Extracto de Hora de los Laicos, 2ª ed., pp. 44-55.
La movilización del laicado, a pesar de todas las apariencias, no es una quimera. Es posible hoy, y se ha realizado ya en la historia. Disco rojo, pues, al desaliento, y luz verde a la confianza. La movilización no hay que concebirla como algo espectacular a base de organigramas, encuestas, planificaciones pastorales. No tiene nada de teatral o aparatoso. No participa de la alquimia de la pastoral de laboratorio.
La puesta en marcha de los seglares es más sencilla. Actúa en vez de especular. Es como el agua en canales y acequias. Multitud de gotas de un río son los bautizados si silenciosamente van fecundando la familia, el barrio o la profesión. Fertilizan así corazones alejados de Dios y despiertan en ellos ansia de eternidad.
Largas y complicadas preparaciones teóricas sobran. Basta vivir la fe. Es cierto que la ciencia nunca está de más y que juega su papel con el interlocutor intelectual. Las más de las veces, sin embargo, la irradiación de la fe, leal, sincera, dilatada por el amor, es acueducto seguro para transmitir la gracia a las almas. La fe en un hombre no nace como conclusión de un silogismo. Surge por influjo misterioso de la gracia de Cristo a través del que la vive. Es Él quien la alumbra. La fe se propaga y se mantiene por contagio personal alma a alma.
La recristianización de la sociedad es un problema insoluble si no se logra movilizar al cristiano de a pie con miras a esta tarea. Es inútil esperar que venga la salvación de una élite si ésta no sirve para encuadrar y arrastrar a la masa de bautizados corrientes. Todos tienen que comprender que el deber misionero deriva de su condición de bautizados.
La movilización de los laicos sin triunfalismos espectaculares se ha dado ya en la historia. Los cristianos de la Iglesia primitiva fueron sus primeros protagonistas. No podían dejar de serlo, pues el apostolado es un deber inherente al Bautismo. Está tan encadenado a él como la flor al tallo en que se mece, como el tronco a la raíz en que se sustenta.
Los primeros cristianos lo sabían tan bien que fueron ellos los que llevaron el Evangelio al mundo de su época. En la primera difusión de la Buena Nueva, los laicos fueron los más numerosos mensajeros. Soldados romanos, esclavos y mercaderes, fueron los primeros que proclamaron su gozo por haber descubierto a Cristo. Ellos, alistados a las legiones o transportando en sus navíos el trigo de África, pieles de las Galias o metales de Tarsis, llevaron la Iglesia a través del Imperio.
Una verdad esencial
Olvidamos con facilidad que lo único que hace falta para vivir el Bautismo y movilizarse movilizando a los demás, es estar persuadidos de que es Cristo quien lo hace en y por nosotros, pues Él vive en cada uno (cf. Gál 2,20; Flp 1,21). Lo único que se requiere es salir de mi egoísmo para amar a los demás. El mundo será de quien ame más y lo demuestre mejor (Cura de Ars), no de quien tenga mejores cualidades o viva en tiempos más propicios para evangelizar.
Una palabra antievangélica tenemos que arrancar del diccionario: «imposible». Es antibíblica cien por cien. «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). «Nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37). «Todo es posible al que cree» (Mc 9,23).