida, como la diferencia entre el bien y el mal por ejemplo, es inaccesible, porque los hombres somos incapaces de conocer la verdad. Nuestro conocimiento es siempre parcial y discutible. Por eso se afirma que todas las opiniones son igualmente aceptables y válidas.
Desde el relativismo se considera que la tolerancia es incompatible con el convencimiento de que algo es verdadero. Todo vale. Todo debe ser permitido. Todo es igualmente bueno. El perfecto ciudadano es aquel que no tiene ninguna convicción ética permanente. Esta falsa tolerancia acaba convirtiendo en bueno y justo lo que no lo es.
A una concepción del mundo y de la vida, o del ser humano y la sociedad, que parte de que la cuestión propiamente dicha no es la verdad, sino hacer valer lo que se piensa, se siente o se desea, se la llama ideología. Cada uno construye su realidad y su mundo. La visión ideológica de la realidad descansa en el relativismo. No se basa en una “voluntad de verdad” (como dice X. Zubiri), sino en una “voluntad de poder”, por utilizar la expresión de F. Nietzsche.
Un ejemplo claro es el de la ideología de género. Ésta sostiene que cada uno puede elegir su propia identidad y orientación sexual con independencia de su sexo biológico. Parte de que la identidad de hombre o mujer no está determinada por la identidad sexual, basada en la naturaleza humana, es decir en el modo constitutivo de ser del hombre y la mujer, sino que depende de la psicología y la elección de cada uno y de la cultura en la que vive. Además, la persona es completamente autónoma y la libertad absoluta: en consecuencia, cada uno puede “construirse” como quiera.
Esta concepción de la persona supone que si no hay Dios, ni verdad, ni naturaleza de la cual se deriven exigencias ni principio moral alguno, entonces lo lógico es que cada uno haga lo que quiera. Lo que uno es, es consecuencia de su opción. Simone de Beauvoir, refiriéndose a la mujer, decía que “la mujer no nace, se hace”.
«El género es una construcción cultural… radicalmente independiente del sexo, viene a ser un artificio libre de ataduras; en consecuencia hombre y masculino podrían significar tanto un cuerpo femenino como uno masculino; mujer y femenino, tanto un cuerpo masculino como uno femenino» (Judith Butler).
Este «feminismo de género» se basa en una interpretación neo-marxista de la historia. Para sus partidarios, los marxistas fracasaron por concentrarse en soluciones económicas sin atacar directamente a la familia, que era la verdadera causa de las clases. Así, Shulamith Firestone sostiene que es necesaria una revolución de las clases sexuales: «Para garantizar la eliminación de las clases sexuales, es necesario que la clase oprimida (las mujeres) se rebele y tome el control de la función reproductiva… Por esto el objetivo final de la revolución feminista debe ser… no exclusivamente la eliminación del privilegio masculino, sino de la misma distinción entre los sexos; las diferencias genitales entre seres humanos no tendrán ya ninguna importancia».
Frente a esta ideología que ha puesto en marcha una profunda revolución cultural y moral, apoyada por una parte en el relativismo y por otra en el feminismo de género, es preciso pensar a fondo la verdad de la naturaleza humana.
La colaboración fructífera entre el hombre y la mujer debe basarse sobre esta verdad. Los dos sexos, distintos y de igual dignidad, son una revelación de la imagen y de la semejanza de Dios y participan de la bondad de la creación. Es mucho lo que está en juego.