Por Isaac Merenciano
«Algo tendrá el agua cuando la bendicen». Esta expresión heredada de la sabiduría popular se utiliza cuando se quiere manifestar la importancia de algo, aunque sea especialmente difícil explicar el porqué. Pues algo tendrá la música que no se quiere despegar del ámbito sagrado «ya que cuando se toca», tiene la capacidad de elevar el alma a Dios, saltándose peldaños hacia el cielo con el sucederse de las notas.
Parece pertinente hacer dos aclaraciones para que nos refiramos a lo mismo al utilizar una palabra. «Liturgia» es una palabra de mucha tradición, porque se utilizaba ya en el mundo judío y griego; una palabra con un origen un poco diferente y que se fue adaptando, por su uso, a lo que hoy se entiende por liturgia. Proviene del latín liturgia y, a su vez, del griego λειτουργία (leitourgía). Significaba, literalmente, «obra del pueblo» y era un servicio que se ofrecía por alguien de la comunidad. Tenía un significado, sobre todo, de culto.
La liturgia católica es el culto público a Dios (y en cierto modo, oficial) que la Iglesia realiza, y donde se ejercita el sacerdocio universal que todos los bautizados tenemos por el hecho de estar bautizados. Tiene una dimensión ritual que es la forma, la norma, con la que se lleva a cabo una ceremonia religiosa y que la Iglesia, como madre y maestra, ordena y configura. Con la liturgia, la vida divina se derrama sobre la familia de los creyentes y, como bautizados, incorporados al Cuerpo de Cristo, participamos de la obra de Dios y su misterio; de alguna forma, participamos de la misma vida divina.
Además, la música siempre ha estado presente en el ámbito de las religiones. Concretamente en la Biblia, vemos que David tocaba y danzaba delante del arca del Señor, y había personas e instrumentos destinados a cumplir este servicio; de hecho, en la Biblia tenemos un libro dedicado a esas cancioncillas típicas hebreas, los Salmos (que son poesía) habitualmente destinados a ser, no solamente recitados, sino cantados. Ya consumada la revelación en el cristianismo, san Pablo dirá que se utilicen en las celebraciones «salmos, cánticos e himnos inspirados», y san Agustín recogerá que «cantar es propio de quien ama», y quien canta ora dos veces; y muchos santos llenarán el libro de anécdotas relacionadas con la música. También en esta tradición, y, de forma mucho más acentuada en esta época, por la variedad de estilos musicales, encontramos una diferencia entre la música de la tradición y mensaje religioso —llamémosla música católica—, y una música destinada solo a interpretarse en el transcurso de la liturgia, la llamada música sacra. Esta diferencia es importante, pues no toda música católica tiene por qué ser música litúrgica.
La Iglesia, actualmente, ofrece alguna indicación jugosa en el Misal romano: «En igualdad de circunstancias, hay que darle el primer lugar al canto gregoriano, como propio de la liturgia romana. No se excluyen de ningún modo otros géneros de música sagrada, sobre todo la polifonía, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica y favorezcan la participación de todos los fieles». El gregoriano es un estilo musical sistematizado y compilado hacia el siglo VII, que heredaba música sinagogal judía. Es un estilo lineal, sin acentos, que se adapta al texto.
Esto me parece importante: la música se adapta a la misa y no la misa a la música. Se trata de «cantar la misa» y no de «cantar en la misa». La música es arte, y el arte está inscrito en el corazón del hombre. Un mundo en el que todos los límites de lo humano se quieren cruzar, desfigurar o hacer desaparecer, el arte también ha sufrido, y se ha pretendido hacer de él un campo meramente subjetivo e ideologizado. Es un riesgo que esta mentalidad contagie nuestra concepción del arte y, por tanto, de la música y, como consecuencia, de la música litúrgica. El arte es, no solamente querido por Dios, sino creado y promocionado por él. Al igual que en la eucaristía ofrecemos el pan y el vino que «recibimos de su generosidad» y se lo presentamos en el altar de la misa, así el arte, que recibimos de él —y está inscrito en el ser humano— lo ofrecemos para que sea para «su mayor servicio y alabanza». Precisamente por esto, la liturgia no es un medio para canalizar nuestra creatividad, sino que humildemente ponemos al servicio de la Iglesia nuestras habilidades y arte para que ella lo disponga para la adoración y gloria de Dios. En palabras de Joseph Ratzinger (Informe sobre la fe. Ratzinger-V. Messori, 1985): «La liturgia no es una exhibición, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas “simpáticas”, de ocurrencias “cautivadoras”, sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo sagrado […] el propium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de lo que aquí acontece. Algo, que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse. […] Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad; también, por esta razón, debe estar «predeterminada» y ser «imperturbable», para que, a través del rito, se manifieste la santidad de Dios».
De esta forma, la música litúrgica es, no solamente un medio de elevación a Dios, sino una forma de poner al servicio de lo divino todo lo humano; la música pasa a ser un modo de adoración, dentro de la «estructura de la gran adoración» que es la liturgia y la misa (fuente, meta y culmen de la vida cristiana). En este sentido la música parece ser un medio genial para ello.