Extracto de El ovillo de Ariadna, pp. 115-130.
Observa, y adonde tiendas tus brazos —montañas, mares, flores, hombres— te encontrarás nadando en el esplendor de Dios. Te darás cuenta de que la naturaleza no es más que la imagen en movimiento de un eterno pensamiento. Descubrirás con Diderot que el ojo y las alas de una mariposa bastan para aplastar a un ateo. Mirarás la creación entera como un cántico. La ciencia lo deletrea, el arte lo canta, la vida lo prolonga rezando y amando.
Amanece, ves la salida del sol, y dices con Miguel Ángel, «No es más que la sombra de Dios». Miras las flores, observas los insectos, y te elevas a Dios sin pensarlo. Te das cuenta de que el mundo está gobernado por una inteligencia infinita. Te sucede lo que al P. Fabre: cuanto más lo observas y lo ves, más descubres al creador irradiando tras el misterio de las cosas.
Buffon nos dice que conforme iba penetrando más en el seno de la naturaleza, sentía más profundo respeto y amor hacia Dios. Es que todo lo bello, aun sin saberlo, es bueno. Las rosas han hecho más personas honradas que las leyes. Las noches misteriosas de Gredos ¡han abierto los ojos a tantos en las acampadas de verano! «Concibo que se pueda ser ateo mirando a la tierra; pero no acabo de entender que se puedan alzar en la noche los ojos hacia el cielo y decir que no existe Dios» (A. Lincoln).
¿Quieres conocer a Dios? Mira en tu derredor. Montañas, cascadas, bosques, mares, mesetas. Le verás jugando en los niños y sonriendo en las flores.
Marchas y acampadas montañeras te invitan a hacer tuyas las hermosuras del mundo. Diseminadas, te circundan llenándote de admiración. Hazlas subir en humilde homenaje de gratitud hacia tu Dios. Ganarás puntos en reflexión, mientras tu corazón dilatado por el amor, se hace fuerte y constante para la lucha.
No imites a los que solo tienen ojos para ver. Se parecen a esos espectadores de teatro que cuando termina la representación se contentan con aplaudir a los actores. Tú, cuando te extasíes ante la naturaleza, reclama siempre la presencia del autor. Aplaude su obra. Son migajas de su mesa. Polvillos de oro desprendidos al sacudir Dios el manto amoroso de su omnipotencia creadora.
Cuando te escribo estas líneas contemplo la inmensidad del mar, sosegado y tranquilo, bajo el cielo azul. Mares y montañas. Gredos, lagunas y neveros, rocas y pastizales, cumbres de granito horadando el cielo azul de Castilla. Cantábrico, mar de acero, valles apacibles, verdes colinas, acantilados bravíos, bosques perdidos en el misterio de la niebla. Al hundir mi vista en la lejanía, contemplo, difuminada en la bruma, la curva que cierra el horizonte, mientras leo en letras gigantescas el nombre de MARÍA escrito en las aguas. Une, por encima de los mares. Enciende el amor a la Virgen en continentes y corazones. El ardor de jóvenes reflexivos y constantes, persuadidos de que Dios es tan bueno que no puede haber nada mejor.






