Cuenta Platón en El banquete, que Eros, el amor, no es un dios, sino un genio intermedio entre los dioses y los hombres. Fue concebido en uno de los banquetes al que habían sido invitadas todas las divinidades. Su padre fue Poros, dios de la abundancia y su madre Penias, la escasez. Por parte del padre, el amor es posesión, sensación de plenitud, pero por parte de madre es escasez, anhelo de crecimiento y pervive mientras se mantiene ese anhelo. Los poetas y las mejores canciones nos pintan siempre el amor como algo joven de crecimiento constante.
Uno de los consuelos del amor de persona es que puede durar siempre, precisamente porque la persona es un misterio y, como tal, no tiene límites, no acaba nunca de conocerse ni de ser conocida y su libertad encierra siempre la posibilidad de sorprender, de no ser completamente predecible. Las cosas sí, y de ahí que llegue un momento en que «ya está todo visto», y por lo tanto cansa, aburre y exige cambiar a algo nuevo. Por ello cuando se ama a la persona como cosa, como objeto deleitable, es fácil que termine pronto.
¿De qué depende la permanencia del amor? De la categoría de los amantes, de la capacidad de sorprenderse y renovarse, de saber exigir y, a la vez, aceptar las limitaciones de otro, de intentar profundizar en el conocimiento y aceptar que nunca tocamos fondo. Como ya hemos dicho en otros artículos, el amor llega como la primavera —nadie sabe cómo ha sido— pero su crecimiento exige consciencia, constancia y compromiso.
Pero, aun pudiendo ser eterno, el amor entre dos personas no puede ser absoluto, como no lo son ni el hombre ni la mujer. Llevamos el sello de lo divino, pero ninguna cosa ni persona conocida, ni siquiera «el otro», es absoluto.
Lo peligroso es absolutizar el amor, porque endiosándolo lo convertimos, antes o después, en un demonio. C.S. Lewis lo expone de modo maravilloso: «Dios es amor, pero el amor no es Dios».
Amor y bien están estrechamente relacionados. Los italianos dicen: «Ti voglio bene», es decir, te deseo el bien. Ya se ha señalado anteriormente que amar es, en definitiva, aprobar, dar por bueno: «es bueno que tú existas». Pero también es a la vez desearlo y obsequiarlo con el bien más allá de los sentimientos que uno tenga en un momento dado. Frente a la ola de sentimentalismo imperante, es necesario insistir en que el amor es un acto de la voluntad por el que deseamos el bien a los demás y especialmente al ser amado.
El ser humano tiene una necesidad de buscar el absoluto ya sea en forma de bien, de verdad o de belleza, pero ningún objeto ni sujeto del mundo terrenal se identifica plenamente con ellos, aunque participen de ellos. Todos los seres, desde la más humilde flor hasta la inmensidad del mar y, especialmente, las personas, tienen la huella del bien, de la verdad y la belleza, pero ninguno de ellos son el bien, la verdad o la belleza. Con razón Platón dijo que amar es «sentir cómo el ser sagrado —el Absoluto— late dentro del ser querido». En el mismo sentido Gustave Thibon señala que «El amor humano es la sed del infinito aplicada a lo finito».
En resumen: el ser amado es bueno, pero no es el Bien con mayúscula. La tentación es idealizarlo, sacralizarlo, absolutizarlo. Eso es lo que ocurre cuando endiosamos al otro, cuando endiosamos el amor al otro, o cuando los dos mutuamente se endiosan. La consecuencia es el fracaso del amor humano como tal.
Del mismo modo, cuando endiosamos al otro y lo sustituimos por el Bien, podemos caer en la trampa de aceptar que todo lo que el otro sea, haga o diga es bueno. Es lo que, en lenguaje corriente, se denomina «amistades peligrosas», «amores que matan». Surge entonces la cuestión delicada de cuándo hay que romper una amistad o un amor. En términos generales parece claro: cuando es una relación tóxica, ya sea desde el punto de vista psicológico o moral, cuando en definitiva no ayuda a crecer, a ser mejor. La prudencia, acompañada de un buen discernimiento y de un exquisito amor por uno mismo y por el otro, es quien debe aconsejar lo idóneo en cada situación.
Esto no mengua al amor humano, por muy noble que este sea, sino que lo pone en su justo punto para asegurar su belleza. Decir que un cuadro bellísimo necesita de una luz adecuada para ser contemplado no es quitarle méritos, sino asegurárselos.
El amor, como todo en esta vida, adquiere su sentido y su plenitud cuando lo colocamos en su sitio. Fuera de quicio, ofrece el espejismo de nuevas experiencias, pero pronto se convierte en algo odioso. El amor lo podemos sacar de quicio por abajo, reduciéndolo al sexo y acaba siendo odiado. Ya lo expresó Shakespeare: «Perseguido más allá de toda razón, una vez que se consigue, odiado más allá de toda razón». Por arriba, cuando el amor lo absolutizamos, lo convertimos en Dios, él mismo nos destruye y se destruirá. Aunque parezca amor es, en el fondo, una sibilina y complicada forma de odio al Bien.
Espero que estas reflexiones desarrolladas a lo largo de cinco artículos susciten el deseo de amar mejor y nos ayuden a ser mejores personas puesto que el amor transforma al que ama y al amado.