30 años del grupo Santa María (1994-2024)

Una comunidad de vida

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Verano de 1996 en Pirineos
Verano de 1996 en Pirineos

Por Juan Rodríguez, médico y miembro del GSM

El pasado 20 de octubre el Grupo Santa María (GSM) celebró su 30 aniversario con un encuentro en el colegio Stella Maris de Aravaca, en Madrid. Una jornada de convivencia, reencuentros, imágenes, agradecimiento, culminada con la celebración de la eucaristía. Treinta años son muchos, realmente.

¿Qué pasó en aquel octubre de 1994? ¿Cómo surgió una comunidad cristiana llamada a pervivir durante al menos tres décadas? Acababa de morir nuestro querido P. Morales. El grupo juvenil Milicia de Santa María venía de unos últimos años complejos, podríamos decir de crisis. Algunos jóvenes universitarios demandábamos, desde hacía tiempo, un entorno para vivir nuestra fe y nuestra pertenencia a la institución de una manera distinta a como se nos ofrecía hasta ese momento.

Una comunidad de vida cristiana, mixta, donde poder caminar juntos hacia la vocación que aún para muchos quedaba por descubrir. Una comunidad de vida destinada a acogernos durante mucho tiempo, quizás durante toda la vida. Comunidad de vida, que es algo distinto a un grupo de formación. Y mixta, porque la separación entre la rama femenina y masculina, hasta entonces, era inamovible hasta poder ingresar en el grupo matrimonial de la institución.

Iniciando la etapa universitaria la mayoría, la riqueza de la Iglesia en aquellos campus nos ponía en contacto con personas y realidades que confirmaban que lo que anhelábamos era posible. Paradójicamente, algunos de los grupos cristianos universitarios más pujantes en Madrid en aquella época eran dirigidos por capellanes de la Cruzada, mientras que una experiencia similar no era posible para nosotros. Por fin, a principios de octubre de 1994, y tras ver a Abelardo de Armas, director general de los cruzados por aquel entonces, la necesidad de iniciar un camino en esta línea, se creó un grupo en colaboración con las cruzadas.

Los primeros pasos fueron ilusionantes y llenos de vitalidad. Poco a poco se fue formando una estructura para canalizar toda esa energía, con personas que se iban responsabilizando de liderar los distintos subgrupos y actividades. Con la compañía y empuje del P. Juan Carlos Elizalde, alma mater en esos primeros años, a quien siempre agradeceremos su presencia, su ayuda y su carisma.

Al poco tiempo, la cruzada femenina decidió abandonar el grupo. Lo entendían solo como un grupo apostólico y de formación, pero no como una comunidad de vida. Fue doloroso para quienes no entendíamos en ese momento que pudiera haber contradicción entre la vida y lo demás, entre crear lazos profundos de amistad y seguir formándonos como cristianos, entre orar y crecer juntos y transmitir a nuestro alrededor la alegría del evangelio.

Fue doloroso, pero seguimos adelante. Fuimos demostrándonos que éramos capaces de vivir también la esencia de nuestro carisma de esta nueva manera. Aportando a las muchas personas que se nos iban acercando toda la riqueza de un estilo de vida que, realmente, no requería de rígidos corsés para poder concretarse y vivirse.

Pero unos pocos años después, tampoco la nueva dirección de la cruzada masculina vio con buenos ojos nuestro grupo. Llegó un tiempo de «destierro», de sensación de orfandad, de incomprensión, pero también de madurez, de crecimiento y de fidelidad. El apoyo de algunos cruzados, a los que se les permitió acompañarnos, fue clave para mantener, no solo el vínculo con la institución, sino también la esperanza de poder alcanzar el sueño inicial de vivir en comunidad por muchos años.

La «vuelta a casa» llegó en un momento de madurez, en el que ya habían aparecido los primeros matrimonios dentro del grupo. Inicialmente no fuimos capaces de ofrecer a esos primeros matrimonios lo que necesitaban, y algunos buscaron otras realidades, dentro o fuera de la institución, que se adecuaban más a su nueva realidad.

Pero en un momento determinado, ya con un mayor número de parejas, decidimos que no queríamos dejar el grupo por el hecho de habernos casado. La cohesión como comunidad de vida y los lazos de amistad eran tan grandes que, a pesar de que quizás aún no estábamos preparados para ofertar a las parejas una estructura y una dinámica de grupo totalmente adaptada a ellas, preferíamos ir construyendo entre todos esa nueva etapa, en lugar de irnos yendo a un grupo exclusivamente matrimonial.

Poco a poco llegaron también los hijos, y su formación pasó a ser también para nosotros una misión importante. Ellos también han vivido y han crecido en su ser cristianos sintiéndose parte de una gran familia. Una familia que se fue haciendo extensa conforme iba gestándose el Movimiento de Santa María. Las dificultades y trances dolorosos que acompañaron a la creación del Movimiento han permitido que hoy seamos conscientes de su valor y nos sintamos especialmente agradecidos por poder pertenecer todos a él.

Podríamos elegir varias palabras que expliquen el por qué hemos llegado a cumplir 30 años. Una de ellas, sin duda, es la palabra amistad. Una amistad tan valiosa como la que vive tantísima gente, pero con el regalo de saber que es el amor de Dios quien la crea, la cuida y la hace perseverar. El amor de Dios que no permite que seamos un grupo de amigos cerrado en sí mismo, sino que nos empuja a ser laicos comprometidos con el Reino. Esa movilización del laicado, tan necesaria hoy en día en la vida de la Iglesia, ha estado presente en la historia del GSM desde aquellos inicios, en los que, a pesar de ser jóvenes e inexpertos, tomamos las riendas de la incipiente comunidad, sin dejar que el sacerdote o los cruzados nos lo tuvieran que organizar todo.

A lo largo de los años hemos querido vivir el evangelio en nuestra vida cotidiana y allí donde nos ha tocado estar. Transparentar a Jesús con lo que somos, porque si lo descubrimos, nos parecemos todos mucho a él. Experimentarnos como amados, y mostrar a quienes nos conocen y nos tratan que ellos son amados también de la misma manera, es nuestra principal tarea. Porque «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia[1] […], que está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo[2]».

En esta tarea, los laicos tenemos una posición privilegiada, y también una responsabilidad especial. Incrustados en el mundo, formando parte de él, nuestra misión fundamental no es denunciar sus errores, sino que, por encima de todo, estamos llamados a facilitar el encuentro de todos con el Dios que nos busca y se ha enamorado de nosotros. En una época marcada por la polarización, la Iglesia nos invita especialmente a ser testigos de fraternidad. ¿Será ese uno de los retos para el GSM en los próximos 30 años? Dios quiera que, juntos, podamos llegar a celebrarlos.


[1] Papa Francisco. Misericordiae Vultus 54.

[2] Papa Francisco. Misericordiae Vultus 56.

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