Y del amor ¿qué? (IV)

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Si algo caracteriza y es común a todos los seres humanos es el deseo y la búsqueda de la felicidad. Una segunda convicción, compartida por la mayoría, es la necesidad de amar y ser amado para alcanzar dicha felicidad. En esta serie de artículos vamos constatando que, si bien el amor puede surgir de modo espontáneo, requiere de un consciente y constante esfuerzo para mantenerlo fresco e ilusionado. No en vano se suele decir que, cuando por una puerta entra el aburrimiento, por la otra sale el amor.

En el artículo anterior veíamos que el amor humano no es solo un sentimiento y que requiere, entre otras cosas, del conocimiento serio, sincero y profundo, hasta donde se puede, tanto de uno mismo como de la persona amada si no «queremos hacernos trampas al solitario».

Pero todo ello no basta: el amor humano exige, además del conocimiento, la aceptación generosa, sincera y alegre tanto de uno mismo como del amado.

¿Cuál es la primera condición para ser amado? Se preguntaba Aristóteles. Y respondía: «Ser uno», señalando que no se puede amar lo que está roto y no tiene unidad. En efecto, si uno no se acepta a sí mismo —y es más fácil de lo que parece odiarse a sí mismo— entonces soñará con ser otro, con ser cualquier otro menos yo, o, en el último grado de desesperación, con ser cualquier cosa menos persona. Es lo que describía una adolescente al despertar la mañana del lunes: «En estos momentos me gustaría ser la mesilla, la lámpara, el despertador…, cualquier cosa menos persona».

Esta chica, como cualquiera que no se acepte a sí mismo, es incapaz de un amor verdadero. Porque si, por ejemplo, yo estoy roto y me odio, deseando ser otro, entonces mi persona amada o bien ama al yo que no acepto, y por tanto no coincidimos, o bien ama al yo que finjo ser y tampoco hay unión. En ambos casos no puede haber un amor sano porque no hay un auténtico encuentro: una de las partes se oculta por la apariencia o el deseo de ser otro.

No es fácil aceptarse a sí mismo, si se tiene cierta sensibilidad para intuir la perfección y no la suficiente humildad para aceptar las limitaciones propias. Aceptarse, reírse de uno mismo es, además de un requisito para el amor, una excelente medicina para la salud psíquica.

Por otro lado, el ser amado que oye decir al otro: «Es bueno que existas» no se lo acaba de creer y teme o se avergüenza de que el otro descubra su verdadero ser. No es raro, pues, que cueste más sentirse amado que amar. De lo segundo uno puede estar seguro, pero ante lo primero, surge la pregunta ¿cómo es posible que me quiera a mí?, ¿y si descubre quién soy?

Resulta paradójico que, aspirando a ser amados como personas, nos cueste tanto aceptar que somos amados como tales. A menudo resulta difícil creer que nos quieren por lo que somos y no por lo que tenemos: inteligencia, belleza, fortaleza, dinero, etc. Nos gusta saber que «tenemos» algo por lo que se nos quiere y nos resistimos a la idea de ser amados «gratuitamente». Parece como si de algún modo quisiéramos tener justificado el que nos quieran.

Pero el amor sano necesita también la aceptación de la persona amada tal como es, con sus luces y sombras, con su pasado y su presente, con sus virtudes y defectos, no tal como nos gustaría que fuera. «Quiéreme cuando menos lo merezco, porque es cuando más lo necesito» es la súplica del amado. Es difícil aceptar que el amado —hijo, amigo, cónyuge, etc.— no es tal como quisiéramos y entonces surge la tentación: conseguir que sea como yo deseo. Eso puede ocultar un deseo de reducir su condición personal a un ser programable y manipulable, lo cual sería una aberración tratándose de una persona. Hay algo irrepetible y, por tanto, sagrado en el otro que me impide convertirlo en un ser previsible y acomodable a mis sueños. Ello requiere la generosidad y a la vez la humildad de renunciar a que el ser amado encarne el ser que nosotros deseamos que fuera.

¿Cómo puede ser compatible el respeto y la aceptación del otro con la exigencia?

Decir: «Es bueno que tú existas» no significa: «Es bueno que tú seas así». Y si amar es querer un bien para alguien, quererlo es desear que desaparezcan todas las limitaciones que pueda tener.

El amado al oír: «Es bueno que tú existas», «Qué bueno eres», se siente impelido, empujado a ser tal como el amante lo ve. De ahí que el amor sea anticipativo en cuanto que adivina y ama lo que el amado puede llegar a ser. De tal modo que el auténtico amado tiene como lema: «Me animas a mejorar, a ser tal como quieres».

Amor y exigencia no solo no están reñidos, sino que se reclaman mutuamente. «El amigo se irrita mientras sigue amando, el enemigo adula mientras odia», decía san Agustín. Una cosa es aceptar las debilidades, las limitaciones y los tropiezos del amado, y otra distinta es pactar con lo que empequeñece al amado. Perdonar no es ignorar el error, puesto que solo existe el perdón cuando hay culpa.

En definitiva, el canto del amante sería: «Te quiero a ti, no a tus defectos por lo que te pido que los elimines y solo cuando vea que tu debilidad te supera, te seguiré amando tal como eres».

Por parte del auténtico amado, la respuesta debe ser generosa y esforzada: «Respondo a tu llamada y, antes incluso, comienzo a corregir todos aquellos defectos míos que puedan entorpecer nuestro amor».

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