Por Rafael Luciani. Laico venezolano, doctor en Teología. Miembro del Equipo Teológico Asesor de la Presidencia de la CLAR y perito de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Sinodalidad.
La Iglesia se encuentra en un momento crucial que exige la conversión de las mentalidades y la reforma de las estructuras para lograr su sinodalización. Esta transformación no puede ser meramente formal o procedimental; debe desafiar las herencias de un clericalismo institucional que ha condicionado la participación de todos y todas en la Iglesia. En este contexto, resulta fundamental revisar los modos relacionales y el liderazgo eclesial actual, promoviendo un cambio que reconozca al laicado como sujeto pleno en la vida y misión de la Iglesia. Querida Amazonia habla de la necesidad de construir «una cultura eclesial propia, marcadamente laical» (n. 94). Sin embargo, uno de los obstáculos está en lo que el cardenal Suenens afirmó luego del Concilio: que el episcopado no puede entenderse como una oligarquía aislada, sino como una realidad en relación vital con el papa, el presbiterio y el laicado, lo cual supone un giro eclesiológico que trascienda el «nosotros colegial» del episcopado, ejercido aisladamente, para abrazar y construir el «nosotros eclesial» o lo que podemos llamar una eclesialidad sinodal.
En el primer milenio, la Iglesia vivió una experiencia de poder compartido que hoy podría inspirar un camino hacia estructuras más participativas en las que el laicado sea considerado e integrado realmente como sujeto. Con este espíritu, los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida —V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño— pidieron que «los laicos deben participar del discernimiento, la toma de decisiones, la planificación y la ejecución» de la vida eclesial (Aparecida 371). Esta visión ha sido una constante a lo largo del proceso sinodal actual. El Documento Final de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos llama la atención sobre la presencia de las mujeres en la vida eclesial (DF 60), sea en los procesos y los organismos donde se toman decisiones en la Iglesia, como en los ministerios. Además, pide el «acceso de los laicos a puestos de autoridad y su participación en los procesos decisionales, especificando la proporción en relación con el género» (DF 102). También, el «acceso a los puestos de responsabilidad en las diócesis y las instituciones eclesiásticas, incluidos los seminarios, los institutos y las facultades de teología, en consonancia con las disposiciones vigentes» (DF 77).
Sin embargo, el pleno reconocimiento del laicado como sujeto aún es una asignatura pendiente. La participación de todos los bautizados en el sacerdocio común ofrece un marco hermenéutico esencial para pensar en dinámicas eclesiales basadas en la corresponsabilidad diferenciada. Hasta ahora, los avances han sido parciales, limitándose a conceptos de «colaboración» o «cooperación» que no hacen justicia a la igualdad bautismal fundamental de todos los fieles. La insistencia en el cristocentrismo del ministerio ordenado ha llevado a una subestimación del bautismo, relegando al laicado a un papel subsidiario.
En su libro sobre Jalones para una teología del laicado, publicado antes del Concilio, Congar había escrito que «el plan total de Dios no se agota en el principio jerárquico, sino que supone el complemento y la reciprocidad de un régimen comunitario, dependiendo de ambos la plenitud final». Una intervención relevante durante el Concilio fue la de Mons. De Smedt quien aludió a que «en el Pueblo de Dios, todos estamos unidos los unos con los otros, y tenemos las mismas leyes y deberes fundamentales. Todos participamos del sacerdocio real del pueblo de Dios. El papa es uno de los fieles: obispos, sacerdotes, laicos, religiosos, todos somos [los] fieles». Así, el Vaticano II destacó que «los pastores y los fieles pertenecen a un solo Pueblo» y este concepto siempre debe ser considerado como una «totalidad» (AS III/I, 209-210) en la que cada fiel aporta lo suyo al otro. Así, el Concilio daba paso a una nueva hermenéutica que partía de concebir a la Iglesia como un conjunto orgánico, es decir, que, esa totalidad que es el Pueblo de Dios carecería de sentido y no existiría sin la interacción necesaria y recíproca de cada fiel respecto de los otros para el funcionamiento del conjunto. Por ello, el proceso sinodal actual recupera y madura la definición de Iglesia como Pueblo de Dios y destaca que esta es siempre un sujeto comunitario (DF 17), lo cual exige «una verdadera conversión relacional» (DF 50).
A todo esto, se suma otra clave novedosa que ofrece el Concilio Vaticano II en Apostolicam Actuositatem —el Decreto sobre el Apostolado de los laicos— al subrayar que el apostolado de los laicos no es una delegación, sino un ejercicio propio del sacerdocio común. Además, afirma que «el apostolado de los laicos y el ministerio pastoral se completan mutuamente» (mutuo se complent: AA 6). La importancia de esta perspectiva es tal que se refuerza el vínculo entre todos los fieles a partir de relaciones de completitud que son constitutivas al modo de ser de cada sujeto eclesial y superan la mera complementariedad, cooperación o ayuda entre ellos. Por ello, en la Iglesia «cada miembro está al servicio de los otros miembros…, [de modo que] los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad» (LG 32) y al interior del gran poliedro eclesial, en el cual todos somos necesarios.
Este reconocimiento del laicado a partir de la igualdad radical que brota del bautismo plantea la necesidad de crear estructuras eclesiales verdaderamente sinodales, donde la corresponsabilidad sea esencial y vinculante. Consejos pastorales, asambleas diocesanas y nuevas formas de participación podrían ser el camino para revitalizar la misión eclesial en una Iglesia constitutivamente sinodal. En esto la jerarquía de la Iglesia tiene una gran responsabilidad porque está llamada a generar mediaciones concretas que fomenten la participación efectiva de todos los fieles, superando estilos de gobierno centralizados y opacos.
Una Iglesia que no fomente la participación activa y corresponsable de sus fieles no puede aspirar a una verdadera conversión y perderá credibilidad en la sociedad actual. Quizá necesitamos crear estructuras eclesiales sinodales en las que el ejercicio de la corresponsabilidad sea esencial, vinculante, y funcione mediante la construcción de consensos, en la línea de san Cipriano y tantos otros obispos del primer milenio. Los padres y las madres sinodales del Sínodo de la sinodalidad nos han pedido «discernir, identificar y promover estructuras y prácticas concretas para ser una Iglesia sinodal en misión» (DF 124).
En definitiva, el reconocimiento pleno del laicado como sujeto es fundamental para construir una eclesialidad sinodal. Cualquier intento de reforma debe estar cimentado en una sólida teología del laicado.