La esperanza, «un simple movimiento de los ojos», y sus dos enemigos

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El cielo da alas a los pies para caminar
El cielo da alas a los pies para caminar

Por P. Rafael Delgado Escolar, cruzado de Santa María

«La esperanza cristiana no es un final feliz que hay que esperar pasivamente, no es el final feliz de una película; es la promesa del Señor que hemos de acoger aquí y ahora, en esta tierra que sufre y que gime». Estas palabras del papa Francisco en la apertura de la Puerta Santa del Año jubilar el 24 de diciembre de 2024 corrigen una idea equivocada de la segunda virtud teologal. Ciertamente, la esperanza no se limita a aguardar la felicidad eterna, sino que nos pone en movimiento sacudiendo la pereza y la mediocridad, para traducir esa esperanza a las tareas de la vida presente. San Isidoro de Sevilla, en el libro de las Etimologías, que tanto influyó en la difusión de la sabiduría cristiana en los albores de Europa, comparaba la esperanza con el pie que camina: «La palabra esperanza se llama así porque viene a ser como el pie para caminar, como si dijéramos es pie. Su contrario es la desesperación, porque allí donde faltan los pies no existe posibilidad alguna de andar».

Del mismo modo que el pie camina sobre el suelo firme, así también la esperanza tiene un fundamento, pues es fruto de la fe en el amor de Dios que nos da la seguridad de ser amados por un amor eterno que nos espera y será nuestra felicidad más allá de la muerte. Magníficamente lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios» (n.º 2090). Esta «gran esperanza», como la llama Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, nos hace caminar en la tierra sin dejarnos atrapar por lo caduco, al estilo del joven polaco san Estanislao de Kostka con su lema ad maiora natus sum, que le recordaba que había sido creado para algo más grande que los gozos mundanos.

Otro joven más reciente, Pier Giorgio Frassati, tenía como ideal «apuntando a lo alto», lo que le llevaba a desvivirse por los demás y a conjugar sus estudios con la atención a los necesitados. Su pronta canonización se unirá a la de Carlo Acutis, que también sabía mirar al cielo para aprender a vivir en la tierra cuando decía que «la conversión no es más que mover la mirada de abajo hacia arriba, un simple movimiento de los ojos es suficiente».

Ese «movimiento de los ojos» hacia el cielo da alas a los pies para caminar transformando las pruebas y dificultades en signos de esperanza: «Las tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la muerte» (Bula Spes non confundit). Debemos esperar de Dios la luz, la fuerza y el amor que necesitamos para realizar su voluntad y cumplir nuestra misión en la tierra, pues por nuestras propias fuerzas no podemos ser santos. El Catecismo nos previene de los pecados contra la esperanza: la desesperación y la presunción (n.º 2091). Son contrarios al primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas. Veamos cada uno de estos enemigos de la esperanza:

1) Ya san Isidoro de Sevilla nos ha dicho que la desesperación es perder la posibilidad de caminar, porque faltan los pies. Quien desespera deja de esperar de Dios el perdón de sus pecados, la posibilidad de cambiar y de salvarse. Desconfía de la bondad de Dios y de su misericordia infinita y no reconoce su justicia, pues Dios es fiel a sus promesas. La desesperación puede paralizarnos en el camino de la santidad si nos desalentamos por nuestros fallos y nos convierte en pesimistas que piensan que nada puede cambiar.

Este pesimismo estéril es una de las tentaciones que el papa Francisco señaló a los evangelizadores en Evangelii gaudium: «Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20)» (EG 84).

2) El segundo pecado contra la esperanza, la presunción, se sitúa en el extremo opuesto de la desesperación. Siempre la virtud fue un término medio entre dos extremos. Hay dos clases de presunción según el Catecismo: se puede presumir de las propias fuerzas y capacidades como si no necesitáramos la ayuda de la gracia para salvarnos o bien se puede presumir del poder o de la misericordia de Dios «esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito» (n.º 2092). La primera forma de presunción cae en el voluntarismo y la segunda en un quietismo que niega la colaboración humana con la gracia divina.

La esperanza nos hace peregrinos en la tierra, sortea los escollos del desaliento y de la presunción y nos hace humildes colaboradores de Dios, como los santos, que no se cansaron de sembrar semillas de esperanza en los surcos de la historia mediante las obras de misericordia corporales y espirituales. Un anciano sacerdote lleno de sabiduría, me decía recientemente: «No todo lo que sembramos da fruto, pero solo lo sembrado puede dar fruto». Si no nos cansamos de sembrar, habrá semillas que llegarán a sazón y darán el ciento por uno. La esperanza nos da esta certeza. Dejemos que santa Teresa diga la última palabra sobre esa esperanza que mueve los ojos a mirar al cielo y las manos a obrar en la tierra:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Exclamaciones del alma a Dios).

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